Al renegar de su liberalismo en materia educativa, abrazando con entusiasmo la idea del Estado docente, don Juan Valera se metió en unos jardines de los cuales era dificilísimo salir. Porque, ¿quién dirá lo que hay que enseñar y lo que no? ¿No se lesiona de manera gravísima la libertad de cátedra, que queda reducida a mera apariencia o fantasmagoría, por completo desnaturalizada y prostituida? Valera se mueve aquí entre Escila y Caribdis. Por un lado, niega la libertad de cátedra a los profesores funcionarios: “tampoco apruebo —dice— que los profesores y maestros que el Estado nombra y paga tengan libertad para enseñar y difundir doctrinas contrarias a las bases fundamentales en que el Estado se sustenta.” Pero luego cae en que el Estado no es nadie, es decir, que al final el Estado o son los güelfos o son los gibelinos, y es el gobierno de turno, y el ministro fulano o zetano, y que la ciencia no puede estar al albur del turno de partidos, y escribe esto otro:
“Parece absurdo que cualquier ministro de Instrucción Pública, tal vez ayuno de ciencia, perteneciente ora a un partido, ora al partido contrario y venido al poder merced a una crisis constitucional o parlamentaria, se erija en juez supremo por cima de la ciencia y de los hombres científicos, y los amoneste, y los reprima, y tal vez los amenace, marcándoles el camino que deben seguir para no extraviarse ni incurrir en su enojo.”
Valera era consciente de la contradicción en que incurría, y para solucionarla no se le ocurría otro remedio más que la “buena fe” y la “exquisita prudencia”. Lo que, cuando menos, parece un exceso de optimismo. O de voluntarismo.
Traída esta cuestión a día de hoy, es innegable que sigue vivita y coleando. Es el Estado quien decide lo que se enseña y lo que no se enseña, lo que debe estar y lo que no debe estar en los programas o curricula, como se dice ahora. Jibariza la religión, un incómodo estorbo que no sabe cómo quitarse de encima. Quita la filosofía, porque decide que la filosofía no es necesaria, que lo necesario es la “Educación para la Ciudadanía”. Propugna la geografía cantonalista, porque es más importante el pequeño Segre que el inmenso Amazonas. Y no sólo el contenido de las asignaturas, sino todo el diseño del sistema educativo es pura ideología (escuela comprehensiva, psicología constructivista…). Un profesor de Historia que proponga una interpretación distinta a la políticamente correcta de, pongamos, la guerra civil, o un profesor de Biología que ponga reparos razonables o tan siquiera dudas al evolucionismo, sólo serán outsiders, y ya veremos a qué precio. ¿Y quién decide en qué lengua se enseña (por lo visto, los padres no)? Etc., etc.
En esta cuestión no hay paños calientes ni términos medios: o la responsabilidad de la educación de los hijos recae en los padres, o recae en el Estado. Y está claro que en la vigente Constitución socialdemócrata que nos rige recae casi exclusivamente en el Estado, y sólo los que puedan pagársela, y sin que esto les exima de pagar impuestos, por supuesto, disfrutarán de una enseñanza que, después de todo, y a pesar de ser privada, también deberá ajustarse al diseño general que el Estado haya hecho del sistema educativo.
Si se ha privatizado el sector eléctrico o las comunicaciones, ¿por qué no privatizar —es decir, devolver a la sociedad, restituir a los particulares— la educación? Creerán algunos que esto es una solución radical, o que es inviable, o que aumentarán las desigualdades. Yo creo que esto es radical, sí, pero que es viable y que las desigualdades no serán mayores de las que hoy existen (porque existen ya hoy). Y, sobre todo, creo que es algo deseable, en la perspectiva de una Sociedad fuerte y un Estado mínimo.
Pero dejemos esto y vayamos a otra cuestión suscitada por Valera y que está hoy más candente que nunca. ¿Cuál debe ser el contenido de la enseñanza primaria o básica? O dicho de otro modo, ¿qué es lo que cualquiera debería saber? La cuestión es más difícil de lo que parece. Por eso la dejaremos aquí hoy sólo apuntada y planteada, para ocuparnos de ella por lo menudo en un próximo apunte.
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