LA FRASE

"Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad."

Sir Arthur Conan Doyle

miércoles, 9 de enero de 2008

¿Ratzinger o Nietzsche?

Si no se acepta la propuesta de Ratzinger en Spe salvi, y si la promesa de la sociedad comunista como sociedad perfecta ya sabemos en qué paró (URSS, Cuba, China...), entonces sólo queda verdaderamente en pie la posición de Nietzsche:

En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la "Historia Universal": pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer.

Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo.
(*)

Realmente, sinceramente, no veo que haya otra otra elección, otra senda abierta. Ratzinger o Nietzsche. Hombres o moscas. Esperanza o nihilismo. ¿Cabe otra vía?

(*) Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873). El texto completo puede leerse aquí.

29 comentarios:

Anónimo dijo...

No sé, no sé... Ya veremos en que termina todo esto de la trascendencia humana... Yo, desde luego, estoy preocupado porque, para empezar, los cimientos del Vaticano están siendo sacudidos ahora mismo por los temibles embates de Pepiño Blanco quien, como león rugiente, anda por ahí buscando a quien devorar.

Ya veremos, repito con angustia, si la altanera, retrógrada e intolerante Cathedra sancti Petri es capaz de resistir tan fundamentada y apocalíptica ofensiva.

Coda: ¡Menos mal que Nietzsche se libró de tener que ver el nivel de los aliados que le han salido en España en este principio de siglo! Porque si no, se volvía loco otra vez.

Saludos desde el Nibelheim (lugar, que por cierto, no le era muy simpático al citado don Federico Nietsche).

Isaac García Expósito dijo...

Umm, vaya dilema. ¿Por qué no se lo pregunta a Descartes, Ockham y Kant, los creadores de este lío?.

Joaquín dijo...

El texto está muy bien escogido. La inquietud, y hasta repulsión, que puede provocarnos Nietzsche, es que acierta de una manera satánica a presentarnos la tentación permanente: no tenemos mayor dignidad que una mosca.

La alternativa también es acertada: esperanza o desesperación.

Anónimo dijo...

¡Bah, venga! ¡Ahora en serio!

Por desgracia, ciertamente la disyuntiva es tan radical como la pinta el amigo Baltanás. Aquí no valen paños calientes, ni medias tintas. O se elige una —sea la esperanza trascendente que proporciona la religión cristiana o cualquier otra creencia religiosa—, o se elige la otra.

La opción preferida en mi caso es, sin duda, la primera. ¿Quién rechazaría, en principio, la esperanza? ¿Pero qué ocurre cuando no hay fe que venga a dar sentido a dicha aspiración y a sustentarla?

«That’s the question», que dijo el poeta. He ahí la terrible tragedia; la clave dovelar que, una vez planteada en serio, puede transformar nuestro existir en una cruel experiencia agonística (¡qué unamuniano el concepto!). ¿Nosce te ipsum para mejor alcanzar a Dios? Sería necesario (cuando no imprescindible), desde luego: primero conocerse a sí mismo (pero bien, a fondo); luego intentar acceder a Dios… «¡Cuán largo me lo fiais!». Y además, sin la seguridad absoluta de alcanzar el objetivo que se busca. Es indudable que el esfuerzo resultaría ímprobo sin la gracia de la fe, aunque ésta sólo se hallara en germen. Por otra parte, ¿merece la pena vivir la vida (tan corta), en un permanente y tormentoso certamen encaminado hacia la búsqueda interior y la trascendencia? Quizá si una experiencia traumática facilitara la catarsis… O si un arrebato místico contribuyera a producir la necesaria metamorfosis interior… Eso, sin duda, ayudaría. ¡No iba a ser la primera vez que ello ocurre! Mira, si no, al perseguidor en Damasco: de Saulo a Paulo en un suspiro.

Mientras, desde el otro extremo de la balanza, nos guiñan sus ojos risueños don Placer Hedonista y don Disfrute de los Efímeros Momentos Felices, o nos invita a seguir su camino doña Cómoda Indolencia, que nos ayuda a sobrellevar nuestro cuerpo (¿y nuestra alma?) por un valle de lágrimas —el mundo— que, no obstante, es hermoso hasta el paroxismo. No sé… No sé… Si yo lo tuviera tan claro… ¿a qué estas elucubraciones?

