LA FRASE
Sir Arthur Conan Doyle
sábado, 29 de agosto de 2009
Babelia
Y además, en su última entrega, habla de un género poco (relativamente) cultivado en España: el de la biografía.
Aplausos. Y a ver si otros siguen su ejemplo...
miércoles, 26 de agosto de 2009
lunes, 24 de agosto de 2009
Las dos mitades de la misma naranja
domingo, 23 de agosto de 2009
Comentarios originales
Imagino que el comentarista debe de tener muchísima razón en todo lo que que afirma, o niega, o pregunta.
(¿O me estará insultando ante media humanidad, esa a la que en vez de vivir en Occidente le ha dado por vivir en el Oriente?)
sábado, 22 de agosto de 2009
La autopsia de Antonio Machado
Sin embargo, el autor del artículo, el Dr. Ruiz Liso (un interesante artículo suyo sobre el aborto, AQUÍ), no parece haber tenido en cuenta las declaraciones del propio Machado sobre su salud. El 2 de noviembre de 1930, por ejemplo, y no es la única alusión al asunto en su correspondencia, rigurosamente editada y anotada por Jordi Doménech, le escribe a Pilar Valderrama:
"Tengo que permanecer en Madrid hasta mañana por lo menos, para asistir a la clínica del Dr. Jiménez, que quiere hacerme un reconocimiento detallado. No estoy bueno, diosa mía. Sólo a tu lado me siento vivir intensamente, con olvido de todo. Sí, en esos momentos, soy feliz, fuerte, joven, sano... Después, empiezo a decaer, y a recaer en mi abatimiento. Pero ahora, quiero seguir tu consejo y hacerme reconocer seriamente, y proponerme hacer lo preciso para mejorar un poco la salud."
En esa misma carta, más adelante, confiesa que se conformaría con vivir dos años más, que son los que calcula le faltan para concluir su obra.
Y por cierto, ya que los restos de don Antonio están perfectamente localizados, no entiendo cómo no se le ha ocurrido a alguien exhumarlos y hacerles una necropsia. Bueno, no quiero dar ideas.
miércoles, 19 de agosto de 2009
El milagro del amor
El amor verdadero comienza cuando uno se da cuenta de que el amor de las criaturas no existe y que el ser amado no es más que un vaso de agua para nuestra inmensa sed otorgado por el azar en un encuentro fortuito o un tanteo aún vacilante de nuestro ciego impulso hacia lo infinito. Cualquier otro ser podría fácilmente sustituirlo porque para saciar la sed basta cualquier bebida, y con cualquier material se puede tallar un ídolo. La revelación es dura, pero de este bautismo en la verdad, inmensa y amarga como el océano, vemos resurgir, como una aparición que disipa las apariencias, un nuevo amor hacia las criaturas que ya no debe nada a la necesidad, al azar o a la mentira. Este amor es noble porque ha depurado y separado todos los elementos extraños, invulnerable porque pasa por encima de la muerte y único porque encuentra de nuevo en el ser amado la imagen pura del Dios creador. También aquí la inmortalidad comienza en la resurrección. Pero antes de resucitar hay que morir, y sólo después de aborrecer las cenizas de la nada se paladea el ser.
No amamos a alguien porque sea único, sino que, al contrario, llega a ser único porque lo amamos. Es el amor el que nos eleva a la existencia irreemplazable e inmortal. Es "fuerte como la muerte", porque nos libera como ella del tiempo y de las apariencias. Antes de amar y ser amados, no tenemos existencia verdadera: no somos más que una nebulosa de posibilidades confusas y casi anónimas. El amor nos entresaca de la masa informe y común, del vano torbellino de átomos intercambiables. El amor crea primero dos soledades y luego las une. Todos los bloques de mármol del mundo son más o menos lo mismo, pero cuando Miguel Ángel escoge uno, aunque sea al azar, para esculpir su sueño, a partir de ese instante todo azar queda superado y la forma de la estatua responde a una idea única de Dios eterno. Y la materia y la forma de la obra quedan unidas e inseparables para siempre.
El milagro del amor consiste precisamente en cambiar los elementos que otorga por el azar en dones de la Providencia, revelándonos, a través de las pruebas que van destruyendo todo lo mortal que hay en nosotros, el fulgor divino de un amor irreductible a todos los comunes denominadores de la materia y del tiempo. ¿Cómo llegaríamos a descubrir la inmortalidad escondida en nosotros si no gustáramos el sabor de la muerte?
