«Los rojos no usaban sombreros», avisaba en el Madrid recién tomado por los nacionales un avispado bonetero. Pero ni así. La gente había comenzado a dar de lado a las prendas de cabeza, cuyo desuso –el de las prendas pero también el de las cabezas– se empezó a notar ya en la guerra civil. En una guerra, los combatientes –que son los que imponen la moda, y los modos, del momento– gastan gorros cuarteleros, cascos de acero o, todo lo más, boinas y gorrillas de visera. Nadie va a pegar tiros a una trinchera tocado con una mascota o un sobrero de ala ancha, pongamos por caso (aunque en nuestra guerra civil, hasta eso sucedió). Comunistas y falangistas se trataban de camarada, no de señor, y gustaban mucho de ataviarse con monos azules de trabajo. Además de correajes de cuero y abundancia de brazaletes e insignias. Y, por supuesto, no usaban sombrero, ni los rojos ni los azules (en eso se equivocó el avispado comerciante madrileño). Lo burgués resultaba odioso y execrable, por lo menos de labios afuera, o de telas afuera, mejor dicho. Y el sombrero es la prenda burguesa por excelencia.
La única prenda de cabeza que sobrevivió, y de mala manera, a la vorágine rojiazul fue la boina. No creo que esto se debiera al hecho de que formase parte del uniforme requeté, ni, menos todavía, a que Franco se hubiese hecho retratar con una boina roja culminando el uniforme sincrético de su Movimiento Personal. Creo que la boina pervivió en los lugares donde su uso era tradicional, como en Vasconia y aledaños y en casi toda la España rural. La boina era definitivamente una prenda rural, en una España que se desruralizaba a pasos agigantados. La boina era la prenda del cateto. Todavía, calada hasta las cejas, le sirve a algún humorista para componer la acreditada figura del rústico bobo. Cuando alguien propugnaba la apertura mental a las nuevas ideas que soplaban de Europa, solía emplear la metáfora de la boina: «Hay que quitarle la boina a España», decían.
Así que yo nací, allá por los cincuenta, en una España destocada. Siendo niño, las únicas mascotas que veía eran las del cine –qué bien le sentaban a Humphrey Bogart– o las de los señores muy mayores y antiguos. Pero –cosa extraña en aquel contexto– mi padre usaba boina. A mí eso siempre me llamó mucho la atención, porque la boina de mi padre no era una boina corriente. La que gastaba la mayoría de la gente era breve, ajustada, semiesférica, como un solideo en negro y algo grande. En cambio, la de mi padre, de tamaño mayor que las otras, tenía vuelo y era flexible y moldeable. En realidad, más que boina mi padre usaba txapela, lo que le daba un aspecto vascoandaluz bastante original. Pero él no la llamaba así, ni tampoco boina, sino boína, con acento en la í, que es como suele llamarse a esta prenda en Andalucía. Se la colocaba en septiembre y no se la quitaba hasta mayo. Como era calvo, la boína debió de resultarle indispensable para protegerse del frío y de la lluvia, sobre todo cuando, a lomos de su moto Guzzi, iba o volvía de sus quehaceres. Con el tiempo, la txapela de mi padre fue haciéndose todavía más original y rara, porque ya –a fuerza de planes de desarrollo, de emigración a Europa y de modas multicolores que se sucedían velozmente– ya casi nadie usaba boina, fuese del tipo que fuese. Pero él siguió fiel a la prenda y, de hecho todavía la sigue usando, según el calendario acostumbrado.
