Sobre el polémico (vocacionalmente polémico, podríamos decir) libro de
Emilio GÓNZÁLEZ FERRÍN,
Historia general de Al Ándalus. Europa entre Oriente y Occidente. Córdoba, Almuzara, 2006, 605 páginas.
prepublicamos en rigurosa exclusiva, por gentileza de su autor, el profesor de la Universidad de Huelva Alejandro García San Juan, la reseña que del mismo aparecerá en la revista Medievalismo, órgano de la Sociedad Española de Estudios Medievales (otra versión del asunto se puede ver aquí):
"Desgraciadamente, los historiadores profesionales estamos acostumbrados al vapuleo al que es sometida nuestra disciplina desde los más variados sectores. Durante las dos últimas décadas, las autoridades educativas sehan encargado de reducir a un nivel meramente testimonial la presencia de la Historia en los Planes de Estudio de la Enseñanza Secundaria y del Bachillerato, mientras que, desde el ámbito editorial, se nos bombardea de manera insistente con productos que, en ocasiones, bajo el disfraz de novedades historiográficas, ocultan una más que dudosa intencionalidad. De esta forma, el conocimiento histórico sigue siendo un ámbito, al parecer, abierto, al que cualquiera parece tener acceso sin importar su formación, méritos o trayectoria profesional, sea o o académica. Lo que es cierto respecto a la Historia, en general, se verifica en los últimos tiempos con acentuada gravedad respecto a la Historia Medieval, ya que el conflicto que en aquellos siglos mantuvieron musulmanes y cristianos ha sido tomado como punto referencial al que acuden, con diferentes
propósitos y puntualidad invariable, los púgiles que en la actualidad combaten en el cuadrilátero del llamado ‘choque de civilizaciones’, la nueva ideología que, a comienzos de los noventa, certificó el fin de la Guerra Fría. En este campo de batalla combaten, de un lado, los que
demonizan al islam como ideología oscurantista, discriminatoria, intolerante y fanática, enfrentados a los que, sin duda de forma loable, tratan de contrarrestar la islamofobia rampante, aunque por desgracia los argumentos empleados disten siempre de ser asumibles.
El libro que reseñamos se inserta de pleno en esta vorágine de inmisericorde destrozo del conocimiento histórico, en concreto del pasado medieval de la península Ibérica. Su autor procede del mundo académico del Arabismo, disciplina que, desde sus orígenes en el siglo
XIX, ha estado estrechamente ligada al estudio de al-Andalus, si bien no es tal el caso que nos ocupa, pues su trayectoria lo aleja por completo del ámbito de los estudios andalusíes, como atestigua la propia Bibliografía final, donde no se incluye una sola publicación que acredite su experiencia en la citada disciplina. Nos enfrentamos, pues, a un producto bibliográfico que, por desgracia, abunda en nuestros días, el del supuesto libro de Historia cargado de ínfulas y pretensiones escrito por aficionados que, lejos de aportar nada significativo al conocimiento histórico, contribuye a divulgar entre el público más variado falacias, mitos y pamplinas. Digo supuesto libro de Historia debido a que, en realidad, el propio autor define su trabajo (página 14)
como ‘ensayo de Historiología’ (?) que trata de ‘pulir y hacer encajar elementos que nos muestren la estructura, las leyes y las condiciones de esa realidad histórica llamada Al Ándalus’.
Con semejante definición, lo primero que llama la atención es la total inadecuación entre el contenido del libro y su título, ya que, en lugar de una /Historia general de al-Andalus/, entendido como manual u obra dereferencia básica, lo que se nos presenta es un ensayo filosófico, género transitado con anterioridad por el autor en otros trabajos. En lugar de una síntesis actualizada y documentada de la historia de al-Andalus, nos enfrentamos a un ensayo que, lejos de la claridad exigible a una obra destinada a un público no especializado, exhibe una
espesura conceptual de una densidad tal que resulta estrictamente incompatible con cualquier atisbo de divulgación del conocimiento histórico. Por dicho motivo adelanto que no es, desde luego, un libro recomendable para alguien que desee iniciarse en el estudio de al-Andalus pues, aparte de otros defectos, su planteamiento y su estilo son de una pretenciosidad difícilmente digerible incluso para elespecialista.
Dos son los rasgos que definen la actitud de nuestro ensayista ante el conocimiento histórico, que bien pueden reducirse a uno: la absoluta falta de rigor. Ello se manifiesta tanto en su insólita utilización de los testimonios históricos como en su peculiar forma de entender la historiografía. Ambos aspectos nos remiten al perfil profesional del autor, un filólogo-ensayista que muestra una total ausencia de familiaridad con las formas de trabajo de los historiadores y, lo que es
peor, un desdén hacia el trabajo de los mismos que sólo sirve para constatar su honda ignorancia en la materia. Me limitaré, a continuación, a citar algunos ejemplos que permitirán para poner de manifiesto la escasa credibilidad del autor, dada su manifiesto desinterés por las fuentes históricas y su absoluta ignorancia de los debates historiográficos habituales entre los especialistas, ausentes por completo del libro.
