LA FRASE
Sir Arthur Conan Doyle
lunes, 29 de enero de 2007
La poesía ha dado en la anorexia
Antiguamente, los poetas declamaban, luego recitaban, ahora leen. Generalmente, mal y con tropiezos.
La poesía se decía a viva voz, a veces hasta a voz en grito. Ahora se susurra o se lee en silencio. Debe ser la música callada. Lo malo es que tiene más de callada que de música.
Antes la poesía se adornaba de kilos de metáforas, de metros y metros de eso precisamente, de metros variados, pero siempre bien medidos y disciplinados, y almacenaba estrofas en la alacena de la métrica, y con frecuencia visitaba esa bien nutrida alacena.
Ahora toca delgadez, renunciación, susurro, bisbiseo. Incluso hasta la tartamudez, de puro quiebro de la voz poética. Se transgrede, o se ignora, la escansión, como se ignora y se transgrede la lógica y la sintaxis.
Pero la anorexia no es sólo una enfermedad del cuerpo o un defecto de forma. Es una enfermedad mental. La delgadez empieza por la mente. Se predica la poesía del silencio. Quizás porque en la mente no hay más que eso: silencio, delgadez, vacío. Y cuando el contenido se debilita o se esfuma, también la forma, que es su carne, se reduce y se afloja.
(Nota: La presente descripción no pretende describir todo el territorio, sino algunas de sus más conocidas provincias)
domingo, 28 de enero de 2007
Una pregunta fundadora
Pero no recuerdo dónde leí que había dicho que el principio de toda filosofía, o de todo pensar filosófico, era esta pregunta:
¿Por qué existe Algo y no simplemente Nada?
Sí, señor, ésa y no otra es la primera pregunta. ¿Por qué existe algo -espíritu, materia, las dos cosas- y no simplemente nada?
Pero me temo que ninguna filosofía pueda ofrecer la respuesta.
viernes, 26 de enero de 2007
"Llaneza, muchacho, y no te encumbres"
Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo, ex-Presidente del Gobierno, ayer, día 25, en su discurso de ingreso en el Consejo de Estado.
martes, 23 de enero de 2007
El gran libro del tiempo
Libro infinito del tiempo,
perdidos entre sus páginas
todos en él parecemos.
Al principio o al final,
toda palabra en un libro
es una necesidad.
Es el tiempo como un libro.
Por más que pases sus páginas,
sigue siendo el mismo libro.
Dios es eterno, y escribe
este gran libro del tiempo
en que sólo el hombre es libre.
Lo leído está leído,
pero no quiere decir
que haya desaparecido.
Libro infinito del tiempo,
salvados entre sus páginas
todos en él seguiremos.
*
Pero un buen día
pasaremos del libro
hasta la vida.
Ya no seremos
personas de teatro,
y vendremos a ser
lo que seamos.
lunes, 22 de enero de 2007
Premios (bien) manipulados
"bien sabido resulta que los premios sabiamente manipulados suelen acertar más que los que se dejan enteramente al albur de la casualidad y al distraído criterio de los jurados."Y, en efecto, lleva el crítico ovetense más razón que un santo, porque así es como suele ocurrir. Los jurados, o no leen, o no se dan cuenta de lo que leen. Salvo excepciones.
No siempre la "manipulación" es negativa. Algún día escribiré un "Elogio del recomendado".
Pero, más allá de la hipótesis teórica, y a efectos de su verificación, repárese en que la mentada reseña trataba de sendos nuevos libros poéticos de Felipe Benítez Reyes y Benjamín Prado.
(Pero qué malo es este García Martín. Uy, pero qué malo...)
domingo, 21 de enero de 2007
Neotomismo
Lo que me aleja del tomismo es que parece tener respuestas para todo.
Pobre Rico
sábado, 20 de enero de 2007
Poemas de memoria
Reconozco que yo mismo, ay, soy un desastre para esto de la memoria. Son muy pocas las poesías que me sé de coro. Y una de esas pocas son estos versos que Manuel José Quintana estampó en el álbum de una joven dama cuyo salón frecuentaba (y cito de memoria):
¿Qué pondré en verso yo aquíNo los leí en el propio Quintana, sino en Azorín, que los citaba en alguno de sus libros con encomio. Desde entonces me han acompañado.
para Flora de Ferrer?
