Sigo leyendo -leyendo, no releyendo- a Agustín de Foxá. Ahora le ha tocado el turno, después de la poesía, después de su Madrid de corte a cheka, al teatro. Comienzo por la primera pieza, quizás la que presumo sea la mejor con diferencia: la delicada y poética chinoiserie titulada Cui-Ping-Sing, estrenada en 1938 en San Sebastián, pero probablemente escrita antes de 1936. Una historia de amor, de amistad, de traición. Es de lo mejor del teatro español del siglo XX -donde existen tantos autores sobrevalorados, tantas representaciones de las mismas obras inanes, tanta luz de bohemia infumable-, pero me extraña -o no, no me extraña- el silencio de la crítica sobre ella. En un artículo de Andrés Trapiello -en donde, por cierto, me entero de que Foxá no era sólo conde de lo mismo, sino también marqués de Armedáriz, lo cual desde leugo empeora mucho su caso-, se lee que "los escritores que fundaron la Falange se quedaron sin generación. Ganaron la guerra, pero perdieron las páginas de los manuales de literatura".
Será eso.
Pues a ver si ahora que están a punto de perder definitivamente la guerra ganan algún huequecito en los dichosos manuales.
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