La explosión de los conocimientos ha arruinado el conocimiento. Ya no hay visión total, globalizadora, sino miradas parciales, subjetivas. El ensayo ha sustituido al tratado y a la summa. Todo es cuestión de perspectiva: el perspectivismo es la verdadera filosofía latente de nuestro tiempo.
No sólo las ciencias y las letras se han escindido, al parecer irremediablemente, sino que cada parcela, científica o humanística, se trocea y subdivide indefinidamente, incesantemente, de manera que el especialista se especializa cada vez más, y cada vez sabe más sobre menos. Y el especialismo requiere un esfuerzo agotador, tanto que el especialista se queda sin ganas y sin tiempo como para ocuparse de nada más. “El problema —así lo expone gráficamente Juan Arana— es que el metro cuadrado de sabiduría ha subido mucho de precio y hacen falta esfuerzos ímprobos para apropiarse una modesta parcela, de manera que tendemos a sentir plenamente realizada nuestra humanidad cuando lo conseguimos.” Y pone un ejemplo ilustrativo: si cada año se publican varios cientos de miles de teoremas, ¿qué matemático habrá que pueda seguir ese ritmo y estar al tanto de todo lo nuevo de su disciplina?
Arana rompe una lanza en favor de la interdisciplinareidad, concebida como una “síntesis teórica”.
Pero se me ocurren algunas dudas.
Primero, que esas síntesis ya existen. Constantemente se publican libros —sin contar las enciclopedias y los manuales y libros de texto— que pretenden ofrecer visiones globales de la cultura y del conocimiento, del tipo, por ejemplo, de Vida, naturaleza y ciencia. Todo lo que hay que saber, de Detlev Ganten, Thomas Deichmann y Thilo Spahl (Taurus, 2004) o La cultura. Todo lo que hay que saber de Dietrich Schwanitz (Suma de Letras, 2005) o Compendio de Historia cultural de Ute Daniel (Alianza, 2005) o muchos otros que parecen ser los herederos de las Etimologías isidorianas.
Segundo, que el concepto de interdisciplinareidad supone una neutralidad axiológica realmente inexistente. Como si todos los conocimientos y pensamientos pudieran concordarse sin contradicción. Pero la sabiduría no sólo presupone alcanzar la verdad, sino negar otras pretendidas verdades. Las “verdades” compiten. O se acepta la cosa en sí incognoscible, como Kant, o no se acepta, como Hegel, pongo por caso. A la verdad aspiran muchos, pero ¿quién la habrá conseguido? ¿Y qué sabio interdisciplinar podrá decidirlo? Por supuesto que la ley de Boyle-Mariotte carece de valor axiológico y que cualquiera en su sano juicio la considera probada e incontrovertible, pero las leyes físico-matemáticas nos hablan del cómo, no del por qué ni del para qué, que es precisamente aquello en lo que consiste la sabiduría.
Y tercero, el hombre común. Y no me refiero sólo al iletrado o escasamente cultivado, sino a los mismos licenciados y doctores, ya tan abundantes en nuestra sociedad. Ni siquiera la mayoría de estos tendrá la paciencia de leer todos esos libros interdisciplinares, y mucho menos para decidir y discernir racionalmente sobre todas las “verdades” parciales que se le ofrezcan. Pero es que en rigor él, el hombre común, el hombre cualquiera, cree que no le hace falta, porque ya sabe lo que tiene que saber para estar en el mundo. ¿Y qué es lo que sabe? Lo que cree saber. Porque la base de lo que somos no está en lo que sabemos, sino en lo que creemos. La gente no es de izquierdas o de derechas porque haya estudiado detenidamente las doctrinas económicas o sociales, sino porque se ha decidido y se ha posicionado. Es un acto de fe, de adhesión, de confianza o, como se dice ahora, de credibilidad. La gente no es evolucionista o creacionista porque haya leido libros de biología, sino porque “cree” una cosa u otra.
“El hombre —decía Ortega—, en el fondo, es crédulo o, lo que es igual, el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está formado por creencias. Éstas son, pues, la tierra firme sobre que nos afanamos.”
Ahora bien, la creencia como forma de conocimiento, o de apropiación o aprehensión del mundo, es algo bastante problemático. “Esta operación mental —decía Hume, uno de los primeros en fijarse en esto— ha sido hasta ahora uno de los mayores misterios de la filosofía”.
He aquí por qué tres razones cuando menos no creo en la interdisciplinariedad como solución al perspectivismo y al especialismo. La solución, pues, tendremos que buscarla en otro sitio. No en esa palabra tan difícil de escribir y pronunciar, interdisciplinariedad, sino en otra más antigua y más sencilla: sabiduría.