Galanterías, desdicen
de mi enfadosa vejez;
lisonjas, yo no las sé.
Pido al cielo que de rosas
siempre sembrados estén
los caminos de la vida
para Flora de Ferrer.
Qué caprichosa es la memoria. Ya me podía haber aprendido enteras las Coplas de Manrique o las Rimas divinas de Lope. Más prodigioso aun hubiese sido ser capaz de recitar entera La Araucana. Pero, no, una poesía trazada a vuelapluma en el álbum de una señorita hace siglos difunta. Misterios de la memoria.
viernes, 19 de enero de 2007
Publicidad, ideología
Por ejemplo, éste de la DGT:
No podemos conducir por ti...Y estos puntos suspensivos revelarán la ambición y el fracaso del Estado interventor y metomentodo de nuestros días, que ojalá los hombres del 2050 hayan ya superado.
domingo, 14 de enero de 2007
Música en mí
Cuando me paro a contemplar mi estado de lamentable analfabetismo musical, no tengo más remedio que echarle las culpas al sistema educativo español, que es poco más o menos lo que solemos hacer todos, lo mismo sea para un roto que para un descosido. A falta de que en esos años tiernos nos impartieran una sistemática historia de la música, desde los griegos a Schömberg, porque la música era siempre una maría y la profesora era casi siempre la que no servía para dar otra cosa, y como el Conservatorio no lo he pisado nunca, porque nada más el nombre me provocaba olor a cloroformo, uno se tiene que conformar con el latoncillo falso y autodidáctico, hecho un poco a trompicones, de la propia biografía, y comprobar que el oleaje de los años le ha ido adhiriendo en la piel una costra de sonidos, un rebozado caótico de músicas que han sonado un poco al azar, según las modas, según las ocasiones, según de quién o de qué anduviese enamorado en cada momento, configurando el propio paisaje sentimental.
Porque, al final, la vida de un hombre, como la vida de un pueblo, puede resumirse en un conjunto de sonidos: el de las palabras, el de las notas. Letra y música. No imágenes, porque la vida de uno da para pocas imágenes; la vida de uno es casi invisible. Letra y música de canciones de moda, de canciones de un solo verano, tan efímeras, tan pegadizas; de la polifonía de las cortes renacentistas; del grito desgarrador del martinete o del airoso compás de la bulería; del agridulce y sentimentaloide cuplé de la Piquer o del estremecimiento genital de Elvis-The-Pelvis, sin olvidar el Veni Creator Spiritus, el Pange Lingua o el himno del colegio. Todo un puzzle.
Porque eso es lo que más le inquieta a uno. Que en materia musical no tenga gusto, al menos gusto fijo, y que lo mismo le puedan emocionar Triana Pura que Georg Phillip Telemann, un suponer, Kiko Veneno lo mismo que François de Couperin, según las ocasiones, según las compañías, buenas o malas, que de todas, ocasiones y compañías, ha tenido uno.
A veces he pensado en qué música me gustaría que se tocase (enlatada, para no fastidiar mucho) en mis funerales, algo así como el resumen sonoro de mi vida. Y no he encontrado ninguna con que atarear a mis albaceas. Yo, en ese momento, elegiría la música según el humor que tuviese. Pero, como me temo que en ese trance no me encontraría con humor para nada, aún mantengo el codicilo en blanco en el apartado correspondiente a esta cuestión.
Y, mientras tanto, voy dejando que la vida me sorprenda con sus sonidos extraños e impredecibles, y lo mismo escucho la radio clásica que la decibélica y estereofónica emisora que sólo le da novedades al aire. Lo mismo voy a un concierto en un templo o en un teatro que coloco un disco de flamenco en la soledad de mi escritorio o me dejo llevar por la melodía rara, cada vez más rara, del afilador que pasa en la calle arrastrando las notas de su cansino caramillo (porque eso, digo yo, será también música, ¿no?).
Y dejo que la música me envuelva en su humo sonoro, y me haga ver en la niebla lo que pocas veces veo en los días despejados. “Je crains la nuit quand tu n’es pas là”, canta Céline Dion en el disco que acabo de poner mientras escribo estas líneas.
jueves, 11 de enero de 2007
Cantares
De las potencias del alma,
la memoria es la más cruel,
porque causa el mayor mal
recordando el mayor bien.
*
Cuando se quiere de veras,
no se mira el qué dirán:
quien tiene fe en un camino
no vuelve la cara atrás.
