LA FRASE

"Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad."

Sir Arthur Conan Doyle
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miércoles, 3 de octubre de 2007

El pensamiento único

Quien inventó la expresión “pensamiento único” echó a rodar por el mundo una moneda falsa de pobrísima aleación. Porque si hay algo que no pueda ser único, desde que el mundo es mundo, es el pensamiento, que no tiene otro remedio que desdoblarse y pensar en lo otro cada vez que piensa en lo uno. Ya los griegos, y a partir de entonces todos tras de ellos, tuvieron los partidarios del “todo fluye” y los partidarios de la quietud y la negación del movimiento. Y no se trata de líneas paralelas, que nunca se toquen, sino de líneas que se cruzan, dando lugar a nuevas dualidades y matizaciones. Es la ortodoxia la que genera la heterodoxia, y es la heterodoxia (“por asco de la greña jacobina”) lo que nos lleva a aferrarnos a la ortodoxia.

En toda la historia del hombre jamás ha habido un solo momento de asentimiento unánime y universal. Los mismos temas, las mismas preguntas, las mismas aporías, los mismos dilemas nos torturan, desesperadamente, siglo tras siglo. Heráclito y Parménides siguen vivos, y siguen sin ponerse de acuerdo. Ambos cambian de nombre (Kant, Berkeley, Vico, Ortega…) pero siguen debatiendo lo mismo. De lo mismo. Sin acuerdo.

No es posible el pensamiento único. Quizás la peor condena de Adán y su linaje fuera ésa: por los siglos de los siglos condenados a no entenderse, a no compartir. Ni siquiera las ideas.

Y eso que hubo Alguien que nos lanzó su desafío: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida."

Aparentemente, no ha servido para mucho. O sí.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Me sopla España

Dice Savater (jamás un ingenio más brillante circuló más a oscuras por las carreteras de nuestro país) que la idea de España "se la sopla", como antes dijo que "se la suda", lo cual no deja de ser, aparte de metáforas más o menos húmedas o aéreas, un hito recordable en el lenguaje filosófico perfectamente entendible, y no como Kant o como Sanz del Río, que no se les entendía casi nada.
Por cierto, que añade nuestro filósofo de prisa (y de PRI.SA), y por ello quizás, por lo de la prisa digo, algo atolondrado, que "España es una cosa que no me produce ni frío ni calor, es una entidad metafísica que no me interesa en absoluto": y la verdad, extraña un tantico que precisamente un filósofo rechace o minusvalore algo por ser precisamente una entidad metafísica. Es como si un médico despreciase la Anatomía o un carpintero calumniase el martillo o la garlopa.
Metafísica o no, la idea de España podrá ser efectivamente una idea, pero es también una realidad: la realidad histórica de España, cosa que no sabemos si Savater habrá estudiado a fondo. O no. Que ya se sabe que tanta cámara y tanto foco y tanto libro urdido, o zurcido, en poco tiempo y mucho éxito (mediático) no dejan tiempo casi pa na.
Pero si no se respeta la metafísica, al menos sería de agradecer que se respetase la lógica. Dice Savater que "España será lo que los españoles quieran" (¿a qué nos suena esto...? ¡Sí, a Ibarreche retraducido al castellano!) porque "a escala nacional, no hay más autodeterminación que la de los españoles". Y es que a Savater le interesa el Estado, le interesan los ciudadanos, y de la patria dice (o repite la chorrada de) que la única verdadera es la infancia.
Ahora bien: Estado e individuos son cosas contrapuestas, aunque no excluyentes entre sí. O España es meramente un Estado (cosa perfectamente compatible con la doctrina nacionalista, por no decir idéntica) o es un conjunto de individuos en permanente asamblea (¡Ay, Fernando, que ya no estamos en los felices tiempos de los PNN!). En ambos casos sería legítima la opción de una parte o de un subconjunto de dividirse o separarse, abriendo un proceso interminable de mitosis celular. Que no tiene necesariamente que terminar en el cantón de Cartagena, sino incluso más lejos. ¿Por qué Olivenza, que será también un mero conjunto de ciudadanos, no podrá decidir volver a ser portuguesa... o independiente?
Pero España no es meramente un Estado, o una Constitución vigente, o un número igual al de ciudadanos hoy vivos, sino una historia, una aventura, una singladura, y sobre todo, España significa muertos. España son sus muertos. Los de ayer, y los de anteayer y los del siglo XIII. Es verdad que los muertos no votan. Pero no es menos cierto que nosotros votamos por ellos. Porque hemos recibido su herencia. ¿Podemos rechazarla? Claro. Eso hacen algunos. Lo saben los notarios.
Yo -como otros muchos- no quiero rechazarla, ni en lo que tiene de bueno, ni en lo que tenga de malo. En todo caso, intentaremos mejorarla.
Ya sabíamos que Savater no cree en la vida eterna (ver notas de lectura, 1, 2, 3, 4 y 5); ahora sabemos que tampoco cree en la vida meramente histórica. España es una tómbola en que se rifa todo cada cuatro años.
A mí, querido Fernando (porque yo a Fernando lo quiero, que diría el ministro Bermejo), España no me la sopla, sino que me sopla. Y a veces con furia. Sobre todo cuando veo a ciertos filósofos (que no filósofos ciertos) no ya despreciar la metafísica o suprimir la historia, sino atentar contra las reglas del juego de la lógica. Y eso sí que no, la lógica no me la toquen.
Porque si España es una idea, es una idea... lógica. Y donde mejor se ve es al contraluz o por contraste: después de todo, gracias, Fernando.

