LA FRASE

"Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad."

Sir Arthur Conan Doyle

miércoles, 20 de julio de 2005

Los espejos del río. Divagaciones de un paseante sentado

El átomo provincial

En tiempos de romanos, cuando los ríos eran dioses, el dios de este río debió de ser un dios menor, y éste debió de ser un río sin ninfas siquiera. Pero no, no hay río pequeño, por más pequeño que sea, no hay fuente despreciable, no hay curso o nacimiento de aguas que carezca de patronazgo divino, de protectorado mitológico, de sombra, de sueño y de misterio.
Porque éste, en efecto, es un río pequeño, un río menor. Al revés que otros, que surcan continentes y países, éste nace y desagua en una misma provincia, en un curso que no alcanza los ciento diez kilómetros de largo, que ya no contamos en leguas, sino en kilómetros, menos esos obstinados anglosajones que se mantienen en los ancestros del sistema métrico decimal, quién sabe si por residuo de su enemiga contra el Emperador Bonaparte, o por simple y llano apego a la tradición, y nos siguen hablando en galones, en pies, en millas y en otras antiguallas. Pero este río, en leguas o en kilómetros, se reduce a una provincia. La provincia, otra invención napoleónica, que nos trajo, o quiso traernos, el rey intruso, José Bonaparte, aunque más que rey fuese virrey, según los designios de su imperial hermano. España, sobre el papel, porque es sabido que nunca se llevó a la práctica, quedaría dividida en treinta y ocho departamentos. La redacción del proyecto quedó a cargo de Juan Antonio Llorente, el clérigo afrancesado, el celebérrimo autor del libro sobre la Inquisición española, tan atiborrado de noticias como plagado de disparates y desmesuras. Llorente, además de otras, padecía la manía fluvial, e ideó estos departamentos a la francesa según la geografía de los ríos españoles. El Departamento del Tajo, el del Duero, el del Llobregat, y así. Luego el rey José, por decreto del año 1810, dio orden de que estos departamentos se denominasen prefecturas, nombrada cada una con el nombre de la capital respectiva. También muy francés esto de las prefecturas. Pero el rey o visorrey José, por mal nombre Bonaparte, tuvo que hacer las maletas, o los baúles, según nos contó Galdós en su episodio nacional El equipaje del rey José, y marcharse a la Francia, a todo correr, con su pequeña cohorte de afrancesados y su gran cargamento de botín y de rapiña. Pero los otros, los que no eran afrancesados pero sí liberales, los reunidos en Cádiz a título de representantes legítimos del pueblo español, barruntaban también sus reformas territoriales. Un cierto diputado en Cortes, en aquellas Cortes de Cádiz, un tal Foronda, proponía dividir España «en dieciocho secciones cuadradas, que se nombrarán 1, 2, 3… que quitaría los nombres de Vizcaya, Andalucía, etc… como origen de disputas crueles, pueriles y funestas, pues los españoles —decía el diputado en cuestión— debemos ser todos unos». Sin llegar tan lejos, otro diputado, de nombre Pelegrín, afirmaba que «era llegado el momento de olvidar los nombres de los señoríos y reinos que componen la Monarquía española y de que no se volvieran a oír las denominaciones de catalanes, aragoneses, castellanos, etc…, adoptando otras aun para la denominación de las provincias o, al menos, dividiendo el territorio sin consideración a sus antiguos límites». Pero ni siquiera la propia Constitución del año doce tomó en consideración estas propuestas, y se limitó a proclamar un deseo o previsión, la de que «se hará una división más conveniente del territorio español por una ley constitucional». Claro que regresó Fernando VII a Madrid, y lo primero que hizo El Deseado fue declarar nula la Constitución de Cádiz y todas sus normas dimanantes.
Lo que hizo el hijo de Carlos IV fue conseguir un tiempo muerto en el reló de la Historia, pero no pararlo, que eso no lo puede ni siquiera un rey absoluto, ni siquiera mediante la alianza del Trono y el Altar. Así que volvieron los liberales, que en el pequeño trienio del que disfrutaron, de 1820 a 1823, les dio tiempo a reformar de nuevo la cosa territorial. Las quince regiones históricas se dividieron en cincuenta y dos provincias. Se suele considerar a Javier de Burgos el inventor o el diseñador del mapa provincial español. Pero lo es y no lo es: lo que hace Javier de Burgos, año de 1833, siendo ministro de la Reina Regente, es nada menos, pero nada más, que adaptar y retocar esa división ya concebida en el trienio liberal, unos diez u once años antes. Retoques nimios y no de gran calado: suprimir provincias como las de Calatayud, Játiva o El Bierzo, establecer la capital en Pontevedra en vez de en Vigo, cosas así. Invención liberal, pero liberal a la española, es decir, al modo cauteloso y sin hacer demasiado desgarro en la tradición, el sistema administrativo de Javier de Burgos se conserva, casi sin alteración, hasta hoy mismo.