*
Dicen que las penas matan,
yo digo que no es así;
que si las penas mataran,
me hubieran matado a mí.
[de Cantes flamencos y cantares, de Antonio Machado y Álvarez, Demófilo, edición en col. Austral]
martes, 9 de enero de 2007
Marcelino, el insensato
Pero no era un escritor, se me dirá tal vez, tan sólo un erudito, un sabio si se quiere, un polígrafo, el polígrafo montañés, según la reiterada y socorrida perífrasis antonomástica, y toda erudición, como él mismo había dicho, lleva grabada su fecha de caducidad… Y sin embargo, sí, firmemente está uno convencido de que don Marcelino era, ante todo y sobre todo, un escritor. Un soberbio escritor. Entienden algunos que escritor es aquel que escribe novelas, dramas o poemas. Para mí, escritor es aquel que dialoga en voz alta —quiero decir: en letra impresa— con la tradición. Dialogar quiere decir escuchar, atender, recibir, pero también razonar, hablar, poner nuevos datos y argumentos sobre la mesa. A través de sus novelas, Pérez Galdós, Clarín, Alarcón, Valera, Palacio Valdés o Pardo Bazán armaban un discurso sobre la España contemporánea; Menéndez Pelayo hacía lo mismo a través de la erudición, del ensayo, de la crítica.
No era un gramático, sino un estético. Despreciaba, o apreciaba poco, o quizás fuera mejor decir que apreciaba en su justa medida, las cominerías del filólogo, siendo así que era él un consumado y pertinaz revolvedor de archivos, códices y cartapacios. Por eso, para historiar nuestra literatura, se decide antes, y como paso necesariamente previo, a hacer la historia de las ideas estéticas. Por eso, en su temprana juventud, comienza fijando posiciones estéticas, que sustancialmente no variará jamás. Su crítica es siempre crítica artística, literaria, no lingüística, ni filológica, ni gramática, ni pedantesca.
Lo que a primera vista primero sorprende de Menéndez Pelayo es la precocidad de sus talentos, la vastedad de sus lecturas, el inmenso caudal de su erudición, pero no es eso lo esencial ni lo más importante, ni desde luego lo perdurable de su obra. Azorín, en un artículo escrito poco después de su muerte, sentenciaba: «Cuando se haga un estudio desapasionado de Menéndez y Pelayo habrá que contar sus grandes excelencias, pero habrá que decir otras cosas. Habrá que decir que su estilo es más oratorio, prolijo y redundante que analítico y de menudas pinceladas, sobrio y preciso; que le ha faltado amor a las manifestaciones nuevas de la estética; que, en suma, su crítica ha sido erudita, enumerativa, y no interna, interpretativa, psicológica.» Doce años más tarde, en 1924, Azorín evoca la figura del maestro con muy distinto tono, exactamente el contrario: «Menéndez y Pelayo —dice ahora el de Monóvar— no es un autor muerto; su prosa y sus obras están vivas, y su estilo, admirable, es como un venero donde hay que ir constantemente en busca de riqueza.» Y es que Menéndez Pelayo suscitaba la polémica, la adhesión o el rechazo, desde el primer momento. Y hasta el final. Aún estaba caliente su cadáver, y un juvenil Andrés González Blanco informa: «Yo recuerdo que en estos días subsiguientes a la muerte de Menéndez Pelayo se dijo con desdén que, así como el maestro guardaba con amor un libro viejo, así nosotros los jóvenes guardaríamos los suyos como libros viejos también que ya no queríamos leer…» Y es que el vaivén comenzaba, de críticas acerbas y elogios desmedidos, donde no es fácil deslindar los campos. La apoteosis del llamado polígrafo montañés parece llegada, o renovada, cuando, en los años de la postguerra, el franquismo simuló, en bien urdida operación de imagen, que alzaba a don Marcelino a la categoría de intelectual de guardia, con la Edición Nacional de sus obras y otros fastos y liturgias. No extraña que un atrabiliario y apresurado Luis Cernuda le retratase por entonces en el poema “Góngora” de Cómo quien espera el alba con aquel vitriólico verso de «el montañés henchido por sus dogmas». Pero un más ecuánime Enrique Díez-Canedo, e igualmente desde el exilio, denunciaba la apropiación indebida de su figura por uno de los dos bandos, y el intento de hacerle entrar, como con calzador, en la pugna (que, por otra parte, don Marcelino no pudo ni intuir, pues había fallecido en 1912), «representando a una facción, a él, que pudiera ser piedra angular y cifra perfecta de un entendimiento entre todas». Pero de todo esto estamos hoy muy lejos.