domingo, 27 de mayo de 2007

Ser a medias

Hay que sobresalir. Como sea. En lo que sea. No importa si en el vicio o en la virtud. Destacar, acentuar, apurar el vaso hasta las heces. Extralimitarse, eso, extralimitarse es lo mejor, lo aconsejable, lo aconsejado por unanimidad.
En el arte y en la vida de la modernidad (o de la ROM) no hay cosa peor vista que la aurea mediocritas de los clásicos. No hay cosa que hoy tenga peor fama que la mesura, que el equilibrio. Se predica lo contrario: la pasión desbordante y exclusiva. Se desprecia la medianía, la grisura. El loco más admirado es el monotemático. Y el capaz de llevar su locura hasta el final.
Y, en parte, así debe ser. El arte necesita exagerar, hiperbolizar, para destacar y separar del caos de la realidad aquello sobre que nos quiere llamar la atención. Un personaje de novela nos pasaría desapercibido en la vida. El novelista lo encuentra, y su novela, es decir, su exageración, es como un pedestal en que lo erige destacado, visible para todos.
Las familias felices no tienen historia. Las personas normales -rara avis, claro, pero haberlas haylas- no destacamos por nada, somos grises, medianos... mediocres. Somos, pero somos a medias.
Quiero decir que somos a medias muchas cosas. De poetas, tontos y locos todos tenemos un poco. Sólo un poco. No llegamos a echarnos a los caminos a desfacer entuertos.
Yo hubiera querido coronar mi vida con una rotundidad desmesurada, con una nota vibrante y destacada. Ser algo. Pero me he dado cuenta de que sólo he llegado a ser muchos algos deshilachados, como retales de una pieza imposible. Hubiera querido ser o como Kant, que nunca salió de su pueblo, o como Martín López-Vega, que ha fatigado las calles de cinco continentes. Pero no, ha visitado uno unas pocas ciudades, pero ni siquiera conoce todos los rincones de su propio pueblo, ni todas sus leyendas, ni todos sus personajes. Ni cateto ni cosmopolita, vaya mediocridad.
Se me dirá que me autoflagelo, y que me humillo... para que me ensalcen. Como si quisiera provocar que alguien me dijera "Que vas a ser mediocre, con lo que tú vales..." Y no me humillo ni me lamento. Medito. Reflexiono. Y no llego a ninguna conclusión.
¿Es lo mismo mediocridad que medianía? ¿Es lo mismo medianía que equilibrio? No deben ser cosas idénticas. No lo son. Pero puede que alguna vez se confundan.
Vive uno acosado por Hacienda, apurado por la hipoteca, contando los dinerillos para tal o cual compra extraordinaria o no tan extraordinaria... pero no llega a ser un tramposo tan formidable como Balzac y tampoco tiene a los acreedores aguardándole a la puerta de la casa. Come uno todos los días, y hasta se viste y calza con mediana, eso, mediana dignidad. Claro que tampoco tiene uno las joyas ni los cuadros que tenía Balzac. Ni menos se cartea con ninguna duquesa, ni polaca ni española.
No sé ya adónde quería llegar. Empecé con un tono y he terminado con otro. Es lo que tiene ponerse a escribir sin ideas previas. Sólo con intuiciones y barruntos.
Así que hoy no toca conclusión. Por lo menos yo no la hallo.