Tal es mi cruz particular, que intento llevar a cuestas con la mayor dignidad posible y que les muestro a ustedes sin tapujos.

Ya lo recuerda el Papa en la encíclica que recomienda nuestro anfitrión: «In nihilo ab nihilo quam cito recidimus» («en la nada, de la nada, qué pronto recaemos»).

Coda final: ¿Por qué pondrán luego en duda algunos la infalibilidad papal?


SDEN.

Joaquín dijo...

"Ya lo recuerda el Papa en la encíclica que recomienda nuestro anfitrión: «In nihilo ab nihilo quam cito recidimus» («en la nada, de la nada, qué pronto recaemos»)."

Amigo Alberich, salto a la palestra para advertir que esa frase no "la recuerda" el Papa, sino que la cita (de epitafios comunes en tiempo de Pablo de Tarso). Es cierto que es una sentencia estremecedora.

Ignacio dijo...

¿Elegir, Alberich? ¿elegimos sobre la ley de la gravedad? Más bien será la una o la otra, digo yo, y si uno está seguro de que es Nietzche, no queda otra que tratar de organizarse a partir de ahí como mejor sepa uno en lugar de contarse milongas.

Anónimo dijo...

Ya, ya lo sabía, muchas gracias por la precisión. La cita, y el propio papa Ratzinger lo anota a pie de página, procede del venerable , comenzado a editar en 1853 en Berlín, bajo el liderazgo del también benemérito Theodor Mommsen y que he tenido el honor de utilizar en alguna ocasión por motivos profesionales. El texto de la inscripción puede verse en el
volumen VI, dedicado a las Inscriptiones Urbis Romae), pars 4, fasciculus 1, nº 24321-30681 (Sepulcrales, Varii, Fragmenta).

Si hablé del Papa fue porque me refería al texto general de su encíclica y por lo bien traída que estaba la cita epigráfica dentro del contexto de su discurso (quizá me expresé mal).

De todos modos, muchas gracias otra vez por la observación.

SDEN.

Anónimo dijo...

«¿Elegir, Alberich? ¿elegimos sobre la ley de la gravedad? Más bien será la una o la otra, digo yo...».

¿¿¿Ehhhmmmmmm???

S(atónitos)DEN.

Ignacio dijo...

Pues que si no hay otra cosa que este mundo no la hay, no es una cuestión de elección. Igual que si hubiera vida eterna, tampoco podríamos elegir que no la hubiera.

No veo cómo puede ser voluntaria una esperanza, no veo cómo pueda ser cuestión de elección la realidad.

Anónimo dijo...

Querido amigo Baltanás, releyendo las entradas a este post me doy cuenta de que algo ha debido ocurrir con mis dos últimas aportaciones, porque aparecen con todo en cursiva. Además, he visto también que en mi penúltimo comentario se han mezclado los códigos HTML de una manera espantosa y además los enlaces a otras páginas que introduje no funcionan (no sé lo que ha sucedido...). Por ello, y en atención a Joaquín, a quien iba dirigido dicho comentario, le rogaría que lo sustituyera (si es posible) por otro nuevo. En caso de que no pueda hacer la sustitución, deja la cosa como está (es mejor no “meneallo”). Hélo aquí:

Ya, ya lo sabía, muchas gracias por la precisión. La cita, y el propio papa Ratzinger lo anota a pie de página, procede del venerable ,
comenzado a editar en 1853 en Berlín, bajo el liderazgo del también benemérito Theodor Mommsen, y que he tenido el honor de utilizar en alguna ocasión por motivos profesionales. El texto de la inscripción puede verse en el volumen VI, dedicado a las Inscriptiones Urbis Romae), pars 4, fasciculus 1, nº 24321-30681 (Sepulcrales, Varii, Fragmenta).

Si hablé del Papa fue porque me refería al texto general de su encíclica y por lo bien traída que estaba la cita epigráfica dentro del contexto de su discurso (quizá me expresé mal).

De todos modos, muchas gracias otra vez por la observación.

SDEN.

P. D.: No sé qué diablos ocurre, pero lo veo todo en cursiva.

Anónimo dijo...

Nada, que es imposible... No sale el texto como quiero, ni a tiros. Lo dejo ya por imposible.

De todas formas, muchas gracias, Baltanás, por colgar otra vez mi comentario.

SDEN.

