LA FRASE

"Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad."

Sir Arthur Conan Doyle

lunes, 31 de octubre de 2011

CLEMENCIA

"- No hablemos de religión, Clemencia.", le dice sir George Percy a la protagonista de la novela homónima de Fernán Caballero.
"-¿Y por qué? -le pregunta la joven- Aguardo con viva curiosidad la respuesta."
Clemencia es la representación de algo así como la perfecta católica, al paso que sir George es el ejemplo consumado del perfecto libertino. Al fin responde éste:
"-Porque la religión es el secreto más exclusivamente suyo que tiene la conciencia del hombre, señora."

Sir George cree, en efecto, que la religión es asunto privado y exclusivo de la conciencias, que se trata de algo personal, sin repercusión alguna en la vida social, de algo que no debe exteriorizarse, por ser de mal gusto.
Clemencia, que está secretamente enamorada de sir George, el cual simplemente la corteja como a tantas, responde con prontitud y viveza a las razones de su pretendiente:
"- Yo pensaba al contrario, que no era su secreto, sino su galardón, el que más alto llevaba, el que más recio proclamaba.Sólo concibo dos móviles a esa punible pretensión al misterio o a la reserva: el uno, malo, que es tener en poco sus creencias; el otro peor, que es el no tener ningunas, y ser de esta suerte el silencio, como dice La Rochefoucauld de la hipocresía, un homenaje que la impiedad rinde a la religión. Sabéis que el Dios del universo, cuando a salvar y a enseñarnos vino, dijo entre sus sobrias y santas sentencias que alcanzaban todos los desbarros presentes y futuros del espíritu humano: El que no está por mí, está contra mí."
Clemencia, por esta y otras razones, terminará renunciando al amor de sir George, y casándose con su primo Pablo, con quien comparte creencias y costumbres. Y, por descontado, será este un matrimonio feliz.
Lo que uno se pregunta ahora es si este conflicto novelesco sigue teniendo vigencia ahora, en nuestros días.  
Clemencia se publicó por primera vez en 1852.

lunes, 24 de octubre de 2011

FERNANDO ORTIZ: POESÍA DE UNA VIDA

Resulta siempre grato volver a la lectura, relectura en este caso, de la poesía de Fernando Ortiz. Este libro, Poesía de un vida (Antología 1978-2011) brinda una magnífica oportunidad para hacerlo. Se reúnen, y se resumen, aquí once libros y más de treinta años de constante dedicación al quehacer poético, desde el inicial Primera despedida (1978) hasta este último Miradas al último espejo (2010).
Poesía esencialmente autobiográfica, ningún otro título le cuadraría mejor que éste: poesía de una vida es, en efecto, la de Fernando Ortiz, que gusta de recrearse en esa Sevilla que constituye su particular Arcadia.
Pero que no se engañe el lector: correlato de su biografía, lo que esta poesía explora, a veces implora, a veces deplora, es también cualquier vida, se haya nacido en Sevilla o en Pernambuco.
Sí, siempre resulta grato volver a releer a este poeta que, con desusada modestia, se define a sí mismo como un eslabón "de esa áurea cadena que es la tradición poética y de la que nunca he renegado".





lunes, 17 de octubre de 2011

LA "EVA" DE PÉGUY



Charles Péguy murió en el campo de batalla, el cinco de septiembre de 1914 (hace ahora noventa años que una bala enemiga le alcanzó la frente), pero toda su vida había sido una continua batalla, aparentemente perdida. Abandonado por casi todos, ninguneado por la Academia y por la Sorbona, examinado con escrúpulos desde el Vaticano, condenado por el gran gurú literario, André Gide, viviendo toda su vida en una estrechez económica rayana en la pobreza, sosteniendo durante catorce años el heroico esfuerzo de sacar los Cuadernos de la Quincena, la figura de Péguy se inscribe hoy en el retablo mayor de la literatura francesa contemporánea. No sin olvidos, no sin negaciones, no sin apropiaciones indebidas. Lo reclamaba como suyo la Francia de Pétain, pero el general De Gaulle confesaba haber leído todas sus obras y tenerlo por maestro. Hoy subrayan su importancia y su vigencia gentes como George Steiner o Alain Finkielkraut.

