[Renoir, La lectora, 1875]
La pobreza de nuestro lenguaje consiste en que no contamos con una palabra para cada cosa. Y por eso, casi siempre, la misma palabra vale igual para un roto que para un descosido y, cargada de ambigüedad y de polisemia, la echamos a rodar por el ancho mundo vago de vagas sombras platónicas. Amor, por ejemplo, es palabra multidireccional, que no sólo no significa sino que ni siquiera suena igual según quién la pronuncie, y según en qué circunstancias. En general, las grandes palabras, como justicia, libertad, progreso, Dios… necesitan, para ser explicadas y concretadas, no ya una entrada en el diccionario o en la enciclopedia, sino de gruesos libros y hasta de vastas bibliotecas para perfilar su sentido y reducir o delimitar su alcance, su verdadero y proteico y escurridizo significado.
Lo mismo ocurre con la palabra leer. Un verbo éste, leer, que aparentemente no ofrece mayor dificultad para poder acotar su significación.
Pero ya, en el diccionario mismo, empiezan las dificultades. Prescindiendo de los sentidos figurados, como “leer la palma de la mano” o “parece que me has leído el pensamiento”, nos encontramos con la primera acepción recta: “Pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados”. ¿Es eso leer? Claro. Lo que pasa es que leer es, o puede ser, bastante más que eso. La definición del diccionario vale para cualquier texto impreso, lo mismo el Quijote que el manual de instrucciones de la lavadora o el prospecto explicativo de un fármaco. Es una definición mecánica y superficial, y también una definición insuficiente, porque, aparte de dejar fuera a los ciegos, que no pasan la vista sino los dedos, ¿qué querrán decir con eso de “la significación de los caracteres empleados”? ¿Que se entienden las letras juntas, o sea, que la m con la a, ma? ¿Que se entienden las palabras? ¿Las frases? ¿El texto en su totalidad de intención? ¿Y hasta qué punto se comprende el texto y cómo se puede medir el grado de comprensión que alcanza un determinado lector? Supongo que aquí entra la variante que pudiéramos denominar “dificultad objetiva del texto”. Habrá textos sencillos, transparentes, porque apenas contengan ninguna dificultad léxica, sintáctica o conceptual. Otros, por el contrario, resultarán difíciles, comola Fenomenología del Espíritu, la Crítica de la Razón Pura , el Ulises de Joyce o el Polifemo de Góngora. O, por poner ejemplos más actuales, cualquier poema de Gamoneda o de Olvido García Valdés.
La dificultad objetiva del texto no es cosa baladí, sobre todo cuando se trata de la cuestión de la lectura en la enseñanza. Ahora sabemos, según nos advierten informes y estadísticas de organizaciones internacionales, que nuestros estudiantes apenas si comprenden lo que leen. Pero habría que saber qué leen, es decir, cuán fáciles o difíciles son los textos que se les dan a leer. Por lo que uno va viendo en las aulas, que para eso es del gremio, cualquier novela de la generación del 98 se les hace ya cuesta arriba a nuestros adolescentes (a un no pequeño número, por lo menos), y se quejan, se me quejan, de que les hago leer cosas muy difíciles y antiguas. De leer el Cantar de Mio Cid en su texto original, por supuesto, ni hablamos. Veo que cada vez más profesores de eso que un día se llamó enseñanza media, y que ahora no es más que una enseñanza primaria con pretensiones (y con pocos resultados, claro: para este viaje no hacían falta alforjas) se inclinan por los clásicos modernizados o arreglados en versiones jibarizadas e incluso por la “literatura juvenil”, sea eso lo que sea. Yo, por el momento, resisto. Y no soy el único.
Pero no siempre la dificultad objetiva del texto es el único obstáculo que se levanta ante el lector. Porque leer, según el diccionario, presenta otra acepción: leer es también “entender o interpretar un texto de determinado modo”. Es decir, que leer, sobre todo cuando de un texto humanístico o literario se trata, supone interpretación y crítica por parte del lector. El lector no es pasivo, no es tabula rasa, sino alguien que descifra, relaciona, coteja, re-crea de algún modo el texto. Julio Cortázar puso de moda la abracadabrante distinción entre el “lector hembra” y el “lector macho”. Luego, ante las airadas protestas de las feministas, y ante las sordas sonrisas de los que saben, tuvo que cantar la palinodia. El lector hembra era aquel que quería simplemente que le contaran una historia, y dejarse seducir, embrujar, raptar por ella. En cambio el lector macho (se supone que el lector ideal de la cortazariana Rayuela) era aquel que recreaba el texto, lo construía y era así algo como coautor. Ni que decir tiene que Cortázar no hacía más que hacerse eco de las novedades parisinas del estructuralismo y la deconstrucción, cuyas luminarias más célebres, por más osadas, fueron Foucault y Derrida.
(To be continued)
La pobreza de nuestro lenguaje consiste en que no contamos con una palabra para cada cosa. Y por eso, casi siempre, la misma palabra vale igual para un roto que para un descosido y, cargada de ambigüedad y de polisemia, la echamos a rodar por el ancho mundo vago de vagas sombras platónicas. Amor, por ejemplo, es palabra multidireccional, que no sólo no significa sino que ni siquiera suena igual según quién la pronuncie, y según en qué circunstancias. En general, las grandes palabras, como justicia, libertad, progreso, Dios… necesitan, para ser explicadas y concretadas, no ya una entrada en el diccionario o en la enciclopedia, sino de gruesos libros y hasta de vastas bibliotecas para perfilar su sentido y reducir o delimitar su alcance, su verdadero y proteico y escurridizo significado.
