Muerto y sepultado, con una curiosa mezcla de sobriedad y de espectacularidad, Juan Pablo II no ha desaparecido del todo de este mundo. Queda su legado, su doctrina, su ejemplo, su recuerdo. Quizás su santidad. Porque este Santo Padre ha sido, como ha proclamado el vulgo espontáneo, una padre santo. Después de aquel intelectual dubitativo y trágico que fue Pablo VI, el Papa Wojtila ha gobernado con pulso firme y sereno la nave de la Iglesia por los agitados mares de los asenderados tiempos que corren. Lo que menos se puede decir de él es que perdiera el norte. El norte de la fe.
Claro que también ha tenido y tendrá sus críticos, dentro y fuera de la Iglesia. Algunos de mis amigos progres -que son la mayoría, aunque los católicos sean la menor porción- me dicen de él que ha llenado los estadios y ha vaciado las iglesias. Gran frase lapidaria. No sé que justificación estadística pueda tener. Habría que hilar más fino. ¿Desde cuándo desciende el número de católicos practicantes, desde este Papa o la cosa viene de antes? ¿A qué se llama católico practicante, sólo al que va a misa o frecuenta los sacramentos? ¿Cómo se casa esto con el auge de las cofradías y hermandades y otras manifestaciones de religiosidad popular?
En cualquier caso, algo de razón llevan estos críticos. Escuchar una homilía en cualquier parroquia puede ser decepcionante. Suelen carecer de almendra teológica y, por supuesto de estilo literario. Se ve que los curas de ahora, en su mayoría, ignoran la teología y la filosofía, amén de los rudimentos de la retórica, por no decir de la de la otrora llamada oratoria sagrada. Y no es que crea yo que las homilías deban ser conferencias universitarias, pero, acaso no estaría de más una cierta dignidad intelectual, sin olvidar la vis, la pasión, el movere de la retórica clásica. La Iglesia no es una ONG que predique el "buenismo" profesional.
Pero, en fin, tiempo habrá más adelante de hablar de todo esto. Ahora estamos en tiempos de sede vacante.
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