Hoy quizás, a Menéndez Pelayo se le lee muy poco y se le tiene por cosa del pasado, sin ninguna influencia ni interés para el presente. La polémica sobre si era o no poeta, en la que terciaron muchos, entre ellos Clarín, ya no interesa a nadie. En vano Andrés González Blanco resaltaba la buena hechura de unos versos:
Puso Dios en mis cántabras montañas
auras de libertad, tocas de nieve,
y las venas del hierro en sus entrañas…
o la veta amorosa de Remember, Sus ojos, o de los versos a Epicaris y a Lidia, o la celebridad de su Epístola a Horacio:
Yo guardo con amor un libro viejo,
de mal papel y tipos revesados…
Todo en vano, porque nadie habla ya en serio de Menéndez Pelayo como poeta, ni nadie lo antologa (salvo alguna excepción, como la de Jorge Urrutia). Claro que él mismo se había jubilado como poeta, desde muy pronto (como se apartó en un momento dado del amor), para dedicarse full time a su titánica empresa.
Y, sin embargo, hay un poeta en Menéndez Pelayo, que no sólo está en sus versos, sino en su prosa, y sobre todo, en su viva sensibilidad y en su genial intuición para valorar la obra de los demás, antiguos y modernos. Precisamente porque no era sólo un mero bibliófilo ni un atiborrado erudito, sino que poseía en alto grado dotes de comprensión poética, es por lo que Dámaso Alonso destacó lo que le hace más perdurable y le mantiene imprescindible todavía hoy: «Para mí —decía Dámaso— Menéndez Pelayo fue un gran estilista... Porque entiendo por estilista el hombre que logra conllevar rápida y directamente las intuiciones, las ideas y los sentimientos que desea a la mente del lector. Menéndez Pelayo, como crítico, ante una obra literaria, con un instinto prodigioso sabía apoderarse (quizá entre cientos de páginas o versos) de lo más característico, de lo más intenso, y presentarlo al lector y ofrecerle las épocas, los hombres, los modos y modas literarias, los rasgos de una obra, de tal manera concentrados y potencializados, que penetran en el cerebro y nunca se olvidan.» Y añadía el autor de Hijos de la ira (creo que la valoración es definitiva): «…tuvo una extraña potencia: la de “plasmar” rápidamente sus lecturas. Su talento crítico estaba en la iluminación, en la rapidez de intuición conjunta de enormes zonas exploradas, en la constante fluencia de la justa expresión.» Y Dámaso no hacía sino coincidir con Guillermo de Torre cuando éste remarcaba lo medular y permanente de su obra: «el nervio vivo de su estilo» y «la hondura de su penetración artística».
Es verdad que quizás no comprendió a Bécquer, que no seleccionó ninguna de las de Rosalía en sus Cien mejores poesías líricas, que sólo algo tardíamente supo reconciliarse con la lírica de Heine... Pero no se le puede pedir todo a uno. «Al hablar de literatura contemporánea, yo vengo como caído de las nubes», dijo una vez, con modestia algo exagerada, pero no demasiado.
A los jóvenes actuales, el nombre de Menéndez Pelayo tal vez les suene a rancio, a caverna, a cosa carca y amojamada, completamente anacrónica. Un señor que defendía la Inquisición… Pero que también fue de los pocos que defendió la frustrada candidatura de una mujer, la Pardo Bazán, para su ingreso en la Real Academia, frente a tanto artrítico machista, o la de un heterodoxo como Galdós, de quien supo ser amigo «a pesar de nuestra pública y notoria discordancia en puntos muy esenciales», y a quien él mismo recibió con un, todavía hoy, imprescindible discurso.Y pocos como él, que alardeaba de «español incorregible», se acercaron con tanto amor y tanta comprensión a la lengua y cultura catalanas.