Empecemos primero por los testimonios históricos, las fuentes, cuyo exhaustivo análisis es el fundamento de la práctica historiográfica, mal que le pese a nuestro ensayista. Aquí los planteamientos del autor son, sencillamente, escalofriantes, teniendo en cuenta que estamos ante un libro que pretende ser de Historia, aunque está lejos de conseguirlo. Primero, en la mente del filólogo-ensayista, la Historia no es Ciencia, es Arte, según deja a las claras la cita que coloca como pórtico al libro. Más aún, como en cada materia ‘todos manejamos las mismas
fuentes’, lo único que nos diferencia es que ‘proyectemos opinión’ (página 14). En fin, el autor no duda en confesar que ‘no se comprende un pueblo a través de las fuentes documentales’ (página 25). Con esta actitud hacia los testimonios históricos, no extraña que el autor considere que los medievalistas son ‘antes que nada
legajistas’ (página 259). De esta manera, cómodamente instalado en la nefanda democracia de las opiniones (da igual en qué se basen) y en su pose
posmoderna y ensayística de desdén por los testimonios históricos (que no sirven para ‘comprender a un pueblo’), el autor postula, nada menos,una novedosa interpretación del pasado andalusí. Lejos de eso, bajo tanta pose pretenciosa, lo que subyacen son viejos planteamientos, que resurgen al calor de las nuevas circunstancias, como veremos más adelante.
Con tales presupuestos, no es de extrañar que el autor exhiba un más que peculiar concepto de la heurística, actitud que recorre todo el libro, si bien me limitaré a dar algunos ejemplos relativos a la parte dedicada a la conquista musulmana de la Península, donde podemos encontrar ‘perlas’ como la siguiente: ‘todo cuanto podamos afirmar sobre Al Andalus y el Norte de África hasta bien entrados los años 800, es pura recreación cinematográfica’. Pero aunque las fuentes documentales no le sirven para nada, pues ni las cita ni las critica, no duda en lanzar
afirmaciones del tipo ‘Taric es –probablemente- un aventurero más, en su caso de ascendencia vándala’ (página 178). Cabría preguntarse en qué se basa para ello, si, como hemos visto, las fuentes documentales y literarias no le sirven para nada. Sin haber publicado jamás ni solo
estudio sobre temática andalusí, el autor no se priva de pontificar sin complejos sobre uno de los episodios más difíciles de nuestra historia, despreciando con olímpica deportividad el trabajo realizado por arabistas, historiadores y arqueólogos. Qué más da, si, en el fondo, todo es cuestión de ‘proyectar opiniones’, de ‘comprender a un pueblo’ y de preferencias, como el propio autor confiesa, según veremos más adelante.
Como ya se habrá intuido, en relación con el tema de la conquista musulmana nuestro autor es tributario de un viejo conocido,
Ignacio Olagüe, autor del célebre libro
La revolución islámica en Occidente, Biblia actual de los panegiristas de al-Andalus, que ha conocido un inusitado apogeo en los últimos tiempos como vademécum de cabecera para indocumentados, novelistas y otros despistados, si bien creo que, por vez primera, encuentra eco en un trabajo procedente del ámbito académico. No es este el lugar para insistir en el gran disparate que, en conjunto, es ese libro, entre otras razones porque ya en 1974 lo hizo con toda rotundidad P. Guichard hace más de treinta años (“Les arabes ont bien envahi l’Espagne. Les structures sociales de l’Espagne
musulmane”, /Annales ESC/, 6, 1974, páginas 1483-1513; versión castellana en /Estudios sobre historia medieval/, Valencia, 1987, páginas 27-71) y más recientemente ha insistido en ello M. Fierro “La historia islámica de la península Ibérica”, /Revista de Libros/, 109 (enero 2006), pp. 3-4, a raíz de la reciente re-edición del texto de Olagüe. Sin embargo, no está de más recalcar que el autor confunde a sus lectores al afirmar que ‘el único documento’ de la época de la conquista es el famoso tratado de Teodomiro (página 71). Soslaya, así, los testimonios arqueológicos y numismáticos que documentan el proceso histórico de la conquista musulmana, ya conocidos desde hace mucho tiempo y que han vuelto a ser recientemente analizados por Eduardo Manzano en
Conquistadores, emires y califas (Barcelona, 2006, páginas 42-44 y 55-70), los cuales se complementan con las narraciones de las fuentes cronísticas. Es cierto que el autor menciona los dinares bilingües, si bien en su peculiar interpretación no constituyen ‘una
especificidad estrictamente andalusí, sino una cierta continuidad en lo hispano’ (página 194). Parafraseando al propio autor, aunque ya sabíamos que la escuela de los Banu Olagüe no ha dejado nunca de tener adeptos, lo realmente novedoso, y preocupante, es que los esté ganando en el ámbito académico del Arabismo.