Lo mismo ocurre con la palabra leer. Un verbo éste, leer, que aparentemente no ofrece mayor dificultad para poder acotar su significación.
Pero ya, en el diccionario mismo, empiezan las dificultades. Prescindiendo de los sentidos figurados, como “leer la palma de la mano” o “parece que me has leído el pensamiento”, nos encontramos con la primera acepción recta: “Pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados”. ¿Es eso leer? Claro. Lo que pasa es que leer es, o puede ser, bastante más que eso. La definición del diccionario vale para cualquier texto impreso, lo mismo el Quijote que el manual de instrucciones de la lavadora o el prospecto explicativo de un fármaco. Es una definición mecánica y superficial, y también una definición insuficiente, porque, aparte de dejar fuera a los ciegos, que no pasan la vista sino los dedos, ¿qué querrán decir con eso de “la significación de los caracteres empleados”? ¿Que se entienden las letras juntas, o sea, que la m con la a, ma? ¿Que se entienden las palabras? ¿Las frases? ¿El texto en su totalidad de intención? ¿Y hasta qué punto se comprende el texto y cómo se puede medir el grado de comprensión que alcanza un determinado lector? Supongo que aquí entra la variante que pudiéramos denominar “dificultad objetiva del texto”. Habrá textos sencillos, transparentes, porque apenas contengan ninguna dificultad léxica, sintáctica o conceptual. Otros, por el contrario, resultarán difíciles, como
La dificultad objetiva del texto no es cosa baladí, sobre todo cuando se trata de la cuestión de la lectura en la enseñanza. Ahora sabemos, según nos advierten informes y estadísticas de organizaciones internacionales, que nuestros estudiantes apenas si comprenden lo que leen. Pero habría que saber qué leen, es decir, cuán fáciles o difíciles son los textos que se les dan a leer. Por lo que uno va viendo en las aulas, que para eso es del gremio, cualquier novela de la generación del 98 se les hace ya cuesta arriba a nuestros adolescentes (a un no pequeño número, por lo menos), y se quejan, se me quejan, de que les hago leer cosas muy difíciles y antiguas. De leer el Cantar de Mio Cid en su texto original, por supuesto, ni hablamos. Veo que cada vez más profesores de eso que un día se llamó enseñanza media, y que ahora no es más que una enseñanza primaria con pretensiones (y con pocos resultados, claro: para este viaje no hacían falta alforjas) se inclinan por los clásicos modernizados o arreglados en versiones jibarizadas e incluso por la “literatura juvenil”, sea eso lo que sea. Yo, por el momento, resisto. Y no soy el único.
Pero no siempre la dificultad objetiva del texto es el único obstáculo que se levanta ante el lector. Porque leer, según el diccionario, presenta otra acepción: leer es también “entender o interpretar un texto de determinado modo”. Es decir, que leer, sobre todo cuando de un texto humanístico o literario se trata, supone interpretación y crítica por parte del lector. El lector no es pasivo, no es tabula rasa, sino alguien que descifra, relaciona, coteja, re-crea de algún modo el texto. Julio Cortázar puso de moda la abracadabrante distinción entre el “lector hembra” y el “lector macho”. Luego, ante las airadas protestas de las feministas, y ante las sordas sonrisas de los que saben, tuvo que cantar la palinodia. El lector hembra era aquel que quería simplemente que le contaran una historia, y dejarse seducir, embrujar, raptar por ella. En cambio el lector macho (se supone que el lector ideal de la cortazariana Rayuela) era aquel que recreaba el texto, lo construía y era así algo como coautor. Ni que decir tiene que Cortázar no hacía más que hacerse eco de las novedades parisinas del estructuralismo y la deconstrucción, cuyas luminarias más célebres, por más osadas, fueron Foucault y Derrida.
(To be continued)
4 comentarios:
Muy bueno el texto, Enrique, lo he "leído" con fruición, interpretándolo en mi papel de lector macho. Por cierto, si resucitara Cortázar y se viniera a vivir a España no sé qué sería de él...
Buen post, con este cuadro me levanto cada mañana, lo pengo a los pies de mi cama.
No digo que el comentario sobre la operación leer sea ni buena ni mala, pero el merito no es de quien lo escriba sino de los que se inspira el dicho autor. Espero que mi comentario salga como los que favorecen al autor.
Tema muy interesante, con cuyo introito estoy de acuerdo. Pero creo que da de sí para una amplia reflexión, con derivas y conexiones que confirman que los procesos mentales humanos son vías de sintetización del universo.
Cada lector representa un microcosmo en evolución. Cada hombre se inicia por las sendas que le han sido trazadas culturalmente para que por ellas discurra su pensamiento. Pero la lectura representa siempre un intento de búsqueda de la verdad y el lector avezado (macho y hembra, a la vez) suele descubrir sendas personales nuevas.
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