Si Menéndez Pelayo es escritor, y no sólo por el estilo, es por su vida. Por su leyenda. Desterremos infundios, como el de su supuesta, indemostrable e inverosímil dipsomanía. Su leyenda está en otra parte. En sus amores, tan frívolos como trágicos. En sus duelos y hasta cachiporrazos (es fama que partió un paraguas en las espaldas de Cotarelo). En sus distracciones de sabio, en su incapacidad para la vida cotidiana, en su bohemia de tertulia aristocrática y académico solterón. En su extraña y paradójica, o no tan paradójica ni extraña, conciliación entre paganismo y catolicidad. Pero, sobre todo, en su titanismo, por el que acabó sucumbiendo cuando apenas había cumplido los cincuenta y seis años. Así, «El Titán», se titulaba el artículo que sobre el santanderino publicó en La Nación de Buenos Aires Guillermo de Torre. El Titán de los libros. El Hombre que Lee, y a esta pasión, la de leer, la de hablar con los muertos y algunos pocos vivos, lo sacrifica todo. Vida sedentaria y antihigiénica; paseos, sí, pero en tranvía… y leyendo. Leía hasta mientras dormía, que dijera Clarín, aunque más exacto fuera decir que leía… cuando debería dormir. De ahí los raudales de café que ingirió, como Balzac, toda su vida. Su cuerpo, al fin, tan maltratado, se derrumbó: «Qué lástima tener que morir cuando me faltaban tantas cosas que leer». Y es ésa otra frase para marmorizar su leyenda. Guillermo de Torre lo llamó Titán, el Titán de los Libros. Su madre, menos letrada que el crítico ultraísta, le llamaba el insensato. Era ella la que, siendo aún niño, le apagaba o le escondía las bujías para que no leyese de noche, la que le aconsejaba que se casase, que no trabajase tanto, que no fuera tan insensato. Y algo de insensatez hay en el hombre que se entrega tan encendida, tan exclusivamente a una sola pasión. O algo de titánico, que todo es según y conforme. Hay cosas tal vez que no se deciden, que nos vienen rodadas o empujadas por los tercos y lentos bueyes del carro de la fortuna, próspera o adversa, aunque creamos que la decisión la tomamos nosotros. Menéndez Pelayo es, sí, un sabio de novela, o de leyenda, o de tragedia. Un sabio con sangre, aunque la sangre se le fuera trasfundiendo en tinta, esas manchas de tinta en la cama de su cuarto en la madrileña Fonda de las Naciones.
Sus ojos nunca necesitaron de espejuelos, a pesar de tanto haber fijado la vista en manuscritos e impresos. Sus ojos oscuros, algo saltones, vivísimos hasta el final, aún nos miran. Desde el grabado de Bartolomé Maura, el catedrático a los veintidós años, desde la fotografía en el jardín de los duques de Villahermosa, desde el retrato de Kaulak, ya encanecido, desde el óleo de Sorolla, que lo pinta orondo y jovial, niño viejo o viejo aniñado. Nos miran desde el pasado, cierto, y de un pasado cada vez más lejano. Leer a Menéndez Pelayo es empresa que arredra: basta contemplar, puestos uno tras otro, los sesenta y seis nutridos volúmenes de sus obras completas en la llamada edición nacional, más los veintitrés de su epistolario. No hay que leerlos todos, tal vez necesitaríamos hoy unas obras selectas, o una antología generosa pero bien escogida y, desde luego, actualizada. Que no la hay, que quizás no vaya a haberla, porque Menéndez Pelayo parece haber entrado en la categoría de los raros y curiosos, de los olvidados, de los preteridos cuyos libros no se encuentran sino en rastros y almonedas, en librerías de lance y en las bibliotecas comidas de ratones.
No sé si aconsejar el titanismo, o la insensatez, pero si de algo estoy seguro es de que Menéndez Pelayo hizo de la erudición una novela: la novela de España. Y de su vida, un drama: el del gigante vencido por los enanos. Se lamentó, al morir, tan sólo de lo que le quedaba por leer. Borges lo dijo después de otra manera, al contemplar, o al palpar, los volúmenes de la biblioteca: «alguno habrá que no leeremos nunca». Y esa es la tragedia, la tragedia titánica de tantos letraheridos lectores, como aquel Marcelino, el insensato (según le llamaba su mamá de él).