No hace mucho, tuve que viajar a Berlín en pleno invierno. Como –jugadas que te juega la genética– también yo me he quedado calvo, le pedí prestada una de sus boínas. Me dejó la más nueva, que reserva para los días de fiesta. Puedo jurar que en Berlín descubrí los impagables servicios de la boína. El tiempo era variable: nunca salía el sol, pero unas veces llovía, otras ventiscaba y jamás el termómetro subía de los cero grados. Y a todo se adaptaba de perlas la boína. Como es impermeable, sustituye a la perfección al paraguas, esa prenda tan olvidadiza y engorrosa. Como es de lana, mantiene calentitas las ideas que bullen bajo el cráneo mondo. Como es flexible, se puede guardar en el bolsillo al entrar en un local, sin miedo a dejársela olvidada en el perchero del establecimiento. Como es chata y además se ajusta casi herméticamente a la cabeza, no hay riesgo de que el viento se la lleve, como suele ocurrir con los sombreros. Desde entonces, he incluido la boína en el inventario de mi guardarropa de invierno. Y la suelo usar con frecuencia, no sólo en los viajes a tierras más frías, sino en los días desapacibles en que la sureña ciudad en la que vivo no resulta tan cálida como quiere el tópico. Sé que no está de moda –sólo los militares la han recuperado en la última edición de su uniforme– pero abriga y protege. Cuando siento su calorcillo sobre la calva, no pienso en Baroja –que la llevaba– sino en Azorín, que dijo aquello de que vivir es ver volver. ¿Estaré yo profesando, tal vez sin darme cuenta, al tocarme la cabeza con una boina como la que usa mi padre, las peligrosas teorías sobre el eterno retorno que propugnaba Nietzsche? ¿Habré regresado al regazo de alguna rancia tradición? Al calarme la boina –aunque no desde luego hasta las cejas–, ¿no estaré cerrando mi cerebro a la modernidad, tal como temían los progresistas de antaño? Me tranquiliza comprobar que los rojos, azules, verdes, amarillos y entreverados de cualquier pelaje se ponen hoy en la cabeza lo que les viene en gana, sin obligatoriedad ni uniformidad alguna y sin que ningún avispado comerciante les coarte ideológicamente. Me tranquiliza, en fin, poder usar la boina por pura y simple conveniencia práctica, sin más, sabiendo que, después de eso, el resto es literatura. Sólo literatura.
Nota en 2006: Este artículo se publicó hace años en El Correo de Andalucía, pero no recuerdo cuántos, ni me apetece consultarlo ahora. Algo ha llovido, desde luego. Debo advertir que ya no uso boína. La gente me miraba con recelo y desconfianza, o al menos esa sensación tenía yo. Debían de pensar que era vascongado, ergo terrorista. Así que decidí no usarla. Hasta eso nos han robado los bandoleros del hacha y la serpiente.
8 comentarios:
Me alegro de que hayas recuperado ese artículo: es muy bonito. Triste y bonito. Aquí en Galicia la boina no la lleva nadie, pero cuando vuelvo por Castilla me gusta ver que se la siguen poniendo algunos viejos.
Por si ambos usos estuvieran relacionados —que puede ser—, hago el propósito de volver a cubrir mi cabeza con un sombrero.
Cierto que por aquí abajo se dice boína y no se me ocurre por qué.
1-Por pereza, para evitar el esfuerzo fónico de la sinalefa, dice el tópico.
2-Para padelear todas las letras, dice el populista.
3-Para dibujar, justo en medio, el rabito de la boína, dice el poeta vanguardista.
Hace años, me contaron, y tengo dudas de si no se trata de una anécdota apócrifa, que unos grandes almacenes anglosajones (no recuerdo si ingleses o americanos) hicieron una campaña de promoción por la cual ofrecían un sustancioso regalo al primero que pidiera un objeto de uso común que no tuvieran en sus almacenes. La oferta promocional la ganó un español, que pidió una boina.
La mención a Azorín, de quien soy viejo admirador, me hace dudar: ¿Luis de Vargas o Félix Vargas?
Argantonio, gracias por la anécdota. Por cierto, en Wikipedia hay un artículo muy curioso sobre la boina. También con una anécdota que protagonizan Göbbels, Serrano Suñer y el mismísimo Hitler.
A Mora-Fandos: quizás no sea Azorín, sino Juan Valera...
Si no estoy equivocado, la frase publicitaria "Los rojos no usaban sombrero" no era madrileña, sino sevillana, de Padilla Crespo, que tenía su sombrerería en La Campana, al lado de donde estuvo el Bar Pinto. En cuanto a la boina, es mucho más eficaz contra la lluvia que el elegante paraguas británico.
Pues espero que te agrade Pepita Jiménez. Ya me dirás.
Azorín es un escritor que releo periodicamente. Es un soplo de aire fresco, un vaso de agua cristalina.
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