sábado, 21 de octubre de 2006

Saber personal

[La escuela de Atenas, de Rafael]

“Todo lo sabemos entre todos”. No recuerdo ahora quién dijo o a quién se le atribuye esta consoladora frase. Y es cierta en cierto sentido. Ahí están las bibliotecas, las enciclopedias, los buscadores de la red… Ahí está lo que envarada y pomposamente llaman “la comunidad científica”. Puede que el especialista X no lo sepa, pero el especialista Y sí que lo sabe, y los saberes de ambos, X e Y, se complementan. Si yo no sé algo, lo pregunto, lo busco, lo consulto. Todo lo sabemos entre todos. Trabajamos en equipo. El hombre no sabe casi nada, pero la Humanidad sí que lo sabe casi todo. Qué bien, menos mal.

Pero no. El saber, todo saber, todo verdadero saber, es siempre un saber personal. Adquirido con esfuerzo y con sesgo, en un aquí y un ahora, en una carne perecedera instalada en la celdilla de su circunstancia. O sea, un saber relativo, contigente, insuficiente. Personal.

La vida de un hombre tiene plazo fijo, generalmente no muy largo. Y además, esa vida transcurre en unas circunstancias muy precisas, que la limitan como fronteras, aunque estas fronteras sean siempre porosas y llenas de mugas. Un hombre se adentra por la maraña de la filosofía. ¿Adónde llegará? ¿Con quién se quedará? ¿Qué proposiciones llegará a formular como evidentes?

No todos los pescadores pescan los mismos peces. Ahí está el mar, sí, y su zoología infinita, pero unos pescan pargos y otros sardinas. Unos traen marisco y otros vuelven a puerto con las redes vacías.

No existe la filosofía, sino la filosofía de Platón o la de Aristóteles, la de Kant o la de Hegel, la de Marx o la de Nietzsche.

Este mundo no tiene ventanas, las ventanas son los hombres. Y vemos el mundo a través de Newton o de Vico, de Marcel o de Sartre. Los filósofos nos abren ventanas al mundo, pero desde cada ventana se ven paisajes diferentes, perspectivas distintas. Podemos recorrer todas las estancias, asomarnos a todas las ventanas, pero, al final, tendremos que elegir, decidir cuál de todas ofrece las mejores vistas.

Ahora bien, si el saber es personal, ¿es también intransferible? El saber, cree uno, es comunicable. Pero, al comunicarse, se transforma. Ya no es exactamente el mismo. No se derrama sobre un recipiente vacío y aséptico. No se derrama, se conquista. No cae sobre un recipiente, sino sobre un hombre. Y el hombre nunca es tabula rasa. Se conquista, y en toda conquista hay daños colaterales, desperfectos indeseados, aunque también mejoras y renovaciones. Lo digiere un hombre, que hace mejor o peor sus digestiones, que tiene mejor o peor dentadura.

Sí, también el saber es una propiedad privada. Todo saber es siempre saber personal. Aunque pueda haber bienes comunales. Pero éstos siempre han rendido poco.


miércoles, 28 de junio de 2006

Germanías

La sociología de la Escuela de Frankfurt era, más que nada, una sociología de adorno.

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Kant tenía una filosofía de solterón: para él, efectivamente, la cosa en sí era impenetrable.

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Goethe ha sido quizás el único europeo que ha sabido nadar y guardar la ropa. Admirar a Napoleón y detestar la Revolución francesa. Clásico y romántico. Aristócrata y burgués. Ser grande y ser mezquino. O quizás no ha sido el único.

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Nietzsche: es comprensible que un pobre hombre sueñe con ser un sobre hombre.

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Thomas Mann: corazón latino y cabeza germánica. ¿O era al revés?