[Gustav Thibon, Una mirada ciega hacia la luz. Reflexiones sobre el amor humano, Barcelona, Belacqua, 2005]
martes, 18 de agosto de 2009
Tentenecio y otras rúas
Tentenecio (Salamanca, España)
[Ya estoy oyendo a Ridao decir: "sí, pa entretenernos, como si yo no tuviese ya bastante entretenimiento con estos cuatro angelitos... y los versos, y el pinganillo..."]
lunes, 17 de agosto de 2009
Yo te enlazo si tú me enlazas...
Porque si uno tuviera que enlazar todos los blogs que visita....
Pero adonde voy: que esto de los blogs no es el botafumerio mutuo que muchos, o algunos, se imaginan.
viernes, 14 de agosto de 2009
La operación de leer (3 de 3)
Pero, de todos los tipos de lectura que puedan describirse, no es la del crítico la que más me interesa, sino la del lector silencioso y anónimo. Ése que ha ido leyendo libros desde su infancia y adolescencia, a través de sus años maduros, y que se ha dejado herir por su belleza, contagiarse por su sabiduría o… inflarse con sus vanidades, locuras y disparates. Ese lector cuyo mejor retrato, acaso, será su biblioteca. Ese lector silencioso que sólo comenta los libros con sus amigos o con su novio. (Y digo novio porque lector lo he usado siempre no en sentido de masculino estricto sino de masculino genérico, o sea que, como aquí, puede ser también lectora y tener novio).
Ese lector, o lectora, ¿ha leído siempre los mismos libros, quiero decir, de parecido linaje y pelaje? ¿O han ido cambiando sus gustos con el tiempo? ¿Habrá aprendido algo, no habrá aprendido nada? ¿Cómo le han influido esos libros en su vida, y en qué? ¿Y cómo se fueron mezclando, en la probeta de su alma, esas lecturas? ¿Qué nuevo y extraño mejunje habrán destilado? La operación de leer tiene aspectos mecánicos, rigores metódicos, parámetros observables, pero tiene también un misterio que nunca desvelaremos.
[Nota bibliográfica: artículo aparecido en El mirador de los vientos, núm. 3, 2008; hace poco me comunica su director, José Luna Borge, que la revista deja de publicarse por dificultades crematísticas; otro caído más, supongo, de la crisis económica. Habrá brotes verdes, yo no lo niego, pero también hay hojas, y hasta árboles, que caen. Pues que sirva de homenaje al caído.]
jueves, 13 de agosto de 2009
La operación de leer (2 de 3)
En 1928 estrenaron Manuel y Antonio su comedia Las adelfas. Hay en ella una mujer, Araceli, joven y viuda, que sufre alteraciones nerviosas, y que llama a un amigo suyo de la infancia, Carlos, que es médico, para consultarle. En los diálogos entre estos dos personajes sale al relucir el por entonces novedoso tema del psicoanálisis y el nombre del ya muy popular doctor Freud. De ahí los críticos, como en aguerrida legión, extraen que la pieza es una aplicación al teatro de la teoría psicoanalítica e incluso que el tal Carlos es un psicoanalista. Pero un pequeño detalle: en ningún momento de la obra se dice que Carlos sea psicoanalista, sino sólo médico, y médico, además, y esto sí que se afirma expresamente, que hace tiempo que no ejerce su profesión. Habla, pues, del psicoanálisis como pudiera hablar cualquiera medianamente informado. Y no habla, precisamente, en favor. Pero en todos los artículos, ensayos, libros… que conozco sobre Las adelfas se insiste una y otra vez en esto como clave de interpretación de la obra.
lunes, 10 de agosto de 2009
La operación de leer (1 de 3)
La pobreza de nuestro lenguaje consiste en que no contamos con una palabra para cada cosa. Y por eso, casi siempre, la misma palabra vale igual para un roto que para un descosido y, cargada de ambigüedad y de polisemia, la echamos a rodar por el ancho mundo vago de vagas sombras platónicas. Amor, por ejemplo, es palabra multidireccional, que no sólo no significa sino que ni siquiera suena igual según quién la pronuncie, y según en qué circunstancias. En general, las grandes palabras, como justicia, libertad, progreso, Dios… necesitan, para ser explicadas y concretadas, no ya una entrada en el diccionario o en la enciclopedia, sino de gruesos libros y hasta de vastas bibliotecas para perfilar su sentido y reducir o delimitar su alcance, su verdadero y proteico y escurridizo significado.
