En el inventario de las
cosas que pasaron a mejor vida, es decir, a la vida del recuerdo, hay que hacer
el apunte, ahora que el invierno nos sobrecoge con su manto de nieve, del
brasero de cisco picón, ese que encendían las mujeres en las casas, por las
mañanas, para ponerlo debajo de la mesa camilla, reavivando las brasas de vez
en cuando —“niña, echa una firma”— con el meneo de la badila. La camilla
resiste en las salas y salitas de las casas, por mucho que las revistas de
decoración nos quieran imponer la mesita baja de diseño funcional que sí, que
será muy decorativa, pero también muy fría. Y bajo la camilla sigue ardiendo el
brasero, aunque sea eléctrico o de gas butano. Lo que se ha ido para siempre es
el cisco. El cisco de encina o de olivo. El cisco picón.
Apenas pasaba octubre, y ya venían los hombres pregonando
el carbón. El carbón para la cocina, para la plancha, después ya sólo para el
brasero. El carbón tiznaba hasta a los nombres. Los pueblos están llenos
—todavía, quizás— de apodos como Manuel El
Carbonero o Antonio El Cisquero.
Y sí, ahora que no viene el invierno, o tal vez sí, y no nos demos cuenta, conviene pensar en el cisco y en todo lo que desapareció con él. Un mundo.
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