Fui a buscar el libro de Joaquín Arce, La poesía del siglo ilustrado, donde creía recordar que había tenido primera noticia del terminacho. Lo repasé página por página y, en efecto, encontré allí, en la 173 (que por cierto estaba marcada por un papelito), una poesía de don José Antonio Porcel dedicada a la muerte de una perrita.
Pero, oh decepción, oh sorpresa, oh contrariedad, oh desengaño, oh, oh, oh, el poema se titula Epitafio a una perrita llamada Armelinda. Epitafio. Y Arce no utiliza ningún otro término en sus comentarios al poemilla. Y entonces me da una punzada más aguda en mi amor propio, y cae una gota definitiva en la botellita de mi angustia, y comienzo a creer que el tal término no existe, y a preguntarme por qué habré creído que existía, y si no será una invención traicionera de mi inválida memoria.
Con todo, la cosa me consuela, o yo mismo me busco los atenuantes y los amortiguadores. Tengo tantos motivos de angustia, que prefiero concentrarme en ésta, nimia e irrelevante, para no pensar en las otras, mucho más roedoras. Tengo tantos problemas insolubles, que me aplico a resolver éste, que por otro lado tampoco consigo resolver, pero que al menos me conduce al espejismo de que mis problemas son tan tontos y tan inocentes como encontrar una palabra rebuscada y que, a lo mejor, ni siquiera existe.
Y, bueno, por lo menos me vuelvo con esta primorosa insignificancia dieciochesca:
Bajo este jazmín yace Armelinda,
perrita toda blanca, toda linda,
delicias de su ama,
que aún hoy la llora; llórala su cama,
como el arrebujado papelillo
con que jugaba; llórala el estrado,
y hasta el pequeño can del firmamento,
de Erígone olvidado,
muestra su sentimiento;
solamente la nieve se ha alegrado,
pues si yace Armelinda en urna breve,
ya no hay cosa más blanca que la nieve.
1 comentario:
Yo la encuentro una excelente forma de ocupar la memoria.
¿Seguro que no existe la palabra?
mmm
saludos!
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