Lo mismo ocurre con la palabra leer. Un verbo éste, leer, que aparentemente no ofrece mayor dificultad para poder acotar su significación.
Pero ya, en el diccionario mismo, empiezan las dificultades. Prescindiendo de los sentidos figurados, como “leer la palma de la mano” o “parece que me has leído el pensamiento”, nos encontramos con la primera acepción recta: “Pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados”. ¿Es eso leer? Claro. Lo que pasa es que leer es, o puede ser, bastante más que eso. La definición del diccionario vale para cualquier texto impreso, lo mismo el Quijote que el manual de instrucciones de la lavadora o el prospecto explicativo de un fármaco. Es una definición mecánica y superficial, y también una definición insuficiente, porque, aparte de dejar fuera a los ciegos, que no pasan la vista sino los dedos, ¿qué querrán decir con eso de “la significación de los caracteres empleados”? ¿Que se entienden las letras juntas, o sea, que la m con la a, ma? ¿Que se entienden las palabras? ¿Las frases? ¿El texto en su totalidad de intención? ¿Y hasta qué punto se comprende el texto y cómo se puede medir el grado de comprensión que alcanza un determinado lector? Supongo que aquí entra la variante que pudiéramos denominar “dificultad objetiva del texto”. Habrá textos sencillos, transparentes, porque apenas contengan ninguna dificultad léxica, sintáctica o conceptual. Otros, por el contrario, resultarán difíciles, como
La dificultad objetiva del texto no es cosa baladí, sobre todo cuando se trata de la cuestión de la lectura en la enseñanza. Ahora sabemos, según nos advierten informes y estadísticas de organizaciones internacionales, que nuestros estudiantes apenas si comprenden lo que leen. Pero habría que saber qué leen, es decir, cuán fáciles o difíciles son los textos que se les dan a leer. Por lo que uno va viendo en las aulas, que para eso es del gremio, cualquier novela de la generación del 98 se les hace ya cuesta arriba a nuestros adolescentes (a un no pequeño número, por lo menos), y se quejan, se me quejan, de que les hago leer cosas muy difíciles y antiguas. De leer el Cantar de Mio Cid en su texto original, por supuesto, ni hablamos. Veo que cada vez más profesores de eso que un día se llamó enseñanza media, y que ahora no es más que una enseñanza primaria con pretensiones (y con pocos resultados, claro: para este viaje no hacían falta alforjas) se inclinan por los clásicos modernizados o arreglados en versiones jibarizadas e incluso por la “literatura juvenil”, sea eso lo que sea. Yo, por el momento, resisto. Y no soy el único.
Pero no siempre la dificultad objetiva del texto es el único obstáculo que se levanta ante el lector. Porque leer, según el diccionario, presenta otra acepción: leer es también “entender o interpretar un texto de determinado modo”. Es decir, que leer, sobre todo cuando de un texto humanístico o literario se trata, supone interpretación y crítica por parte del lector. El lector no es pasivo, no es tabula rasa, sino alguien que descifra, relaciona, coteja, re-crea de algún modo el texto. Julio Cortázar puso de moda la abracadabrante distinción entre el “lector hembra” y el “lector macho”. Luego, ante las airadas protestas de las feministas, y ante las sordas sonrisas de los que saben, tuvo que cantar la palinodia. El lector hembra era aquel que quería simplemente que le contaran una historia, y dejarse seducir, embrujar, raptar por ella. En cambio el lector macho (se supone que el lector ideal de la cortazariana Rayuela) era aquel que recreaba el texto, lo construía y era así algo como coautor. Ni que decir tiene que Cortázar no hacía más que hacerse eco de las novedades parisinas del estructuralismo y la deconstrucción, cuyas luminarias más célebres, por más osadas, fueron Foucault y Derrida.
(To be continued)
Antonio Machado y la masonería
Ya hablé en otra ocasión del asunto, y no quiero ser pesado. Pero me insiste Miguel d'Ors en que sí, en que don Antonio era todo un masonazo. Vaya por delante que a uno tanto le da que lo fuera como que no. Busquemos la verdad, nos plazca o nos incomode, y coincida o no con nuestras previsiones o nuestros deseos. Aquí es lo que nos interesa, nada más.
La especie de que don Antonio pertenecía en 1930 a la logia madrileña "Mantua" la lanzó en un artículo publicado en la revista "El sol de la fraternidad" (que se publicaba en Nueva York) en 1957 el historiador coruñés don Emilio González López, entonces exiliado y profesor en la City University of New York.