[Publicado en Galería de Retratos, selección y prólogo de Fruela Fernández, Gijón, Llibros del Pexe, 2004]
lunes, 8 de enero de 2007
De nueva poesía
[Al leer Oficio, antología de J. M. Ibáñez Langlois]
Tanto que buscan nueva poesía
o poesía nueva yo no sé
de la experiencia de la esencia bueno
de lo que sea pero nueva hombre
y no se fijan en la buena nueva qué cansancio tan grande
otra vez sí otra vez la buena nueva
pero lo dice un cura venga vamos
un oficio sujeto a la reconversión industrial
a la regulación de empleo a la jubilación anticipada
un cura y qué porque encima arrogante reincidente pesado
matraca ritornello cantinela
resucitó resucitó resucitó
faltan pruebas la filología la arqueología la ciencia infusa
le ponen cuesta arriba al evangelio nunca oyeron hablar de los apócrifos
las reliquias leyenda vamos hombre
el prepucio de Jesús la leche de la Virgen todo es oscurantismo
y por si fuera poco Nietzsche y Feuerbach no se olviden de Lenin y de Stalin
no se olviden de Hitler que tampoco era manco y ahora viene
este hombre soy cura y qué dice el tío
soy la imagen de Dios que se pasea
entre puras imágenes de Dios mientras nosotros
vamos progresando ultrasónicamente hacia el futuro
en un dantesco panorama de embriones fríos y de ancianos sedados
todo sea por la patria del progreso cada uno en su nicho
de soledad de divorcio de unos contra otros de uno con sí mismo
de solidaridad forzada por impuestos nunca de caridad
por el amor de Dios qué cosa tan antigua
progreso que conduce el ingeniero gran hermano que sabe bien tratar
gran timonel mejor que nadie el material humano
y entonces va venga vamos este hombre
que dice que es cura y qué y no es más que poeta
otro poeta yo los expulsaría de la república
son amigos de novedades
y este en particular es más extravagante
porque dice que un antes y un después
que sólo hay un antes y un después
una revolución un titular que cambia la historia
pero que verdaderamente es de portada venga vamos
una nueva poesía una vanguardia que camina hacia el cielo
y que encima no es él es su maestro
un galileo ajusticiado hace dos mil años
y es la buena nueva la nueva poesía
resucitó resucitó resucitó
la poesía que estaban esperando los críticos rabiosos muy atentos
a la actualidad nuevas tendencias es lo que se lleva
lo dice un cura
y qué
y un antes y un después y sólo hay Viejo y Nuevo
y la Historia partida en dos mitades y después de eso
qué novedad ha habido díganme
qué novedad se espera que no esté ya prevista
por eso buena nueva nueva buena la noticia
de mayor impacto y de mayor alcance
aunque sea con dos mil años de retraso
dos mil años radiándose
y este hombre se empeña en radiarla de nuevo
por radio digital
qué poeta qué profeta más nuevo
más antiguo
más de todos los tiempos
como éste
más a la moda nuevo nuevo nuevo
y más contra la moda eterno eterno eterno
y ahora
ya no qué sino quién es la pregunta.
domingo, 7 de enero de 2007
El prestigio social de la novela
En el siglo de oro el género literario de mayor prestigio era el poema épico. Ahora lo es la novela. Si no has escrito una novela, parece que no eres escritor. Y si has escrito novelas, y has obtenido un mediano éxito con ellas, entonces ya puedes pontificar de todo lo divino y humano. Te ofrecerán columnas de opinión, colaborarás en los suplementos dominicales, en las tertulias... Eres novelista, y eso es algo serio.
Parece, no lo neguemos, que este prestigio social se asienta en una realidad del mercado: se venden más, muchas más, novelas que poemarios o que ensayos o que diarios.
Pero, ¿prestigio social equivale a prestigio literario?
La mayoría de las novelas no compensan el esfuerzo de leerlas. Trescientas o cuatrocientas páginas son muchas páginas. Demasiados minutos para el reloj de arena de nuestro escaso tiempo.
Con todo, no recomiendo yo ni verlas a las novelas, como aquel célebre dómine. Muchas hay que han marcado una impronta en nuestra sensibilidad. Pero de ahí a considerarlas el príncipe, o la princesa, de los géneros literarios media un abismo.
Lo que importa, al final, es la obra, sea de un género, de otro, o de muchos a la vez. Su cantidad de luz o de verdad.
No creamos en la muerte de la novela. Pero tampoco en que sea lo único que vive.
viernes, 5 de enero de 2007
Autonovela de desconocido
Por eso dijo Pío Baroja (algunos le atribuyen la frase a Cela) que novela era todo libro que, debajo del título, pusiese el rótulo de "novela", lo cual era menos una definición que una ocurrencia.