Anónimo dijo...

“Pues que si no hay otra cosa que este mundo no la hay…”

Ya, ya, Ignacio, si también le había entendido a usted. Pero es que me ha dejado sorprendido la vehemencia con que ha entrado. Como yo pensaba que las dudas planteadas en mi segundo comentario podían ser algo más que “milongas”...

“…no es una cuestión de elección. Igual que si hubiera vida eterna, tampoco podríamos elegir que no la hubiera”.

¿Y sabe usted, con certeza, cuál de esas dos realidades es la que nos espera? Si es así, entonces comprendo perfectamente que no se plantee la posibilidad de elegir, entiendo su estoicismo e incluso su airada manifestación para con mi duda. Yo es que no lo tengo tan claro… Y ahí está, creo yo, mi problema.

“No veo cómo puede ser voluntaria una esperanza…”.

Pues porque uno decide mantenerla y alimentarla o descuidarla y olvidarse definitivamente de ella. Lo mismo que la fe (y aquí hago como el Papa en su encíclica, relacionando íntimamente ambos “concetos”, que diría Pepiño Blanco).

“no veo cómo pueda ser cuestión de elección la realidad”.

Vuelvo a insistir. Como yo no tengo claro cuál pueda ser la realidad última —y, sobre todo, qué es lo mejor para llegar a ella—, se me plantea la duda; y como se me plantea la duda, me gustaría saber elegir cuál es el camino más acertado, y actuar en consecuencia aquí y ahora (de manera que pueda llegar lo mejor preparado posible). Pues le recuerdo que el juego no consiste sólo en sentarse y esperar a que ocurra lo que haya de ocurrir (estoicismo), sino que en el caso de una existencia ultraterrena, —tal como la plantea el cristianismo y el papa Ratzinger en su encíclica —pues de eso estamos hablando, ¿no?)— todos nosotros no llegaremos a ella ni en las mismas condiciones ni con los mismos puntos en nuestro carnet por puntos; es decir, ¿tengo yo las mismas posibilidades que un mártir bueno y cumplidor de todos los preceptos de la Iglesia de disfrutar de una vida eterna realmente satisfactoria? Y es que, el del esfuerzo y el miedo es el peaje que se debe pagar cuando se sigue una religión como el cristianismo (si es que quiere o puede hacerse, claro).

De todos modos, me pregunto qué habría pensado Agustín de Hipona de su taxativa posición y qué habría sido de su búsqueda interior —que tan lejos le llevó finalmente, fíjese usted— si se hubiera planteado las cosas en los mismos categóricos términos que usted. O, mejor dicho, si no se las hubiera planteado, como parece propugnar.

SDEN.

Enrique Baltanás dijo...

No sé por qué sale todo en cursiva, será cosa de Blogger.
En cualquier caso, me parece que ni Ratzinger ni Nietzsche, en efecto, como parece apuntar Ignacio, pueden DEMOSTRAR nada.
Ahora bien, desde la hipótesis de Nietzsche, la vida no tiene sentido, y sólo puede vivirse desde el hedonismo o el suicidio.
Pero ocurre que el hedonismo sólo vale para los sanos y jóvenes (y con algún dinerillo). No es una solución universal y/o permanente.
La hipótesis de Ratzinger, en cambio, aunque también indemostrable, da un sentido a la vida del hombre, y un sentido hermoso.

Anónimo dijo...

"...me parece que ni Ratzinger ni Nietzsche, en efecto..., pueden DEMOSTRAR nada".

Y ahi está, precisamente, la tragedia (o lo incomodidad) de todo esto; y la causa de todas las dudas, puesto que la solución al problema no la tienen ni Nietzsche, ni Ratzinger, pero tampoco —como parecía proponer arriba San Isidoro— Descartes, Ockham o Kant, ni ningún otro pensador que nos haya precedido, ya que todos ellos también ofrecieron su respuesta, pero tampoco demostraron nada.

Entonces vuelvo de nuevo al principio: salvo que adoptemos una postura estoica y resignada (pues el suicidio, en principio, parece descartado), ¿se puede hacer otra cosa ante tan grave disyuntiva que no sea reflexionar a este respecto y ver si nos llega el consuelo de la fe?

SDEN.

Joaquín dijo...