Como todos los grandes poetas verdaderos, Péguy es al mismo tiempo filósofo y pensador. Plantea las grandes cuestiones de la modernidad, y casi ningún tema le es ajeno. Sus innumerables obras en prosa (Clío, Diálogo de la historia y del alma carnal, Nota conjunta sobre Descartes y la filosofía cartesiana, El dinero, Víctor María conde Hugo…) son tan imprescindibles como su grandes poemas: la Presentación de la Beauce a Nuestra Señora, el Pórtico del misterio de la segunda virtud, las Tapicerías…

Como tantos intelectuales en el gozne entre dos siglos, del XIX al XX, Péguy pasa del socialismo al cristianismo, transitando desde la fe decimonónica en el progreso a la fe en Cristo como único y verdadero salvador del género humano. Como Maritain, como Chesterton, Péguy es un converso (aunque él rechazaría el término: simplemente, volvía a las raíces). Entre nosotros, el caso semejante sería el de Unamuno, que también abandona el socialismo juvenil para centrar su lucha, su agonía, en los problemas religiosos. Entre todos los citados hay semejanzas, pero también enormes diferencias. Maritain, por ejemplo, es escolástico y ortodoxo; Péguy, bergsoniano, más bergsoniano incluso que el mismísimo Bergson, no cesará de tener problemas con la ortodoxia y desencuentros con la jerarquía. Con respecto a nuestro Unamuno, las diferencias son aun mayores. En primer lugar, biológicas, por así decirlo. Péguy es más joven (nueve años más joven), pero parece más viejo, porque murió antes: el bilbaíno le sobrevivió veintidós fecundos años. Y todavía otra semejanza: ambos huérfanos de padre, se crían bajo la fuerte influencia de la madre. Pero más importantes son las diferencias de pensamiento y convicciones. Unamuno, en verdad, si hemos de tomar como cifra y testamento de su doctrina su San Manuel Bueno, mártir, nunca recuperó la fe. De ahí su conclusión: si ya no podemos creer en Dios, necesitamos crearlo; Dios es imposible, pero también es imprescindible para sobrellevar el sinsentido de la existencia humana. Es la posición que Lukács denominó, tan atinadamente, “ateismo religioso”. Para Péguy, por el contrario, la fe no es ningún problema. «Es la fe lo que es fácil —escribe en el Pórtico del misterio de la segunda virtud—, y no creer lo que sería imposible. Es la caridad lo que es fácil, y no amar lo que sería imposible. Sin embargo, esperar, he ahí lo difícil.» También se podrían contraponer el acartonado, frío y pedantesco Cristo de Velázquez (la mejor poesía religiosa de Unamuno no está aquí), con la Eva, donde van a la par pensamiento y emoción.

La Eva de Péguy se publicó en diciembre de 1913, ocupando el decimocuarto Cahier de la serie decimoquinta ¡Casi ocho mil alejandrinos repartidos en mil novecientas once estrofas! Decididamente, es demasiado para el lector actual, acostumbrado al gusto del poema breve. Pero no es ese tipo de poema con el que Eva está en relación, sino más bien con el De rerum natura de Lucrecio, o la Divina comedia de Dante, o el Lost Paradise de Milton o La légende des siècles de Hugo, y por tanto no es lectura de una sola sentada, sino de largo viaje. Péguy mismo se refería a Eva como su Iliada, porque, le decía a su amigo Joseph Lotte, «ahí estará todo». Y, efectivamente, Eva es la historia de la humanidad, de la humanidad redimida por Cristo a través del misterio de la Encarnación o del «encarnamiento», en neologismo forjado por el poeta. El texto se abre con un escueto «Jesús habla» y todo el poema será este largo monólogo, que Jesús dirigide a Eva, a quien tiene, en tanto que Jesús es hombre, por su abuela originaria. De la caída a la redención: éste es el esquema teológico del poema. Pero nada de didactismo, de linealidad, como tampoco de capítulos o de partes: como un río, el poema fluye como una sinfonía, a través de repeticiones, de vueltas hacia atrás, con temas («climats» sería la palabra que emplearía Péguy) que se responden, se entremezclan o se enriquecen mediante variaciones continuas.

Distanciándose de la tradición pictórica y poética, Péguy no nos presenta a Eva como una muchacha joven y hermosa sino como «abuela de dedos enflaquecidos», vieja como la humanidad, de la que ha vivido toda su historia. Jesús le habla con ternura, con respeto —al fin y al cabo es su nieto—, a veces también con cierta ironía. Porque en este poema grandioso, épico, trágico, profético, no escasean tampoco las notas de humor. Aquí se encuentran los famosos versos «Hereux ceux qui sont morts pour la terre charnelle…», pero no se puede, como se ha hecho tan a menudo, trocear el poema en ciertos trozos especialmente felices: es preciso leerlo en su integridad. Para no falsear su mensaje.