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Joseph Ratzinger: y sin embargo, Dios no se había olvidado de Alemania.

viernes, 2 de junio de 2006

Una palabra difícil

La explosión de los conocimientos ha arruinado el conocimiento. Ya no hay visión total, globalizadora, sino miradas parciales, subjetivas. El ensayo ha sustituido al tratado y a la summa. Todo es cuestión de perspectiva: el perspectivismo es la verdadera filosofía latente de nuestro tiempo.

No sólo las ciencias y las letras se han escindido, al parecer irremediablemente, sino que cada parcela, científica o humanística, se trocea y subdivide indefinidamente, incesantemente, de manera que el especialista se especializa cada vez más, y cada vez sabe más sobre menos. Y el especialismo requiere un esfuerzo agotador, tanto que el especialista se queda sin ganas y sin tiempo como para ocuparse de nada más. “El problema —así lo expone gráficamente Juan Arana— es que el metro cuadrado de sabiduría ha subido mucho de precio y hacen falta esfuerzos ímprobos para apropiarse una modesta parcela, de manera que tendemos a sentir plenamente realizada nuestra humanidad cuando lo conseguimos.” Y pone un ejemplo ilustrativo: si cada año se publican varios cientos de miles de teoremas, ¿qué matemático habrá que pueda seguir ese ritmo y estar al tanto de todo lo nuevo de su disciplina?

Arana rompe una lanza en favor de la interdisciplinareidad, concebida como una “síntesis teórica”.

Pero se me ocurren algunas dudas.

Primero, que esas síntesis ya existen. Constantemente se publican libros —sin contar las enciclopedias y los manuales y libros de texto— que pretenden ofrecer visiones globales de la cultura y del conocimiento, del tipo, por ejemplo, de Vida, naturaleza y ciencia. Todo lo que hay que saber, de Detlev Ganten, Thomas Deichmann y Thilo Spahl (Taurus, 2004) o La cultura. Todo lo que hay que saber de Dietrich Schwanitz (Suma de Letras, 2005) o Compendio de Historia cultural de Ute Daniel (Alianza, 2005) o muchos otros que parecen ser los herederos de las Etimologías isidorianas.

Segundo, que el concepto de interdisciplinareidad supone una neutralidad axiológica realmente inexistente. Como si todos los conocimientos y pensamientos pudieran concordarse sin contradicción. Pero la sabiduría no sólo presupone alcanzar la verdad, sino negar otras pretendidas verdades. Las “verdades” compiten. O se acepta la cosa en sí incognoscible, como Kant, o no se acepta, como Hegel, pongo por caso. A la verdad aspiran muchos, pero ¿quién la habrá conseguido? ¿Y qué sabio interdisciplinar podrá decidirlo? Por supuesto que la ley de Boyle-Mariotte carece de valor axiológico y que cualquiera en su sano juicio la considera probada e incontrovertible, pero las leyes físico-matemáticas nos hablan del cómo, no del por qué ni del para qué, que es precisamente aquello en lo que consiste la sabiduría.

Y tercero, el hombre común. Y no me refiero sólo al iletrado o escasamente cultivado, sino a los mismos licenciados y doctores, ya tan abundantes en nuestra sociedad. Ni siquiera la mayoría de estos tendrá la paciencia de leer todos esos libros interdisciplinares, y mucho menos para decidir y discernir racionalmente sobre todas las “verdades” parciales que se le ofrezcan. Pero es que en rigor él, el hombre común, el hombre cualquiera, cree que no le hace falta, porque ya sabe lo que tiene que saber para estar en el mundo. ¿Y qué es lo que sabe? Lo que cree saber. Porque la base de lo que somos no está en lo que sabemos, sino en lo que creemos. La gente no es de izquierdas o de derechas porque haya estudiado detenidamente las doctrinas económicas o sociales, sino porque se ha decidido y se ha posicionado. Es un acto de fe, de adhesión, de confianza o, como se dice ahora, de credibilidad. La gente no es evolucionista o creacionista porque haya leido libros de biología, sino porque “cree” una cosa u otra.