Pero… nos hemos alejado de nuestro asunto. ¿Nos hemos alejado? No; hablábamos de un río provincial, y eso nos ha llevado a hablar de la provincia. Que es una división administrativa… que hoy nos parece natural. Porque lo artificial, andando el tiempo, con el concurso y ayuda de los años y los siglos, se nos va convirtiendo en natural. Hay algo en la provincia que no se ha resaltado lo bastante. Y eso que no se ha resaltado lo bastante no es otra cosa que la proporción. Al contrario que las regiones históricas (pero, ojo, que las provincias, ya son también historia), entre las provincias no existen desigualdades extremas, sobre todo en cuanto a la extensión de su territorio. Todas se nuclean en torno de la capital, polo de atracción e imán de sus energías. La provincia está hecha a la medida del individuo, que la puede recorrer y conocer de cerca y al por menor y por lo menudo. Y esa es la proporción, la divina proporción, viejo ideal renacentista que plasmó en su famoso libro De divina proportione el matemático y fraile italiano Luca Pacioli, con la no menos famosa ilustración de Leonardo da Vinci, en su dibujo del hombre perfecto, corriente el año de 1509.
En ese cálculo de proporciones, cada provincia tiene su ración de sierras, de ríos, de llanuras… y las marítimas, su ración de litoral, con sus puertos y playas. Porque la provincia es mundo pequeño, microcosmos. Microcosmos no es simplicidad, por más que no sea vastedad. Lo pequeño no es sinónimo de simple. Lo pequeño es complejo, variado, plural, polimórfico. El átomo, que en lo antiguo se creía porción indivisible, se descubrió más complejo de lo que se pensaba, y no bastando la división en núcleo y electrones, se alcanzó a averiguar que también había protones y neutrones, sin contar con que los físicos actuales nos hablan de una verdadera fauna subatómica, hadrones, fotones, leptones, piones, bosones, neutrinos, quarks, gluones, y otras palabrejas y terminachos que para los profanos de la ciencia física resultan poco menos que inalcanzables.
La provincia es el átomo español. La partícula teóricamente indivisible, pero insospechadamente compleja, rica de matices y sobrada de electrones. Con partes y partículas. La provincia es un mundo. Un mundo a la medida del ser humano. Ésta, la de Sevilla, carece de costa, es provincia interior, pero, sin embargo, no está cerrada al mar. Al contrario, se abre a él por el Guadalquivir, ancho río, el único navegable de los españoles, que nace en la provincia de Jaén, discurre por la de Córdoba, riega las de Sevilla y Cádiz, y viene a morir junto al Coto de Doñana, en Sanlúcar de Barrameda. Porque la provincia no es una isla, ni siquiera las provincias que son islas. Hay ósmosis, relaciones, interdependencias. Ya lo dijo Fernando Villalón, que el mundo se divide en dos: Cádiz y Sevilla. Pero en algo se quedó corto, porque Sevilla, la provincia, guarda algo aún de aquel antiguo reino de Sevilla, que se extendía hacia el Algarve. Y así Sevilla, la provincia, no se entiende sin la Sierra de Aracena, ni sin la franja sur de la provincia de Badajoz… Bueno, la provincia tiene también sus relaciones exteriores.
Pero este río pequeño no las tiene, es un río interior, un río meramente provincial. Que ni siquiera alcanza a toda la provincia, un marco demasiado amplio que no logra a cubrir, que le viene, incluso, demasiado grande. Es más bien el Guadaíra un río comarcano. Desde la Sierra de Esparteros, en Morón de la Frontera, hasta Gelves, en el Guadalquivir, donde desagua, o desaguaba, pasando por los pueblos de la calcárea cornisa de los Alcores y otros aledaños, fertiliza las tierras de Marchena, Utrera, Paradas, Arahal, Mairena y El Viso del Alcor, Alcalá de Guadaíra, Dos Hermanas, la propia Sevilla. Él o sus afluentes, aún más pequeños: Guadairilla, Alameda, Salado, Saladillo, Gandul… Partes de un todo que es a su vez parte de otro todo, que a su vez…
Porque todo es cuestión de perspectiva y de punto de mira y de distancia. Depende de si empleamos la lupa o el catalejo, el microscopio o el telescopio. El universo mundo, con todas sus esferas y astros desconocidos, no es mucho mayor que la provincia, que nunca acabaremos de conocer si de verdad queremos conocerla. El mundo es ancho y ajeno, que dijo Ciro Alegría, el novelista peruano. Todo mundo es ancho y ajeno, sí, incluso éste pequeño, pueblerino, comarcal, provinciano del Guadaíra y sus riberas.
Emplea ahora uno la lupa, no el catalejo. Hace la miniatura, no el óleo de gran formato. Sin duda es muy hermoso eso de sentirse ciudadano del mundo, gran cosmopolita, viajero frecuente de trenes y aeroplanos, eso de estar familiarizado con el jet-lang, con los husos horarios, y lo mismo con la nieve que con el desierto. Pero habla ahora uno de la vida de todos los días, y la vida de todos los días no es ésa de las ciudades que recorremos con las prisas del cazador furtivo, de las habitaciones de hotel, de la visita apresurada, incluso de la estancia temporal. La vida de todos los días es la de los paisajes de la infancia, la de la monotonía de una jornada, y otra, y otra… La monotonía de la costumbre y del hábito, no la monotonía del ya visto (déjà vu), que es un soplo, sino de lo que siempre se ve.

1 comentario:

Enrique Baltanás dijo...

Notal al pie.
Juan Manuel Suárez Japón me pidió un texto para un libro que coordinaba por encargo de EMASESA.
Como el libro, titulado "Las miradas del agua" (2004), es de esos que llaman de protocolo o institucionales, y no se vende en librerías, así que no es asequible para el común de los lectores, lo iré ofreciendo aquí por partes, ya que resulta un poco largo.