Veamos el contexto: Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo «ni esperanza ni Dios» (Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban «sin Dios» y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío. «In nihilo ab nihilo quam cito recidimus» (en la nada, de la nada, qué pronto recaemos), dice un epitafio de aquella época, palabras en las que aparece sin medias tintas lo mismo a lo que Pablo se refería (Spe Salvi, 2).

Pablo (y en el mismo sentido, ese mismo epitafio) expresan crudamente la vida del hombre sin esperanza: sombra, polvo, nada.

Nietzche acuñó la alternativa: Dioniso contra el Crucificado.

Suele compararse el destino de Sócrates con el de Jesús. Pero, ¡dónde va a parar! Una muerte olímpica, filosofando las últimas horas (¿alguien puede creerlo?), frente a la agonía, el miedo, la angustia, ¡tan humana! de Jesús en el Huerto de los Olivos. Yo sí me explico que el mensaje del Evangelio haya calado tan hondo en la historia de la humanidad: podemos identificarnos con Jesús doliente y abandonado. Es más difícil identificarse con Sócrates.

Ignacio dijo...

Francamente, no entiendo esos planteamientos. ¿Cómo que sólo caben el hedonismo y el suicidio si no hay vida eterna?

Estoy haciendo el tonto y no me he enterado, al parecer. Valiente primo, tratando de vivir con arreglo a un criterio moral sin creer en un premio ni un castigo. Un pringao, eso es lo que soy.

Ignacio dijo...

Por otra parte, la palabra esperanza implica algo bueno, y no estoy yo tan seguro de que la vida eterna sea más deseable que la extinción.

Anónimo dijo...

Sabo alberich el negro, con cursiva o sin ella es un deleite leer sus textos y razonamientos. Saludos al Nibelheim

Enrique Baltanás dijo...

Si, efectivamente, somos como animales (moscas o elefantes, da igual), si venimos de la nada y volvemos a la nada en un relámpago, si somos el fruto del azar y la vida no tiene sentido, si nunca habrá una justicia definitiva y verdadera (y no este sucedáneo cuyas rendijas conocemos demasiado bien)entonces lo que se deduce lógicamente es que podemos, y aun debemos, obrar según un cálculo puramente egoísta.
No habrá una moral, sino varias: todas las que se quiera. En alguna de ellas estará permitido el asesinato.
Ahora bien, es innegable que hay personas que no creen en Dios (o que creen no creer) y son buenas y hasta buenísimas. ¿Cómo se explica esto?
a) porque no son enteramente coherentes y no actúan conforme a su filosofía, es decir, no la llevan a sus últimas consecuencias morales.
b) porque tanto en ellos mismos como en la sociedad en la que viven queda un poso de cristianismo, siquiera sea dormido o inconsciente.

(reflexiones a propósito de lo apuntado por Ignacio)

Ignacio dijo...

No a la b), astuto anfitrión, a no ser que esté en condiciones de afirmar la absoluta ausencia de personas con criterio moral antes del año 754 ab urbe condita.

Anónimo dijo...

# «Valiente primo, tratando de vivir con arreglo a un criterio moral sin creer en un premio ni un castigo. Un pringao, eso es lo que soy».

Hombre, Ignacio, tampoco es eso. No se me ponga tan radical. Esa actitud que usted dice adoptar ante la vida (y la muerte) se llama “estoicismo” y es una noble corriente de pensamiento (con más de dos mil trescientos años de existencia) que se basaba en arraigados y firmes criterios morales. Además, ejerció una profunda influencia en el primer cristianismo (por algo sería). Pero ocurre, Ignacio, que mientras hay personas que se quedan en esa posición —y bien está la cosa si ellas se encuentran a gusto ahí—, otras (por carácter, por interés, por egoísmo, por lo que sea) continúan tocando palos y haciendo intentos para buscar una explicación a todo esto (luego, por ende, para elegir). Algunos, incluso, desearíamos que se produjera esa “llamada” definitiva que nunca llega, pues nos gusta pensar —y nos basamos para ello en la experiencia de los creyentes que conocemos— que todo esto sería mucho más llevadero y consolador con fe que sin ella. Y conste que no pienso sólo o necesariamente en clave cristiana, aunque por lógica sea ella, y en concreto el catolicismo (por obvias razones culturales), la que más pesa en mí.


# «Por otra parte, la palabra esperanza implica algo bueno, y no estoy yo tan seguro de que la vida eterna sea más deseable que la extinción».