Traducirlo al español no es imposible. Ya se demostró en los fragmentos impecables de la Antología de Charles Péguy que publicó Adonais el año 1943, firmada por Vicente Pola (es decir, Vicente Gaos, es decir, Vicente Gaos González-Pola: puede leerse ahora en V. G., Traducciones poéticas completas, Valencia, Institución Alfonso el Magnánimo, 1986, vol. 1). El traductor de esta edición parece tener sus dudas: «Conscientes de la imposibilidad de reproducir, ni de lejos —dice—, la belleza de la obra de Péguy, hemos optado por sacrificar el aspecto estético en el ara de la fidelidad.» Pero si se carece de la ambición para traducir poesía como poesía, entonces, ¿para qué traducirla? El resultado es el previsto: una traducción escolar y pedestre, infiel por lo mismo que mutila al texto de su más íntima y primera condición y naturaleza, la de ser un poema. Aunque se ofrece un texto del propio Péguy (o dictado por él) acerca de su obra, tal vez el lector eche en falta una introducción sobre el poema que le sirviese de guía de lectura por este inmenso texto. Al menos, se da el original francés. Pero esto, claro, sólo consolará a los que sepan francés (que, por lo demás, no necesitan de la traducción, sino sólo una eventual consulta al diccionario).

No es preciso compartir las convicciones de Péguy para gustar su poesía (como no es preciso ser comunista para leer a Neruda); lo que sí es indispensable, si se quieren conocer las más incisivas respuestas, o ensayos de respuesta, al misterio del hombre, es leer a Péguy. Todavía no ha pasado. Quizás no pase nunca. La verdadera poesía nunca pasa.

lunes, 10 de octubre de 2011

JAVIER SÁNCHEZ MENÉNDEZ

Poeta, editor, antólogo, Javier Sánchez Menéndez ha publicado los libros Motivos (1983), Derrota y muerte a los héroes (1988), El violín mojado (1991), Introducción y detalles (1991), Última cordura (1993) y La muerte oculta (1996): seis libros en poco más de una década. A partir de entonces sigue un largo periodo de silencio de quince años hasta la reciente publicación de un nuevo poemario, Una aproximación al desconcierto (2011). Ahora, en Faltan palabras en el diccionario (2011) nos entrega una breve pero representativa muestra de su poesía desde el inicial 1983 hasta este 2011, más el anticipo de algunos poemas inéditos de un libro en preparación.
Su poesía nos habla casi siempre en tono coloquial, desparramado y suelto, con toques de surrealismo, ma non troppo, pero su verso adquiere a veces un aire confesional, como sucede en este AHORA APREMIA EL CALOR, donde el poeta parece ajustar cuentas consigo mismo o, más bien, con un ego del pasado:

Acusado en otro tiempo de polémico y confesional,
me he limitado a escribir versos,
a asentar la cabeza en los inconvenientes
y a negar toda duda sobre mi condición 
de hombre cualquiera

Sin embargo existe la certeza
evidente,
que el crítico no es hombre.
Mi persona se fundamenta exclusivamente
en los quehaceres propios de esa condición,
tales como el dormir, trabajar o amar
a una mujer que ya conocen
y le dedican libros.

Ahora apremia el calor y apenas
una brisa de aire por las noches
rodea el cuerpo desnudo de un hombre
que recuperó en otro tiempo la certeza
y la sensatez.


