La cebolla de la historia
Pero el río no es éste de hoy. No es el que mira este hombre que ahora está sentado en sus orillas, pensativo y silencioso. Todo río posee sus fantasmas, las sombras fantasmáticas de todos aquellos que pasaron, que quizá no dejaron huella, o fue esta huella perfectamente anónima, y también de aquellos otros que sí, que dejaron sus nombres inscritos en la memoria clara del paisaje. Pienso en las generaciones y generaciones de molineros anónimos, a través de los siglos, viviendo y faenando cabe el río, empolvados de blanquísima harina, aunando en su labor el agua con la piedra. Ubi sunt. ¿Dónde están? Aquí, aquí siguen, en estos muertos molinos de ahora, ya sin piedra solera, sin muela y sin sonido, abandonados a su lenta ruina y condenados por la ociosidad. Aquí siguen sus fantasmas, poblando las azudas y atarjeas, escondidos, pero dispuestos a hablar para quien sepa escucharlos.
La molinería medieval, renacentista, barroca, ilustrada, romántica, se acabó con la llegada del realismo y del naturalismo y del positivismo, o se empezó a acabar, porque no fue de un solo golpe el cese, sino gradual y progresivo. El vapor es el progreso del siglo XIX, y la máquina formidable sustituyó al consuetudinario molino. Demófilo, en su colección de cantes flamencos, hacía la testamentaría del molino y la fe de bautismo de la máquina:
Yo te estoy queriendo más
que granos de trigo muele
la máquina de Alcalá.
Y ahí están todavía esos molinos, sin que nadie sepa darles nuevos usos ni qué hacer con ellos que no sea asistir a su ruina implacable. Pero de la máquina ya no queda ni rastro. Vapor efímero. Eternidad del agua. Firmeza de la piedra.
Los fantasmas no son sólo molineros, sino pescadores y barqueros, areneros y arrieros, hortelanos de ribera, vaqueros y pastores, lavanderas, gente menuda de las que ya no queda memoria, o ya sólo el río la guarda en su fondo turbio y lodoso.
Más rastro queda, y menos fantasmático, de aquellos que se acercaron al río con el pincel o con la pluma. Cuadros y versos hacen volar al río algo más lejos que su propio y monótono cauce. Lo llevan a recónditas bibliotecas, a remotos museos, a la casa particular del comprador, indígena o extraño.
¿Cuándo llegan los pintores a las orillas del Guadaira? Llegan primero los románticos ingleses, como David Roberts, luego los románticos hispalenses, como Joaquín Domínguez Bécquer, y luego de todas partes, en aluvión de paletas impresionistas, paletas de aire libre, de plenerismo barbizoniano. Llegan los Sánchez Perrier, los Pinelo, los Gonzalo Bilbao, los José Arpa, los Nicolás Alpériz, los Javier Winthuyssen, los Rico Cejudo, los Hohenleiter… nombres innumerables que ha catalogado con cuidado y acierto Juan Fernández Lacomba en su libro La escuela de Alcalá de Guadaíra y el paisajismo sevillano, 1800-1936. En uno de estos cuadros, El molino del Arrabal, de Francisco Hohenleiter, se conserva la imagen, entre sombras moradas y luces anaranjadas de atardecida, la estampa de un molino infelizmente desaparecido, que sólo la fotografía y la pintura nos pueden devolver a la memoria. Y si el pintor testimonia en su lienzo el bulto colorista del molino derribado, el escritor testimonia del pintor, de ese pintor que ya tampoco queda, ese que montaba el caballete en la lancha, ese que en la misma orilla manejaba los pinceles.
«Siempre hay la sorpresa —contaba Eugenio Noel en uno de sus artículos—, entre los árboles de las riberas, de uno de esos graciosos puestos de pintor rodeados de picaruelos. ¡Son tan deliciosas las riberas del Guadaira!... Parecen ideadas exclusivamente para uso de pintores. Allí no sucede jamás cosa alguna que pueda interesar a un literato; todo lo que puede pasar allí es que cada año haya menos árboles porque propietarios desaprensivos se los coman».
Se ve que don Eugenio estuvo in situ, compartiendo fonda y excursiones con los artistas pintores, y seguro segurísimo que también juergas y cante —él, el antiflamenquista— con Joaquín el de la Paula en la Venta de Platilla, muy cerca de su cueva en el Castillo. Eugenio Noel, en los felices veinte del desgraciado veinte, se lamentaba ya de la amenaza de destrucción que se cernía sobre la vegetación y sobre los molinos. Árboles que se talan, molinos que se hunden, o que se dejan hundir:
«A veces pasa también que desaparece un molino y entonces la égloga de las riberas se enturbia con el cuartilleo de los yambos. Es lo peor que puede suceder, que uno a uno caigan como los pinos estos molinos, tan bellos como si los hubiera ido colocando un poeta excelso para desesperación de los pintores.»
