Pero no era un escritor, se me dirá tal vez, tan sólo un erudito, un sabio si se quiere, un polígrafo, el polígrafo montañés, según la reiterada y socorrida perífrasis antonomástica, y toda erudición, como él mismo había dicho, lleva grabada su fecha de caducidad… Y sin embargo, sí, firmemente está uno convencido de que don Marcelino era, ante todo y sobre todo, un escritor. Un soberbio escritor. Entienden algunos que escritor es aquel que escribe novelas, dramas o poemas. Para mí, escritor es aquel que dialoga en voz alta —quiero decir: en letra impresa— con la tradición. Dialogar quiere decir escuchar, atender, recibir, pero también razonar, hablar, poner nuevos datos y argumentos sobre la mesa. A través de sus novelas, Pérez Galdós, Clarín, Alarcón, Valera, Palacio Valdés o Pardo Bazán armaban un discurso sobre la España contemporánea; Menéndez Pelayo hacía lo mismo a través de la erudición, del ensayo, de la crítica.
No era un gramático, sino un estético. Despreciaba, o apreciaba poco, o quizás fuera mejor decir que apreciaba en su justa medida, las cominerías del filólogo, siendo así que era él un consumado y pertinaz revolvedor de archivos, códices y cartapacios. Por eso, para historiar nuestra literatura, se decide antes, y como paso necesariamente previo, a hacer la historia de las ideas estéticas. Por eso, en su temprana juventud, comienza fijando posiciones estéticas, que sustancialmente no variará jamás. Su crítica es siempre crítica artística, literaria, no lingüística, ni filológica, ni gramática, ni pedantesca.
Lo que a primera vista primero sorprende de Menéndez Pelayo es la precocidad de sus talentos, la vastedad de sus lecturas, el inmenso caudal de su erudición, pero no es eso lo esencial ni lo más importante, ni desde luego lo perdurable de su obra. Azorín, en un artículo escrito poco después de su muerte, sentenciaba: «Cuando se haga un estudio desapasionado de Menéndez y Pelayo habrá que contar sus grandes excelencias, pero habrá que decir otras cosas. Habrá que decir que su estilo es más oratorio, prolijo y redundante que analítico y de menudas pinceladas, sobrio y preciso; que le ha faltado amor a las manifestaciones nuevas de la estética; que, en suma, su crítica ha sido erudita, enumerativa, y no interna, interpretativa, psicológica.» Doce años más tarde, en 1924, Azorín evoca la figura del maestro con muy distinto tono, exactamente el contrario: «Menéndez y Pelayo —dice ahora el de Monóvar— no es un autor muerto; su prosa y sus obras están vivas, y su estilo, admirable, es como un venero donde hay que ir constantemente en busca de riqueza.» Y es que Menéndez Pelayo suscitaba la polémica, la adhesión o el rechazo, desde el primer momento. Y hasta el final. Aún estaba caliente su cadáver, y un juvenil Andrés González Blanco informa: «Yo recuerdo que en estos días subsiguientes a la muerte de Menéndez Pelayo se dijo con desdén que, así como el maestro guardaba con amor un libro viejo, así nosotros los jóvenes guardaríamos los suyos como libros viejos también que ya no queríamos leer…» Y es que el vaivén comenzaba, de críticas acerbas y elogios desmedidos, donde no es fácil deslindar los campos. La apoteosis del llamado polígrafo montañés parece llegada, o renovada, cuando, en los años de la postguerra, el franquismo simuló, en bien urdida operación de imagen, que alzaba a don Marcelino a la categoría de intelectual de guardia, con la Edición Nacional de sus obras y otros fastos y liturgias. No extraña que un atrabiliario y apresurado Luis Cernuda le retratase por entonces en el poema “Góngora” de Cómo quien espera el alba con aquel vitriólico verso de «el montañés henchido por sus dogmas». Pero un más ecuánime Enrique Díez-Canedo, e igualmente desde el exilio, denunciaba la apropiación indebida de su figura por uno de los dos bandos, y el intento de hacerle entrar, como con calzador, en la pugna (que, por otra parte, don Marcelino no pudo ni intuir, pues había fallecido en 1912), «representando a una facción, a él, que pudiera ser piedra angular y cifra perfecta de un entendimiento entre todas». Pero de todo esto estamos hoy muy lejos.