viernes, 7 de octubre de 2011

CARLOS SÁNCHEZ RODRÍGUEZ



Las nóminas están cerradas; los recuentos, hechos; las fotografías, congeladas. Y quien en su momento no salió en la foto o no entró en el recuento ya no cuenta. Es el sino de los poetas tardíos, de los poetas a destiempo, de los que se tomaron su tiempo o lo encauzaron o lo vivieron a su manera, sin tomar demasiado en cuenta los sones generacionales a los que tocaba bailar.
Es muy difícil, por no decir imposible, que Carlos Sánchez Rodríguez (Aracena, Huelva, 1939) vaya a entrar ya en ningún canon, en ningún recuento o balance de los que agora se usan. Menos aún, publicando en ediciones de escasa y muy localizada difusión, como es el caso. Nada de esto debería impedir, sin embargo, que el lector atento, el avisado lector de poesía, pasase por alto este libro excepcional, Tiempo al tiempo, tercera entrega poética del autor. Aquí podríamos decir lo del refrán, que a la tercera fue la vencida. Sus dos entregas anteriores, A estas alturas (1990) y Al socio deseado (2001), destacaban, sí, por su discreción y su corrección, virtudes no tan comunes como se pudiera pensar en la abigarrada muchedumbre de nuestra lírica república.
Pero Tiempo al tiempo es otra cosa. El poeta ha subido, como de golpe, varios peldaños, pasando de una zancada de la discreción conseguida a la gracia otorgada. Y no creemos que se trate de milagro, milagro, ni tampoco, menos aún, de industria, industria, como se decía en el Quijote, sino de algo más sencillo y a la vez más difícil: el encuentro feliz del hombre con el poeta. Carlos Sánchez Rodríguez se ha vuelto hacia sí mismo, y sin autobiografismos complacientes ni localismos coloristas, pero tampoco universalismos vacuos, en una acertada mezcla de correlato objetivo y verdades eternas, hace balance de una vida, de cualquier vida, en este caso vista por y desde sus ojos, por y desde su experiencia, pero universalizada por eso que llamamos tiempo, y que es la misma materia de la que estamos hechos.
El paso del tiempo, su seriedad irresistible, sus caprichos de saltimbanqui, sus mudanzas monótonas, su desembocamiento en el incierto mar de la eternidad o de la nada, es el tema de este libro, cuyo título es ya una advertencia, y por eso los relojes van apareciendo periódicamente, con su marcha acompasada, en sucesivos poemas que dan unidad rítmica y formal al conjunto, sabiamente construido.
Porque estamos ante un libro unitario, que casi podría considerarse un solo poema en varias partes. Pero también ante un libro variado en métrica y en tonos y hasta en vetas temáticas, dentro de ese gran tema que lo vertebra. Encontramos el tono juguetón de “Reloj de cuco”:
El niño boquiabierto
ni pestañea.
“Ahora va a salir. Falta un minuto”
(que, claro, se hace eterno).
De pronto se anticipa
un sonido de muelles.
Se abre –cucú- y se cierra
la ventanita.
Visto y no visto.

Qué larga fue la espera
y qué breve el prodigio.

Pero también el tono meditativo, elegíaco, que no desdeña sin embargo la ironía, de la mayoría de los poemas. “Cementerio” comienza con una analogía insólita:

Se abre la cancela de hierro y, a la vista,
en distintos niveles alineada,
la mayor colección de biografías.

En este cementerio-biblioteca existen, como en la vida, diferencias:

Unas lujosamente encuadernadas
en mármol de Carrara y letras de oro
que mienten “no te olvidan”
e ilustradas algunas con un ángel…

Otras con encuadernación en rústica
tierra de malvas; una cruz anónima
como una daga hincada
en el oscuro pecho del olvido
y el homenaje rojo de un grito de amapolas.

Y, por fin, otras muchas ya descatalogadas
definitivamente del recuerdo.

Esta engañosa variedad de los iguales adquiere un inesperado giro metafísico en el soberbio epifonema, e imagen, que concluye el poema:

En la tarde piadosa, todo ese
sustrato y sedimento,
a través del ciprés, perfora el cielo.

Detenerse en más ejemplos sería hacer esta reseña inacabable, porque no hay un solo tropiezo o caída en Tiempo al tiempo, libro de plena madurez poética y vital, que mezcla sin disonancia el coloquialismo con la cultura. A José María Morón, por citar otro poeta onubense, le bastó un solo libro, el celebérrimo Minero de estrellas (1933), para pasar a la dudosa posteridad. A Carlos Sánchez Rodríguez le queda aún tiempo      –tiempo al tiempo- para escribir nuevos libros. Pero sólo con éste le bastará para quedar, no sé si en el canon-arcano, pero sí en la memoria agradecida de los buenos lectores de poesía.
(Por si gustan, les dejo las señas adonde pueden dirigir sus pedidos: c./ Cruz de Mármol, 16 (21200 - Aracena), o bien islamoya@wanadoo.es: se harán con una primera edición que un día puede valer lo suyo).

domingo, 2 de octubre de 2011

RODRIGO OLAY

Rodrigo Olay acaba de llegar a la poesía española, y todo parece indicar que ha llegado para quedarse. Con veintidós años publica su primer libro, Cerrar los ojos para verte, un verdadero muestrario de su saber y de sus posibilidades. Lo que sorprende, ante todo (y no debería, pero en fin, tal y como está el panorama...) es que traiga sus clásicos bien aprendidos, sus deberes hechos (con la métrica, ante todo). Y que aporte, con todo, una voz personal.
¿Que se trata de un primer libro, o que una primera golondrina aún no trae el verano? Bien, tiempo al tiempo. Y la poesía de Rodrigo Olay, ahora quizás demasiado pegada a modelos y maestros, a interxtualidades y erudiciones, se irá descubriendo a sí misma en lo más personal e intransferible. En versos como, por ejemplo, estos:

ANTÍDOTO CONTRA LA MUERTE

Tras una noche contigo
ni a solas estaré solo
aunque tú ya te hayas ido.