De ahí, y sólo de ahí, de ese artículo, salen todas las demás referencias: la de Joaquín Casalduero en su libro Antonio Machado, poeta institucionista y masón (1964) y la de todos los que la han repetido o dado por buena.
Pero véase lo que dice Paul Aubert en su artículo "Gotas de sangre jacobina": Antonio Machado republicano (en el libro Antonio Machado hoy (1939-1989), Madrid, Casa de Velázquez, 1994, pp. 309-362):
"González López indica que el poeta hubiera ingresado en 1930 en la logia Mantua pero no precisa cuándo lo hubieran iniciado, cuál hubiera sido su nombre simbólico, qué grado alcanzó, ni proporciona otro tipo de prueba. El nombre de Antonio Machado no figura en el fichero de la logia Mantua, y en los demás ficheros de la masonería no hay huella de su posible adhesión a la Gran Logia Española, ni de su vinculación a cualquier logia."
Aubert, que dice haber consultado la base de datos del Centro de Estudios de Historia de la Masonería Española (CEHME) de la Universidad Carlos III, concluye:
"Las reglas para ingresar en la masonería son las siguientes: petición del interesado, votación de los miembros con bolas blancas y negras, rito de iniciación. Sólo después de esto se puede asistir a las asambleas. De Machado ni siquiera hay huella de que haya querido ser iniciado. Mientras no aparezcan estos datos (y donde podrían estar no se han encontrado) la eventual pertenencia de Machado a la masonería sólo puede pensarse en términos de coincidencia cultural y política. Si no cabe dudar de la filantropía de cualquier masón, es difícil deducir de ello que cualquier filántropo sea masón."
Yo, por mi parte, no quiero añadir nada más. Al menos, por ahora.
sábado, 8 de agosto de 2009
La edad de la inocencia (Solución)
martes, 4 de agosto de 2009
Un soneto de Quevedo que no es de Quevedo
Todos admiramos el célebre y memorable soneto de Quevedo titulado "A Roma sepultada en sus ruinas":
Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!
Y en Roma misma a Roma no la hallas:
Cadáver son las que ostentó murallas,
Y, tumba de sí proprio, el Aventino.
Yace, donde reinaba, el Palatino;
Y limadas del tiempo las medallas,
Más se muestran destrozo a las batallas
De las edades, que blasón latino.
Soló el Tíber quedó cuya corriente
Si ciudad la regó, ya sepoltura
La llora con funeste son doliente.
¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.
Pero ocurre que este soneto de Quevedo no es de Quevedo, sino una versión de un poema latino escrito en la segunda mitad del XVI por Janus Vitalis Panormitanus (o sea, Giovanni Vitali de Palermo):
El poema de Vitali alcanzó tanta fortuna, que al menos conocemos once versiones en cinco lenguas distintas. Una de las más célebres, y anterior a la de Quevedo, es la de Joachim du Bellay (1522-1560):
Les Antiquités de Rome
Nouveau venu, qui cherches Rome en Rome
Et rien de Rome en Rome n'aperçois,
Ces vieux palais, ces vieux arcs que tu vois,
Et ces vieux murs, c'est ce que Rome on nomme.
Vois quel orgueil, quelle ruine : et comme
Celle qui mit le monde sous ses lois,
Pour dompter tout, se dompta quelquefois,
Et devint proie au temps, qui tout consomme.
Rome de Rome est le seul monument,
Et Rome Rome a vaincu seulement.
Le Tibre seul, qui vers la mer s'enfuit,
Reste de Rome. ô mondaine inconstance !
Ce qui est ferme, est par le temps détruit,
Et ce qui fuit, au temps fait résistance.
Uno observa estas cosas y se pregunta: ¿En qué diablos consiste la originalidad? Y se responde, después de mucho pensarlo, no crean, que cualquiera sabe.
lunes, 3 de agosto de 2009
La estación de los pobres (o el verano hace más de un siglo)
La providencia, que así vela por los lirios de los prados y por los insectos que no hilan ni tejen, como por los pájaros que se pierden de vista por los aires, las truchas que nadan entre dos aguas en los ríos y los poderosos de la tierra, que huyendo de los ardores del estío se marchan con la música y los cuartos a otra parte, ha dispuesto en su infinita e insondable sabiduría que lo pobres tengan también una estación del año para ellos: el verano.