“El hombre —decía Ortega—, en el fondo, es crédulo o, lo que es igual, el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está formado por creencias. Éstas son, pues, la tierra firme sobre que nos afanamos.”

Ahora bien, la creencia como forma de conocimiento, o de apropiación o aprehensión del mundo, es algo bastante problemático. “Esta operación mental —decía Hume, uno de los primeros en fijarse en esto— ha sido hasta ahora uno de los mayores misterios de la filosofía”.

He aquí por qué tres razones cuando menos no creo en la interdisciplinariedad como solución al perspectivismo y al especialismo. La solución, pues, tendremos que buscarla en otro sitio. No en esa palabra tan difícil de escribir y pronunciar, interdisciplinariedad, sino en otra más antigua y más sencilla: sabiduría.

jueves, 11 de agosto de 2005

Formas de conocimiento

La fe es una herramienta más del conocimiento humano. Como la inteligencia, la razón o la intuición. Sin fe no podríamos vivir. Subimos a la planta 38 de un alto rascacielos. Nada sabemos de leyes de física, ni de arquitectura, ni de resistencia de materiales; en rigor, no sabemos si aquel edificio está o no bien hecho. Simplemente, confiamos. Nos entregamos, confiados, a lo creíble. Por supuesto la fe, como la intuición, no es un compartimiento estanco, aislado por completo de lo racional. De hecho, subimos a la planta 38 porque razonablemente creemos que no nos pasará nada. Pero carecemos de pruebas.
El conocimiento humano no es una herramienta, sino una caja de herramientas. Disponemos de la Razón, del Entendimiento, de la Intuición... De la Filosofía, de la Ciencia, del Sentido Común... Yo creo que la Fe forma también parte de esa caja de herramientas. Que se completan y complementan unas a otras.
A la Ciencia no le hace falta la Fe, y menos que ninguna la Fe religiosa. Pero la Ciencia sólo puede explicar, y parcialmente, cómo funcionan las cosas, cómo están constituidas, pero no por qué ni para qué. El talón de Aquiles de la Ciencia es su incapacidad para encontrar el sentido de las cosas. Desde el punto de vista científico, el hombre es, sí, una pasión inútil.
Sólo la Filosofía puede encontrar el sentido, sólo la Filosofía puede explicar el Mundo, y el puesto del hombre en el Cosmos.
Pero la Filosofía es también insuficiente: no se puede demostrar. De ahí la variedad de sistemas filosóficos a través de los siglos. Y un sistema filosófico no invalida otro (al revés de lo que ocurre en la Ciencia). Heidegger no supera a Platón; Hegel no invalida a Descartes, ni a Kant... Parece como si la Ciencia aportara certezas sin sentido, y la Filosofía sentidos sin certezas...
En la religión, forma suprema de la Fe, el hombre encuentra un sentido, pero ¿encuentra también una certeza? Y, por otra parte, ¿de qué religión hablamos?
La ciencia es una para japoneses y para colombianos, para alemanes y para somalíes. Pero hay varias religiones, sin contar las que ya no se practican ni las minoritarias.
La fuerza de la religión es ofrecer una certeza (ésta es la religión verdadera, éste es el verdadero Dios...), pero una certeza que no es, en rigor, certeza... sino... fe.
La Fe tiene como fundamento la Razón: algo que no fuera razonable no sería tampoco creíble. Pero es algo más que la Razón, y también algo menos. Es una certeza interior ("in interiore animae habitat Deus", decía Agustín), pero carece de pruebas (ninguna de las famosas pruebas tomistas prueba en rigor nada).
Es una forma de conocimiento de aquello que no podemos conocer, de saber lo que no vemos, de comprender lo que no comprendemos.
Sus certezas no son sin embargo demostrables, como lo son las de la Ciencia. Si la existencia de Dios se pudiera demostrar como el teorema de Pitágoras o la ley de la gravitación universal, entonces se habría acabado la libertad humana: no habría opción para abrazar a Dios o rechazarlo. Aparte de que reducir la divinidad a un teorema sería asimismo acabar con la idea de Dios.
Vuelvo al principio, el hombre vive gracias a que da muchas cosas por ciertas (que el rescacielos no se desplomará) sin tener ninguna prueba al respecto. Ninguna certeza. Por pura confianza razonable.