Si la querencia por Olagüe no fuera suficiente para demostrar su falta de rigor, me remito a otra inédita noticia que el autor nos descubre en esta ‘genial’ obra. Sabemos que el emir Muhammad I, fundador de la dinastía nazarí, colaboró con un contingente (cuantificado por las crónicas cristianas en 500 caballeros) en la conquista de Sevilla. Pero lo espectacular reside en que el autor llega a cifrar dicho contingente, con una precisión milimétrica, en un 62% de las fuerzas de Fernando III. Si se hubiera molestado en leer a los especialistas, por ejemplo alguno de los muchos trabajos dedicados a la temática bélica y militar en la Castilla bajomedieval por F. García Fitz, sabría que el ejército de Fernando III que asedió Sevilla se componía, entre otros contingentes, de unos 200 hombres (caballeros y ballesteros) de la mesnada real, 2.000
caballeros y entre 6.000-8.000 peones aportados por ricos hombres e infantes, 150 freires, un número igual de caballeros y 400 peones de las Órdenes Militares. En total, una fuerza de entre 3.000 y 4.000 caballeros y 8.000 y 10.000 peones…suponiendo que la cifra de 500 caballeros musulmanes fuera cierta, distaría muy mucho de suponer ese elevadísimo porcentaje. Son los inconvenientes que genera la ignorancia, voluntaria, de las fuentes y la bibliografía especializada.
Y es que, en efecto, no menos delirante que su peculiar heurística es el uso que hace de la producción historiográfica. Sería largo, y vano, una crítica pormenorizada de un libro tan escasamente riguroso que los títulos de la bibliografía final se relacionan por orden de aparición
(?), insólito sistema que dificulta el propósito de averiguar en qué mimbres pretende haberse basado el autor. Peor aún, no duda en proclamar (página 66) su adhesión a cuatro autores (J. Vernet, J. Vallvé, P. Martínez Montávez y Mª J. Viguera) que han abierto ‘ricas vetas’,
ignorando, como vamos a ver, a los principales especialistas actuales en la materia (con todos mis respetos para los cuatro autores citados).
Pero lo inaudito del caso es que el autor, sin sonrojo alguno, confiese que dicha querencia procede de meras ‘preferencias personales’, extraordinario ejercicio de rigurosidad científica que denota a las claras su talante ensayístico, máxime cuando ni siquiera se molesta en dar los argumentos de tal preferencia, ¿para qué?, si en el fondo todo es cuestión de gustos, como él mismo sostiene de forma retórica. De esta forma, tales preferencias, basadas en ignotos argumentos, lo conducen a soslayar los nombres de algunos de los investigadores que han realizado contribuciones más significativas al ámbito de los estudios andalusíes en las últimas décadas, tales como M. Acién, P. Chalmeta, M. Barceló, T. F. Glick o E. Manzano, por mencionar sólo algunos, mientras que otros aparecen referenciados de forma meramente testimonial, como P. Guichard o M. Fierro, algo que sería más que suficiente para suspender un trabajo de curso a un alumno de licenciatura. Asimismo, al narrar el proceso de conquista de Andalucía, prescinde por completo de los estudios clásicos de medievalistas como A. Ballesteros o J. González, así como de los más recientes de M. González Jiménez o F. García Fitz, lo que da idea, nuevamente, de su escasa rigurosidad y de su total desinterés por la bibliografía especializada. En cambio, aparte de sus cuatro ‘preferencias’, sí menciona con profusión a Lévi-Provençal (no Levy-Provençal) y Sánchez-Albornoz, lo que permite comprender el nivel de actualización bibliográfica del libro. De esta forma, en lugar de los aburridos estudios de los especialistas, el ensayista prefiere remitirse a filósofos y novelistas como Carlo Ginzburg, Eugenio Trías, Skármeta, Bertrand Russel, Ortega y Gasset, Heinrich Böll y Antonio Tabucchi, junto a otras citas no menos peregrinas, como Jenofonte (?). Así pues, no sólo no contribuye con ninguna novedad a los estudios andalusíes, sino que, además, ignora las principales aportaciones ajenas, lo que sólo sirve para devaluar aún más, si es que es posible, el libro.