Hoy quizás, a Menéndez Pelayo se le lee muy poco y se le tiene por cosa del pasado, sin ninguna influencia ni interés para el presente. La polémica sobre si era o no poeta, en la que terciaron muchos, entre ellos Clarín, ya no interesa a nadie. En vano Andrés González Blanco resaltaba la buena hechura de unos versos:
Puso Dios en mis cántabras montañas
auras de libertad, tocas de nieve,
y las venas del hierro en sus entrañas…
o la veta amorosa de Remember, Sus ojos, o de los versos a Epicaris y a Lidia, o la celebridad de su Epístola a Horacio:
Yo guardo con amor un libro viejo,
de mal papel y tipos revesados…
Todo en vano, porque nadie habla ya en serio de Menéndez Pelayo como poeta, ni nadie lo antologa (salvo alguna excepción, como la de Jorge Urrutia). Claro que él mismo se había jubilado como poeta, desde muy pronto (como se apartó en un momento dado del amor), para dedicarse full time a su titánica empresa.
Y, sin embargo, hay un poeta en Menéndez Pelayo, que no sólo está en sus versos, sino en su prosa, y sobre todo, en su viva sensibilidad y en su genial intuición para valorar la obra de los demás, antiguos y modernos. Precisamente porque no era sólo un mero bibliófilo ni un atiborrado erudito, sino que poseía en alto grado dotes de comprensión poética, es por lo que Dámaso Alonso destacó lo que le hace más perdurable y le mantiene imprescindible todavía hoy: «Para mí —decía Dámaso— Menéndez Pelayo fue un gran estilista... Porque entiendo por estilista el hombre que logra conllevar rápida y directamente las intuiciones, las ideas y los sentimientos que desea a la mente del lector. Menéndez Pelayo, como crítico, ante una obra literaria, con un instinto prodigioso sabía apoderarse (quizá entre cientos de páginas o versos) de lo más característico, de lo más intenso, y presentarlo al lector y ofrecerle las épocas, los hombres, los modos y modas literarias, los rasgos de una obra, de tal manera concentrados y potencializados, que penetran en el cerebro y nunca se olvidan.» Y añadía el autor de Hijos de la ira (creo que la valoración es definitiva): «…tuvo una extraña potencia: la de “plasmar” rápidamente sus lecturas. Su talento crítico estaba en la iluminación, en la rapidez de intuición conjunta de enormes zonas exploradas, en la constante fluencia de la justa expresión.» Y Dámaso no hacía sino coincidir con Guillermo de Torre cuando éste remarcaba lo medular y permanente de su obra: «el nervio vivo de su estilo» y «la hondura de su penetración artística».
Es verdad que quizás no comprendió a Bécquer, que no seleccionó ninguna de las de Rosalía en sus Cien mejores poesías líricas, que sólo algo tardíamente supo reconciliarse con la lírica de Heine... Pero no se le puede pedir todo a uno. «Al hablar de literatura contemporánea, yo vengo como caído de las nubes», dijo una vez, con modestia algo exagerada, pero no demasiado.
A los jóvenes actuales, el nombre de Menéndez Pelayo tal vez les suene a rancio, a caverna, a cosa carca y amojamada, completamente anacrónica. Un señor que defendía la Inquisición… Pero que también fue de los pocos que defendió la frustrada candidatura de una mujer, la Pardo Bazán, para su ingreso en la Real Academia, frente a tanto artrítico machista, o la de un heterodoxo como Galdós, de quien supo ser amigo «a pesar de nuestra pública y notoria discordancia en puntos muy esenciales», y a quien él mismo recibió con un, todavía hoy, imprescindible discurso.Y pocos como él, que alardeaba de «español incorregible», se acercaron con tanto amor y tanta comprensión a la lengua y cultura catalanas.