Precisamente algo similar piensa mi mujer cuando hablamos de estos temas: ella no cree que la contemplación eterna de la gloria de Dios resulte ser un futuro tan prometedor; sostiene que debe ser mucho más divertido y aleccionador pasar nuestra eternidad en el infierno donde, según dice, están las personas más divertidas y pintorescas de la Historia. Al margen de las bromas —mi señora es un poco traviesa y provocadora—, lo que dice Ignacio resume una forma de pensar que es tan legítima como las demás, pero que lleva al nihilismo, ¿no? Yo, sin embargo, prefiero creer que la cosa no ha de ser tan mala y aburrida como la pinta mi “santa”. Al fin y al cabo, su forma de plantear el espinoso problema soteriológico se basa en nuestros actuales parámetros terrenales… ¿Pero quién sabe cómo será la cosa una vez resucitados y puestos frente al Creador? Muchos piensan que se trata de una mitología; pero no me negarán ustedes que resulta de lo más tentadora (en el sentido más casto y noble de la palabra, claro está, como corresponde al tema tan serio que tratamos).

Pero claro, el dichoso problema, como siempre, se halla en la fe (o, por mejor decir, en la falta de ella)... Ya lo dijo Agustín de Hipona: «Crede, ut intelligas». ¡Y cuánta razón tenía!

Muchas gracias por el halago, querido Anónimo de las 8:56. A nadie le amarga un dulce.

SDEN.

Anónimo dijo...

yo...esperanza

Joaquín dijo...

De lo que tengo curiosidad es saber cómo habría de ser la eternidad en el Nibelheim :)

En cuanto a la cuestión última que nos propone nuestro anfitrión, la bondad de los ateos (de la que yo por lo general no dudo), en cuanto creyente respondo: incluso los ateos son, o pueden ser, buenos, porque todos los hombre (creamos o no) hemos sido creados a imagen y semejanza del Creador. Se lee en el libro del Génesis ("el origen").

Anónimo dijo...

“De lo que tengo curiosidad es saber cómo habría de ser la eternidad en el Nibelheim”.

Pues si las cosas no cambian, veo un futuro muy, pero que muy negro (más que el Nibelheim). Y me explicaré (porque es menester hacerlo):

Después de haber renunciado para siempre al amor, paso mi vida amargando la existencia de los nibelungos que me sirven acumulando oro para mí. También aguardo el momento de mi venganza contra el mundo, por haberme hecho como soy, e intervengo de vez en cuando en blogs como los del amigo Baltanás. Y todo transcurría con esa relativa tranquilidad —para mí, claro, más que para los nibelungos— hasta que un día recibí la visita sorpresa del poderoso Wotan, padre de los antiguos dioses, que iba acompañado del taimado Loge. Wotan me preguntó de qué podía servirme en el Nibelheim —la tierra de la niebla— el tesoro que forjan para mí los nibelungos, si aquí no había diversión en qué gastárselo. Cometí, entonces, el error de confesarle mis más íntimos pensamientos (¡bien que me arrepiento de ello!) y esto me costó muy caro, pues fui engañado por el heroico dios, quien me robó el oro y me dejó desconsolado, ya que con él pretendía ganar por la fuerza y con el chantaje el amor que la naturaleza me había negado. Sin percatarme de que me estaban engañando con artimañas propias de esclavos confesé a ambos dioses lo siguiente:

“La noche de Nibelheim / me sirve para crear tesoros / y cuando tenga / un buen montón / acumulado en la cueva / entonces haré milagros… / ¡Me apoderaré del mundo / y no lo compartiré con nadie…! ¡Id con cuidado, id con cuidado! / Porque cuando vosotros los hombres / estéis al servicio de mi poder, / el enano obligará / a vuestras hermosas mujeres, / que ahora rechazan que las corteje, / a aceptar mis deseos, / aunque el amor no le sonría… ¡Ja, ja, ja, ja, ja! / ¿Me habéis oído? / ¡Id con cuidado! / ¡Guardaos del nocturno ejército / si el tesoro del nibelungo, sale a la / luz desde las oscuras profundidades!”.*

