Pero sin duda el terreno más resbaladizo es el que más se adentra en el sentido último de la vida. La ética, la economía y las ciencias sociales, la filosofía, la teología... Imposible para la mayoría de los mortales hacerse experto en todas estas disciplinas. Se perdería en ese bosque frondoso y umbrío. Tal vez se volvería loco, entre argumentos y contra argumentos, entre tesis y refutaciones.
De ahí que el hombre necesite creer, es decir, confiar, tanto en sus actos más cotidianos (¿cómo sé que este amable dependiente de unos grandes almacenes no es en realidad un asesino en serie que me asestará varias cuchilladas en cuanto le pregunte por una olla rápida?), como en los más trascendentes. Es verdad que hay cosas que creemos por nosotros mismos, por indicios o suposiciones que parten de la propia experiencia, pero en las cuestiones menos evidentes, es decir, más trascendentes, necesitamos de otro, el guía, el maestro, ese alguien en que ponemos nuestra confianza y le concedemos autoridad, así sea el periódico o la radio que seguimos.
Ahora bien, el concepto de autoridad parece estar en franca retirada. Hubo un tiempo en que el principio de autoridad era sagrado. Hoy ya no gozan de autoridad, o cada vez menos, ni los padres, ni los maestros, ni los médicos, ni los políticos... Hoy la autoridad es sinónimo de mera coerción, y se ha dejado de ver como protección, garantía, seguridad, confianza... Sólo por coerción detenta su autoridad la autoridad. Fue la Ilustración la que empezó a poner en cuestión el argumento de autoridad. El sapere aude de Kant no quería decir otra cosa que “no te creas nada, averígualo todo por ti mismo”. Pero, como hemos visto, esto es imposible. Ciertas cosas podemos discernirlas por nosotros mismos, pero en la mayoría de los casos, necesitamos depositar nuestra confianza en alguien o en algo.
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Sin un cuadro claro de autoridades, sin un horizonte de creencias firmes y comunes, el hombre moderno se ve abocado a creer sólo en sí mismo, por sí mismo y para sí mismo. O no cree en nada (nihilismo) o cree en todo (relativismo), pero lo más frecuente es que crea sólo en sí mismo, y por tanto en lo que le interese o le convenga (egoísmo, consumismo, filosofía del éxito). El hombre moderno, que ha renunciado a la autoridad, ha renunciado también a la comunidad. Nos hemos quedado solos. Pero la conocida frase “creer en uno mismo” no es más que una bobería propia de psicólogos de baratillo. Creer es siempre confiar en el otro y en lo otro.
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¿Es posible, hoy, creer en algo? Por supuesto. De hecho, la gente cree hoy muchas cosas: como ocurría en tiempos pasados, aunque las creencias sean ahora otras, y los tópicos, distintos. Si creer es algo antropológicamente indispensable (“Porque todo es creer, amigos, y tan creencia es el sí como el no. Nada importante se refuta ni se demuestra, aunque se pase de creer lo uno a creer lo otro”, Antonio Machado dixit), no basta con “estar en la creencias”, pasivamente, como decía Ortega, sino en “tenerlas”, y tenerlas y obtenerlas de modo activo y consciente. Hoy la fe, cualquiera que esta sea, necesita, más que nunca, de la razón. Pero no olvidemos que la fe no está sólo al final del camino de la razón, sino también en el principio. ¿Un círculo vicioso? No, una ayuda mutua. La Razón, divinizada, nos había cerrado las puertas de la fe; la razón rehumanizada, puede que nos las vuelva a abrir. Sólo es precisa una condición: abrir nuestros corazones y nuestras mentes a la pregunta, a la búsqueda, al diálogo. Al otro y a lo otro. Es decir, re-pensar lo que creemos. Tener creencias, sí, pero no conformarse, a merced de la corriente, con estar en ellas. En definitiva, creer en la razón para creer de nuevo.