Si Menéndez Pelayo es escritor, y no sólo por el estilo, es por su vida. Por su leyenda. Desterremos infundios, como el de su supuesta, indemostrable e inverosímil dipsomanía. Su leyenda está en otra parte. En sus amores, tan frívolos como trágicos. En sus duelos y hasta cachiporrazos (es fama que partió un paraguas en las espaldas de Cotarelo). En sus distracciones de sabio, en su incapacidad para la vida cotidiana, en su bohemia de tertulia aristocrática y académico solterón. En su extraña y paradójica, o no tan paradójica ni extraña, conciliación entre paganismo y catolicidad. Pero, sobre todo, en su titanismo, por el que acabó sucumbiendo cuando apenas había cumplido los cincuenta y seis años. Así, «El Titán», se titulaba el artículo que sobre el santanderino publicó en La Nación de Buenos Aires Guillermo de Torre. El Titán de los libros. El Hombre que Lee, y a esta pasión, la de leer, la de hablar con los muertos y algunos pocos vivos, lo sacrifica todo. Vida sedentaria y antihigiénica; paseos, sí, pero en tranvía… y leyendo. Leía hasta mientras dormía, que dijera Clarín, aunque más exacto fuera decir que leía… cuando debería dormir. De ahí los raudales de café que ingirió, como Balzac, toda su vida. Su cuerpo, al fin, tan maltratado, se derrumbó: «Qué lástima tener que morir cuando me faltaban tantas cosas que leer». Y es ésa otra frase para marmorizar su leyenda. Guillermo de Torre lo llamó Titán, el Titán de los Libros. Su madre, menos letrada que el crítico ultraísta, le llamaba el insensato. Era ella la que, siendo aún niño, le apagaba o le escondía las bujías para que no leyese de noche, la que le aconsejaba que se casase, que no trabajase tanto, que no fuera tan insensato. Y algo de insensatez hay en el hombre que se entrega tan encendida, tan exclusivamente a una sola pasión. O algo de titánico, que todo es según y conforme. Hay cosas tal vez que no se deciden, que nos vienen rodadas o empujadas por los tercos y lentos bueyes del carro de la fortuna, próspera o adversa, aunque creamos que la decisión la tomamos nosotros. Menéndez Pelayo es, sí, un sabio de novela, o de leyenda, o de tragedia. Un sabio con sangre, aunque la sangre se le fuera trasfundiendo en tinta, esas manchas de tinta en la cama de su cuarto en la madrileña Fonda de las Naciones.
Sus ojos nunca necesitaron de espejuelos, a pesar de tanto haber fijado la vista en manuscritos e impresos. Sus ojos oscuros, algo saltones, vivísimos hasta el final, aún nos miran. Desde el grabado de Bartolomé Maura, el catedrático a los veintidós años, desde la fotografía en el jardín de los duques de Villahermosa, desde el retrato de Kaulak, ya encanecido, desde el óleo de Sorolla, que lo pinta orondo y jovial, niño viejo o viejo aniñado. Nos miran desde el pasado, cierto, y de un pasado cada vez más lejano. Leer a Menéndez Pelayo es empresa que arredra: basta contemplar, puestos uno tras otro, los sesenta y seis nutridos volúmenes de sus obras completas en la llamada edición nacional, más los veintitrés de su epistolario. No hay que leerlos todos, tal vez necesitaríamos hoy unas obras selectas, o una antología generosa pero bien escogida y, desde luego, actualizada. Que no la hay, que quizás no vaya a haberla, porque Menéndez Pelayo parece haber entrado en la categoría de los raros y curiosos, de los olvidados, de los preteridos cuyos libros no se encuentran sino en rastros y almonedas, en librerías de lance y en las bibliotecas comidas de ratones.
No sé si aconsejar el titanismo, o la insensatez, pero si de algo estoy seguro es de que Menéndez Pelayo hizo de la erudición una novela: la novela de España. Y de su vida, un drama: el del gigante vencido por los enanos. Se lamentó, al morir, tan sólo de lo que le quedaba por leer. Borges lo dijo después de otra manera, al contemplar, o al palpar, los volúmenes de la biblioteca: «alguno habrá que no leeremos nunca». Y esa es la tragedia, la tragedia titánica de tantos letraheridos lectores, como aquel Marcelino, el insensato (según le llamaba su mamá de él).
[Publicado en Galería de Retratos, selección y prólogo de Fruela Fernández, Gijón, Llibros del Pexe, 2004]
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