Pero la falta de rigor no es el único defecto apreciable en este libro. Como decía antes, bajo la apariencia de la interpretación novedosa se ocultan, en realidad, los más rancios planteamientos, tan caducos que hoy ya nadie se preocupa por refutarlos, lo que, al parecer, favorece su reaparición. En este sentido, su preferencia por Olagüe, muy querido y valorado a finales de los setenta por los acuñadores del discurso historiográfico nacionalista andaluz, nos ayuda a comprender otras de las ideas que subyacen al libro, el más trasnochado continuismo, trufado
con desenfadados paralelismos y saltos en el tiempo. Así, los cánones de Elvira anteceden a la iconoclastia islámica (página 124), los estados taifas son tan renacentistas como las ciudades italianas (página 389), el derecho /mālikí/ andalusí ‘avanzó por sus propios fueros específicos’
(página 256), las invasiones norteafricanas remachan definitivamente ‘la especificidad andalusí’ ya que las mismas son meros ‘fenómenos exógenos que afectan a lo andalusí… pero que no provienen de casuística andalusí’ (páginas 437 y 445). Las solemnes declaraciones continuistas se suceden de forma invariable a lo largo de todo el libro (página 489). La evolución histórica de al-Andalus se reduce así, en la mente del filólogo-ensayista, a una mera sucesión de eclosiones ‘locales’. A estas y semejantes insustancialidades se reduce el libro que, en realidad, no
es más que un regreso al discurso esencialista-continuista de las identidades, que continúa aquí su errático devenir, iniciado en el siglo XIX: para Simonet, al-Andalus era la anti-España, para Sánchez-Albornoz era España, para los nacionalistas andaluces era Andalucía. Ahora se nos
quiere vender que ‘Al Ándalus’ no fue una sociedad islámica, sino un componente de Europa, porque contribuyó de forma decisiva al Renacimiento (p. 488). Una vuelta a la filosofía de la Historia en la que conceptos historiográficos tan elementales como feudalismo, sociedad
tributaria, clases sociales o reconquista no tienen la menor cabida.
Pese a todo lo que llevamos dicho, alguien ha puesto en la contraportada del libro lo siguiente: ‘estamos ante una de las obras más importante (sic) que sobre Al Ándalus se han escrito’. Ignoro el nombre del anónimo vidente capaz de prever el impacto historiográfico de un libro antes incluso de su publicación. En cualquier caso, sería preferible que los responsables de la edición hubieran sido más prudentes y esperasen el juicio de los especialistas. Por mi parte, siento disentir de tan pomposa opinión. Bien pertrechado en su voluntaria y confesa ignorancia,
osada como pocas, de las aportaciones de los principales especialistas, el autor desarrolla seiscientas páginas de ensayo que se antojan por completo prescindibles como producto historiográfico, de manera que, aunque confiesa en el prólogo que su libro tiene voluntad de ser
consultado, me atrevo a augurarle un apacible sueño de los justos en las bibliotecas, dada su más que predecible nula repercusión académica, al menos en el ámbito de los especialistas.
Para evitar tan nefasta situación, este humilde ‘legajista’ se atreve a concluir con una recomendación al autor y otra a la editorial, desde la más franca cordialidad. En mi opinión, el autor debería elegir una de las dos siguientes opciones. La más recomendable sería que, en futurasediciones (si las hubiere), quite la palabra ‘Historia’ del título y lo cambie por el de /Ensayo filosófico general sobre Al Ándalus/. Es probable que venda menos libros, pero de esta forma, al menos, será más fiel al contenido real del mismo y evitará confundir a los lectores poco
o nada avezados en el tema, así como ser considerado un mero diletante por los especialistas, si es que la opinión de los mismos le resulta de interés. Si, en cambio, desea mantener la palabra ‘Historia’, las exigencias son obvias y la recomendación es seguir el principio enunciado por uno de los padres de la ciencia moderna, Descartes, quien confesaba en su
Discurso del método que preferiría no ver publicados sus trabajos, ya que ello le podría restarle el tiempo necesario para
dedicarse a su instrucción. Por lo tanto, que siga el ejemplo de tan ilustre sabio y, antes de seguir ejerciendo de historiador, materia que le es ajena, lea. A la editorial Almuzara, sugiero con toda sinceridad que, la próxima vez, intente documentarse mejor antes de elegir a sus colaboradores y que procure enviar los originales que encargue, o que reciba, a especialistas acreditados (que los hay) que puedan asesorarla mediante revisiones anónimas elaboradas con criterios científicos, lo que evitará que se desprestigie publicando libros académicos, no sólo inservibles, sino claramente nocivos."