Pero aunque alguna vez llegue ese momento de venganza que he deseado durante una eternidad —y para alcanzarlo he puesto a trabajar en ello a mi hijo Hagen, al que engendré para tal objetivo—, amanecerá un día en que todo será destruido (incluido ese maldito de Wotan) con el advenimiento del Ragnarok** o batalla del fin del mundo. Después de eso, todo se acabará. Y tenemos claro, incluso lo saben los dioses, que poco se puede hacer, porque es el destino. Sin embargo, ello sólo será el preludio de una nueva era eterna, en la que el mundo volverá a renacer mucho mejor de lo que ahora es: los campos se llenarán a rebosar de cereal; el sol brillará siempre y la tierra será verde y justa para todos. Una nueva generación de dioses, presidida por el renacido Baldur gobernará sobre la tierra y convivirá en paz con los hombres. En cuanto a mí, ya veremos si soy lo suficientemente hábil como para librarme de ir a una nueva morada oscura —más terrible que el Nibelheim— que se formará en el inframundo y que será tan vil como extensa: el Nastrond (o “filamento de cadáver”). Ninguna luz del sol llegará hasta allí. Todas sus puertas mirarán hacia el Norte. Todo él estará hecho de serpientes entrelazadas con sus cabezas mirando hacia adentro y arrojando tanto veneno que correrá como ríos en los que nadarán aterrorizados los asesinos, los perjuros y los incestuosos.

Como puede ver usted, Joaquín, hijo de los hombres, mi futuro quizá no sea tan halagueño como yo desearía… Pero ya se verá. Aguardemos al Ragnarok…

NOTA: Confío en que el maestro Richard Wagner —uno de los mayores genios que ha dado el mundo del arte— allá donde pueda encontrarse sabrá perdonarme las libertades que me he tomado con algunos textos de su ópera Das Rheingold —prólogo a su descomunal Tetralogía—, pues lo he hecho con el único objetivo de sacar adelante este breve divertimento que dedico a Joaquín, a nuestro anfitrión Baltanás y a quien aquí se detenga a leernos.

Saludos desde el Nibelheim.
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* ”Schätze zu schaffen / und Schätze zu bergen, / nützt mir Nibelheims Nacht. / Doch mit dem Hort, / in der Höhle gehäuft, / denk' ich dann Wunder zu wirken: / die ganze Welt… / Habt acht! Habt acht! / Denn dient ihr Männer / erst meiner Macht, / eure schmucken Frau'n, / die mein Frei'n verschmäht, / sie zwingt zur Lust sich der Zwerg, / lacht Liebe ihm nicht! Hahahaha! / Habt ihr’s gehört? / Habt acht / vor dem nächtlichen Heer, / entsteignt des Niblungen Hort / aus stummer Tiefe zu Tag!„.

** Literalmente, “destino de los dioses”.

Enrique Baltanás dijo...

Interesante discusión. Gracias a todos por vuestras aportaciones.Lo serio no tiene por qué no ser divertido, ni el Nibelheim es incompatible con las tierras solares.

Ignacio dijo...

Aunque llegue tarde, creo que este es un buen ejemplo de lo mucho que se puede decir sobre moral sin aceptar la hipótesis de un dios. Steven Pinker, sobre el instinto moral, 8 densas y amenas páginas:

http://www.nytimes.com/2008/01/13/magazine/13Psychology-t.html?_r=1&oref=slogin

Enrique Baltanás dijo...

Gracias, Ignacio, por el enlace, pero parece que ya no está disponible en línea. Tomo nota del autor, que algo me suena.

Jesús P. Zamora Bonilla dijo...

También se puede tener esperanza en que el Madrid gane la Champions y cosas así, y de el Atleti se "salvi" otro año.

De un último hombre (lo que demuestra que los últimos hombres de hace cien años no eran en realidad los últimos últimos, sino como mucho, los antepenúltimos últimos; pa'último, yo).

Salud (sobre todo mental)

Vizancio dijo...

Creo que la esperanza es la actitud más racional pues, como decía un proverbio chino se basa en lo que no sabemos, que es todo, mientras que la desesperación se basa en lo que sabemos, que es nada.
Por otra parte, una vida sin esperanzo no es vida sino un prolongado morir indigno de un hombre de verdad. Hay que actuar, y actuar bien, de ahí la insistencia de los clásicos en adquirir la virtud de la prudencia que busca fines, lucha por ellos y espera alcanzarlos de un modo o de otro.