La desesperación de los pintores…
«Es curioso —escribe Eugenio Noel— sentarse al lado de uno de ellos y verlos dejar en el césped su paleta, cruzarse de brazos y mover la cabeza con pena. Tan sencillas como parecen esas pocas líneas emergiendo de las aguas claras sobre el fondo de los alcores, y tan difícil como es la realidad de proyectar sobre esas masas blanquísimas los matices de un cielo azul, pero azul de veras, y unas cabezuelas y mamelones verdes, de un verdor desesperante de piedra preciosa. Hace reír su fatiga y el tártago con que mezclan sus pinturas para dar… un blanco. Sí, sí; aquella pared del molino es blanca, cal viva, y, sin embargo, ese blanco furioso es un rabioso azul y un violeta absurdo y el resultado de combinar mil colores con días y días de contemplación».
Días y días de contemplación… Y volvemos a lo mismo, al tiempo intenso del escenario conocido, a los trabajos y los días de la costumbre, a la complejidad inabarcable de ese río menor y provinciano, con sus molinos de colores indefinibles.
Los que escriben, por su parte, al igual que los que pintan, también se aferran a la memoria. Y a veces a la leyenda. No todos son como Noel, que habla de lo que ve, de lo que tiene al lado. Manuel María del Mármol, poeta sevillano de la escuela neoclásica, se imagina el río y sus alrededores como un locus amoenus, idílico y bucólico:
Hay un escondido valle
cercado de altas montañas,
vestidas de madreselvas
y coronadas de hayas.
El plácido Guadayra
en torcidos giros pasa,
besando los verdes mirtos
que descuellan en sus sargas.
Riega avellanos y olmos
que en las cristalinas aguas
pintan su tremante imagen
que hienden ánades mansas.
Y las pajizas gayombas
y rosas rojas y blancas
tienden delicados tallos
entre verbenas y gramas.
Allí el aterido soplo
del Bóreas jamás alcanza
ni el aburante Solano
con su ardiente soplo abrasa.
A las aves la frescura
y la mansa luz halaga
y de dulce primavera
siempre el alegre son canta.
En tan encantado circo
sus muros alza un alcázar
que al de Bagdad asemeja
y émulo es del de la Alhambra.
Mármol se acuerda también de la inevitable leyenda de la mora prócer y el cristiano cautivo:
Aquí lloró Alguadayra,
la princesa sevillana,
por imperio de su padre,
amores que no le igualan.
Donde Mármol se suelta de la leyenda, con su mínimo pero creíble asidero, para perderse de todo en todo por los vericuetos de la fantasía inverosímil, es en el relato de la supuesta navegación del Rey Santo por el curso del Guadaíra, rumbo a Gelves, «do el humilde río paga/ tributo al Guadalquiviro/ que lo lleva a la mar cana»:
Surca ya del Guadayra
las corrientes sosegadas
que entoldan verdes alerces
y defienden altas hayas.
Sobre los claros raudales
las verdosas sombras nadan
y las rompen los grumetes
de los remos con las palas.
¿Y cómo salvaba la supuesta escuadra de San Fernando, con su grumete y todo, los obstáculos insalvables de las numerosas azudas que se interponían a lo largo del curso del Guadaíra? Era éste un río molinero, no un río navegable. Como no fuera a trechos, de un molino a otro, y no en todos los trechos. Ahora, ¿qué tiene que decir la geografía, o la historia, o la pura evidencia, ante la imaginación de las cosas pasadas que sostiene un poeta? Dejemos, pues, que el fantasma de San Fernando siga navegando estas plácidas aguas, e inquietándolas con sus remos guerreros.
La Historia, ese río que nos lleva, no es más que una cebolla de muchas capas, y todas juntas forman la cebolla, por acumulación de sus láminas de molineros, lavanderas, soldados, panaderos, pescadores, artistas y hasta santos. Capas y capas sepultadas bajo la superficie, pero capas que no borra el tiempo, aunque las oculte y las aleje, aunque para encontrarlas tengamos que recurrir a la mondadura y a la excavación, al ejercicio espiritual de la memoria, y al repaso de la fotografía y de los libros.
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