Leo estos días primeros del año Arco del paraíso, el último libro de José Luis García Martín. Y lo leo como una novela. Porque lo creo una novela. Hay un milieu, un paisaje, un escenario de fondo, Venecia, una ciudad que es todas las ciudades, incluso todas las aldeas, como la escondida y perdísima Moncóu. Hay una acción narrada, una apasionante trama que no es más, ni menos, que "un largo paseo por los recovecos de la memoria, por los anaqueles de mi biblioteca". Personajes secundarios, unos más conocidos que otros, como Giacomo Casanova, Goldoni, Moratín, Pedro Antonio de Alarcón, Giorgio, Paul Morand, Amós Escalante, Tiziana, Ismail Effendi... Y un protagonista-narrador, que sostiene una tertulia las tardes de los viernes en Oviedo, que ha escrito libros, pero que no es el conocido profesor y crítico ovetense, sino alguien que tiene por aspiración máxima en su vida ser eterno peatón en Venecia, pero un peatón muy especial: "Peatón en Venecia, el dedo sobre el plano, lejos de Venecia, quizá la única manera de estar de verdad en ella."
Un protagonista que, en medio del laberinto de calles, canales y campi, tiene las cosas muy claras:
"Estar de paso es la mejor manera de estar en cualquier lugar: hay placeres que son sólo para el amante fugaz, placeres que el fiel marido ignorará siempre. Venecia guarda sus incomodidades, sus malos humores, para los que viven en ella: sólo entrega su mejor sonrisa a los que llegan, besan y se van. Y vuelven, como yo, siempre que pueden."
Un protagonista que ha alcanzado y nos entrega una filosofía entre resignada y libertina y, hablando de ciudades, no nos habla sólo de ciudades:
"Ser un don Juan de las ciudades: amarlas todas, encontrar en todas, incluso en el más polvoriento poblachón, un rincón digno de ser acariciado, pero no casarse con ninguna. Irse cuando todavía nos gustaría quedarnos."
Por último, las generosas dosis de psicalipsis que humedecen el libro nos acaban de convencer de que se trata de una novela: el ingrediente no falta en casi ninguna de las que se escriben hoy.
Puede que tuviera razón don Pío Baroja, y que una novela sea cualquier libro que el autor o el editor subtitulen como novela, pero hay novelas que no salen en colecciones de narrativa, novelas que no llevan el rótulo novela.
jueves, 4 de enero de 2007
Luis López Anglada (1919-2007)
SONETO PARA EL FINAL
Tal vez, cuando después de haber vivido
llegue un amanecer a despertarme
les diga a los que puedan escucharme:
¡Qué sueño tan extraño el que he tenido!
Porque, efectivamente, si no ha sido
más que un sueño la vida, al acordarme
de tanto como vino a enamorarme
tendré que darlo todo por perdido.
Tanto peregrinar, tantos sucesos,
tanto cambiar las penas por los besos,
tanto opinar y tanto desengaño,
cuando, de pronto, acabe con la muerte
con el que al otro lado me despierte
comentaré: ¡Qué sueño tan extraño!
miércoles, 3 de enero de 2007
El fin de la magia
En él me llama la atención este poema, Columna, que juega con la polisemia de la palabra que le da el título:
De mármol o de humo,
de soldados,
en el apresurado fluir
de los periódicos:
siempre es signo
de soledad,
sostiene los palacios,
las batallas,
sostiene una opinión.
Y permanece erguida
entre ruinas,
entre la derrota,
contra las voces de los otros.
Y al leerlo, comprende uno mejor a aquellos estilitas, como San Simeón (sí, ése al que en 1965 llevó al cine Luis Buñuel), cuya festividad por cierto se celebra dentro de dos días (el 5 de enero) y cuya vida puede leerse aquí. Y, claro, no es extraño que siga habiendo estilitas, incluso en internet y con blog. O que algunas sean de oloroso humo de leña de Zahara de la Sierra.
Es que es lo que somos, columnas solitarias, o bosque de columnas de un palacio en ruinas que en vano intentamos reconstruir nosotros solos.
Por cierto que El fin de la magia contiene varios poemas antológicos, éste es sólo uno de ellos. No sé si lo había dicho.