El verano es, en efecto, una estación democrática por excelencia: inaugurado con la popular verbena de San Antonio de
Dicen que allá, en el extremo Sur de
Las máquinas, redimiendo al obrero, llegarán a reparar estas injusticias, y el despiadado sol, esclavizado al hombre, ejecutará sumiso y obediente, uncido a la máquina, el trabajo que un obrero inteligente, cómodamente recostado en la sombra, le ordenará hacer en desagravio de la crueldad que desplegó para con sus hermanos.
Mientras llega este día, lejano, sí, pero no remoto ni con mucho, cuando leáis en los periódicos la noticia de los segadores que mueren asfixiados de calor, apartad la vista de esos renglones, y fijadla en los bailes, saraos e inocentes juegos con que se recrean los aristocráticos concurrentes a Biarritz, a Mónaco y a Baden Baden.
¡Qué hermoso es el verano! ¡Qué pintoresco está un mercado en esta época! Las plazas de abasto parecen en esa época verdaderas exposiciones de pinturas modernas. ¡Qué vigor en los contornos, qué pureza en las líneas, qué corrección en el dibujo, qué calor en los tonos, qué verdadero poema de colorido, que diría un crítico. Allí el verde pimiento y el encendido tomate, la negra breva y la pálida manzana, se hallan confundidos con la obesa y encarnada sandía, abierta en dos mitades, y el riquísimo melón con la pequeña cala que muestra un interior de amarillo mate, de ese amarillo magnolia que recuerda el amarillo distinguido anémico, revelador casi siempre de una aristocracia tan rica de dinero como pobre sangre; allí, todos lo colores que el pintor combina en su paleta tienen en alguna fruta, planta o legumbre, adecuada representación. Sin embargo inútil es decirlo, los colores vivos predominan. Lo intenso del calor excita hasta a la naturaleza inanimada que se muestra en esa estación insolente y provocativa.
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¡Qué bien come el pueblo en el verano! ¡Qué panzadas de agua se echa al coleto para solemnizar la fiesta! Nada menos que medio botijo de una sentada vi beberse una vez a un albañil, después de comerse, cruditos y como los produce la mata, dos tomates que metían miedo y un pepino de regular calibre. ¡Qué ensaladas de pimientos más apetitosas las que hacen! ¡Qué tajadas de sandía las que se engullen! ¡Qué racimos de uvas, más negras que su negra fortuna, las que se meten entre pecho y espalda! El verano es la época en que lo pobres comen algunas veces y casi viven; en un periquete fraguan una comida en estos tiempos; el sol, tan cariñoso con los suyos, se encarga de alumbrar desde más temprano y apagar las candilejas mucho más tarde; él se encarga también, gratuitamente por supuesto, de hacer innecesario el combustible: ¿qué le importa al obrero que en verano el cobertor tenga media vara más o media vara menos? La sombra de los árboles en calles y paseos le ofrece en las horas de la siesta cama, no diré blanda pero sí espaciosa. El verano es decididamente una gran época para los que en invierno no tienen combustible ni luz ni abrigo, ni aun los recursos necesarios para “comer caliente” en la mayor parte de los casos.
A estas ventajas innegables oponen los descontentadizos algunos reparos: el verano es ocasionado a cólicos y tabardillos; estas dos enfermedades y las epidemias hacen más estragos por lo común en la clase obrera que en las clases mejor alimentadas y preservadas de los rigores del sol. No sólo en los campos, sino en las ciudades, la clase de albañiles, especialmente, resiste todo el día el sol cayendo a plano sobre su cabeza; a las doce en punto, y cuando ya los dueños consideran que, por la posición del sol en el meridiano, el trabajador más rudo ha podido aprender de un modo práctico el modo de echar la plomada para que los muros salgan perpendiculares, los albañiles descansan un par de horas, para volver, repletos de tomates y pimientos y agua de Lozoya, a la pesada faena de apisonar la tierra o colocar el ladrillo.
Los pobres tienen, pues, dos estaciones al año. El invierno, en que se mueren “sin comer”, y el verano, en que suelen morir por comer mal. Entre una y otra estación, yo creo, como ellos, preferible esta última, pues, siquiera sea de cosa tan insustancial como los tomates y los pimientos, al cabo, al morir, podrán llevarse el consuelo al otro barrio de aquella piadosa mujer que, viéndose víctima de una indigestión, exclamaba: Muera Marta y muera harta.
(Antonio Machado y Álvarez, Obras completas, edición de Enrique Baltanás, Sevilla, 2005)