Los profesores de español para extranjeros hacían repetir a sus alumnos la frase "la lluvia en Sevilla es una maravilla". Por lo visto, era un magnífico ejercicio para aprender a pronunciar la elle. Pero, sí, la lluvia en Sevilla es una maravilla. Como lo es la nieve en Granada, el sol en Rota o el frío en la Sierra de Aracena. La lluvia en Sevilla es, en los últimos tiempos, un huésped insólito, una cosa rara, un don de Dios en esta época en que Dios -por alguna razón- se prodiga muy poco. Esos letreros de "hasta aquí llegó el agua el año tal", esas fotografías de barcas por la Alameda de Hércules, esas riadas de otros tiempos ya son definitivamente eso, cosa de otros tiempos. Ahora la lluvia cae con más mansedumbre, más esporádicamente, más muy de vez en cuando. Como tímida. Pero, cuando cae, lo que se dice caer, varios días seguidos, y no un visto y no visto, la lluvia en Sevilla, se mire por donde se mire, es una maravilla.
Por descontado que trae incomodidades, atascos, percances (como el de ese motorista que resbala y cae por mor de la película grasienta y húmeda que se ha ido formando sobre el asfalto). Pero qué alegre sonido el de las gruesas gotas golpeando los adoquines con fuerza. Qué alegría mirar al cielo y verlo encapotado, plomizo, negruzco, sin una brizna de sol que rompa la armonía de los grises. Cuando, en medio de la calle, nos sorprende un chaparrón súbito, un no sé qué de aventura embarga nuestro ánimo, porque nos sentimos, a pesar de nuestras tecnologías y nuestros inventos, como el hombre de tiempos remotos, al albur de las incidencias naturales, a merced de los elementos. Desprevenidos, sin paraguas, vestidos de secano, ¿dónde nos cobijaremos? Con un poco de suerte, habremos corrido hasta los soportales de la calle Alemanes o de la plaza del Salvador. Y desde allí veremos la cortina de agua -a ratos densa y tupida, a ratos fina y menuda- caer con misericordia sobre los caballos, sobre las palomas, sobre las fachadas, sobre las espadañas y los arbotantes, sobre los transúntes apresurados. Un manto de agua cae sobre la ciudad, húmeda y chorreante, con cristales de luz por todas partes. Los días de lluvia son días alegres para todos -para los colegiales, para los aceituneros y hortelanos, para los poetas y los oficinistas..-, menos para los albañiles que a lo mejor pierden el jornal o las amas de casa que no saben dónde tender la ropa de la colada. Si será dura y larga la seca que venimos padeciendo que ya, hasta los presentadores de la sección meteorológica de los informativos se han acostumbrado a decir que se aproxima el buen tiempo cuando una borrasca gruesa amaga por el Atlántico.
Lo que uno teme es que la lluvia no dure mucho, que el sol vuelva a castigarnos con su luz deslumbrante, cegadora y terrible. Pero, en fin, mientras llueve, los ojos descansan, los campos se empapan, los pantanos se rehacen, el aire se limpia, el polvo se diluye, los ríos corren, los charcos divierten a los niños y desesperan a sus madres. Mientras llueve dura la maravilla. Y la maravilla es fugaz, es lo que se sale de la norma, lo que dura poco. Así que mientras llueve gocemos de esta maravilla que es, sin duda, y como saben bien los fonetistas, la lluvia en Sevilla.
(De un artículo antiguo, quizás de 2000, y creo que inédito, pero que viene bien ahora, cuando hay lluvia en la calle y sequía en mi cabeza).
Por descontado que trae incomodidades, atascos, percances (como el de ese motorista que resbala y cae por mor de la película grasienta y húmeda que se ha ido formando sobre el asfalto). Pero qué alegre sonido el de las gruesas gotas golpeando los adoquines con fuerza. Qué alegría mirar al cielo y verlo encapotado, plomizo, negruzco, sin una brizna de sol que rompa la armonía de los grises. Cuando, en medio de la calle, nos sorprende un chaparrón súbito, un no sé qué de aventura embarga nuestro ánimo, porque nos sentimos, a pesar de nuestras tecnologías y nuestros inventos, como el hombre de tiempos remotos, al albur de las incidencias naturales, a merced de los elementos. Desprevenidos, sin paraguas, vestidos de secano, ¿dónde nos cobijaremos? Con un poco de suerte, habremos corrido hasta los soportales de la calle Alemanes o de la plaza del Salvador. Y desde allí veremos la cortina de agua -a ratos densa y tupida, a ratos fina y menuda- caer con misericordia sobre los caballos, sobre las palomas, sobre las fachadas, sobre las espadañas y los arbotantes, sobre los transúntes apresurados. Un manto de agua cae sobre la ciudad, húmeda y chorreante, con cristales de luz por todas partes. Los días de lluvia son días alegres para todos -para los colegiales, para los aceituneros y hortelanos, para los poetas y los oficinistas..-, menos para los albañiles que a lo mejor pierden el jornal o las amas de casa que no saben dónde tender la ropa de la colada. Si será dura y larga la seca que venimos padeciendo que ya, hasta los presentadores de la sección meteorológica de los informativos se han acostumbrado a decir que se aproxima el buen tiempo cuando una borrasca gruesa amaga por el Atlántico.
Lo que uno teme es que la lluvia no dure mucho, que el sol vuelva a castigarnos con su luz deslumbrante, cegadora y terrible. Pero, en fin, mientras llueve, los ojos descansan, los campos se empapan, los pantanos se rehacen, el aire se limpia, el polvo se diluye, los ríos corren, los charcos divierten a los niños y desesperan a sus madres. Mientras llueve dura la maravilla. Y la maravilla es fugaz, es lo que se sale de la norma, lo que dura poco. Así que mientras llueve gocemos de esta maravilla que es, sin duda, y como saben bien los fonetistas, la lluvia en Sevilla.
(De un artículo antiguo, quizás de 2000, y creo que inédito, pero que viene bien ahora, cuando hay lluvia en la calle y sequía en mi cabeza).
7 comentarios:
Refrescante y precioso artículo. La lluvia como símbolo de la melancolía es algo muy norteño que algunos andaluces repiten como loros de biblioteca. Con sólo abrir los ojos, para nosotros, como tu artículo, es una maravilla.
Con razón le hacía pronunciar la frasecita de marras el repelente profesor Higgins a Eliza Doolittle, en la versión española de la célebre adaptación de Pygmalion, que rodara George Cukor bajo el título de My Fair Lady. Hiperefectiva construcción fonética para agilizar la lengua...
Aquí la versión original inglesa.
El artículo es muy bueno, a punto de desbordarse a veces, por los bordes de la poesía, pero con un fondo profundo y novedoso, si se me permite también a mí el barroquismo.
¿No sería del 94? En la sequía de aquel año, mucho peor que la de ahora, tenía yo de huéspedes en casa a un par de Erasmus, y recuerdo su estupor cuando por fin llovió: pensaban que eso en Sevilla no ocurría nunca.
(Creo recordar que yo también escribí entonces un articulito en el mismo tono, pero sería infinitamente peor)
Otra traducción posible, más patriótica:
La lluvia en España
cae siempre en la montaña
La lluvia en Sevilla es una más de sus proverbiales hipérboles. Es que no está hecho el txirimiri para los turdetanos de esta orilla.
Qué lindo artículo! Qué ganas de ir a Sevilla...
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