Una de esas palabras mágicas es la palabra aljofifa. Escribe uno aljofifa (pronúnciese algofifa), y la memoria se le vuelve a uno muchos años atrás y ve, en la borrosa y a la vez nítida pantalla del recuerdo, un patio rodeado de macetas de aspidistras y geráneos, un zaguán, una sala y una alcoba, un cuarto de camilla... y aproximando el zoom (pronúnciese zum) de la memoria ve uno ladrillos de taco, baldosas de barro, suelos de holambrilla... Y sobre ellos ve unas mujeres arrodilladas, con un cubo de zinc a la diestra y un taco de jabón verde, y un estropajo a la siniestra. Estas mujeres reposan sus rodillas sobre un cajoncillo de madera, cuya dureza amortigua un trozo de bayeta o un cojín, y refriegan con brío, una y otra vez, con un paño de lana basto de color grisáceo, el suelo ante el que permanecen genuflexas. Este paño de lana basto de color grisáceo es la aljofifa. La humilde, la húmeda, la retorcida y sobada aljofifa.
La aljofifa nos sigue abriendo puertas en el sobrado (pronúnciese soberao), al que hemos mandado los tratos inútiles del pasado, los viejos enseres del recuerdo. Y allí están los braseros de cisco picón, las alambreras que nos protegían de sus brasas, las badilas de echar la firma y de echar también, de vez en cuando, si la ocasión lo requería, miradas clandestinas. Allí también la tina de los baños semanales, las orzas de barro para guardar las aceitunas aliñadas, las cántaras de aceite, las palmatorias para cuando se iba la luz eléctrica, la enorme radio con las lámparas y la cretona cubiertas de polvo, la carrucha del pozo, el aguamanil del dormitorio y los anafres de la cocina... Todas estas piezas del ajuar doméstico y otras que ahora no vemos porque deben de estar ocultas en alguna otra estancia del recuerdo constituyen, constituían, el paisaje hogareño de la aljofifa.
La aljofifa era cosa de mujeres. Parecía que para restregarla por el suelo y luego mojarla en el cubo y retorcerla con las manos había que tener un tacto femenino, no exactamente delicado, pero sí femenino. Ver a las mujeres arrodilladas, dando esos meneos para exprimir el agua de la aljofifa, era todo un espectáculo que nada tenía que envidiar en éxtasis y ensueño a muchos sex-shows (pronúnciese sehchou) que, luego hemos padecido. El compás de la aljofifa marcaba el rítmico movimiento de los senos entrevistos, de las caderas dibujadas sobre el delantal, de las nalgas prietas de la mujer de pueblo, de las pantorillas firmes que se descubrían al alargarse la mujer para alcanzar más lejos con su aljofifa. Cuántos hijos de buena familia no habrán perdido la cabeza y algo más con la contemplación de una buena moza manejando hábilmente su aljofifa. Cuántos no se habrán torturado con la expectativa de las penas eternas del infierno:
—Padre, me acuso de que esta tarde, al ver a la criada fregando el suelo, he tenido malos pensamientos.
—¿Sólo pensamientos?
—Sí, padre, por desgracia sólo pensamientos (lo de 'por desgracia' se entiende que es pensado, no dicho).
Para los varones puede que aquello fuera una visión deleitosa, pero para las mujeres era una trabajera enorme. Ya venían encorvadas de la colada, de refregar en la pila del corral, de hervir la ropa blanca en el fogón, y ahora tenían que arrodillarse y hundir sus manos en el agua fría.
Pero un día estas mujeres gracias a un inventor español se pusieron de pie, y ya no han vuelto a arrodillarse más. Era, años sesenta, la fregona. Al inventor de la fregona habría que levantarle un monumento. Pero, lo que son las cosas, ni siquiera sabemos su nombre. Uno tiene leído, sin que ahora sepa exactamente dónde, que era español, militar del Arma de Aviación, pero ignora por qué caminos llegó a ocurrírsele la idea. Por lo que siente uno verdadera satisfacción es porque esta contribución a la alta tecnología doméstica luzca legítimamente autoría española.
En cambio, como aficionado a las cosas del lenguaje, aficionado nada más, lo que uno siente es que la fregona haya encerrado en el baúl de los arcaísmos inútiles este vocablo de hondas resonancias andaluzas: aljofifa (si se es andaluz, pronúnciese algofifa). Cosas del progreso. Tal vez haber llamado a la fregona aljofifa a distancia o aljofifa telescópica hubiera sido pasarse. Así está bien.
La aljofifa era cosa de mujeres. En cambio, la fregona es completamente unisex. A mí me gusta la aljofifa, esa palabra tan evocadora, sobre todo cuando escribo artículos nostálgicos. Pero, lo confieso, cuando me toca fregar el piso de mi apartamento, prefiero la fregona.
(El Correo de Andalucía, 11 de octubre de 1994)
4 comentarios:
En la película "Laurel y Hardy en el Oeste" aparece ya una fregona, y en Pekín las he visto gigantescas.
O sea, que ni la fregona. Sólo el palito del chupa-chups. ¿O ni eso?
¿Existe la palabra "arrodillador"?
En mi casa se usaba (y se decía). Desaparecieron todos cuando llegaron las fregonas de palo, y no se vieron más.
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