Las nóminas están cerradas; los recuentos, hechos; las fotografías, congeladas. Y quien en su momento no salió en la foto o no entró en el recuento ya no cuenta. Es el sino de los poetas tardíos, de los poetas a destiempo, de los que se tomaron su tiempo o lo encauzaron o lo vivieron a su manera, sin tomar demasiado en cuenta los sones generacionales a los que tocaba bailar.
Es muy difícil, por no decir imposible, que Carlos Sánchez Rodríguez (Aracena, Huelva, 1939) vaya a entrar ya en ningún canon, en ningún recuento o balance de los que agora se usan. Menos aún, publicando en ediciones de escasa y muy localizada difusión, como es el caso. Nada de esto debería impedir, sin embargo, que el lector atento, el avisado lector de poesía, pasase por alto este libro excepcional, Tiempo al tiempo, tercera entrega poética del autor. Aquí podríamos decir lo del refrán, que a la tercera fue la vencida. Sus dos entregas anteriores, A estas alturas (1990) y Al socio deseado (2001), destacaban, sí, por su discreción y su corrección, virtudes no tan comunes como se pudiera pensar en la abigarrada muchedumbre de nuestra lírica república.
Pero Tiempo al tiempo es otra cosa. El poeta ha subido, como de golpe, varios peldaños, pasando de una zancada de la discreción conseguida a la gracia otorgada. Y no creemos que se trate de milagro, milagro, ni tampoco, menos aún, de industria, industria, como se decía en el Quijote, sino de algo más sencillo y a la vez más difícil: el encuentro feliz del hombre con el poeta. Carlos Sánchez Rodríguez se ha vuelto hacia sí mismo, y sin autobiografismos complacientes ni localismos coloristas, pero tampoco universalismos vacuos, en una acertada mezcla de correlato objetivo y verdades eternas, hace balance de una vida, de cualquier vida, en este caso vista por y desde sus ojos, por y desde su experiencia, pero universalizada por eso que llamamos tiempo, y que es la misma materia de la que estamos hechos.
El paso del tiempo, su seriedad irresistible, sus caprichos de saltimbanqui, sus mudanzas monótonas, su desembocamiento en el incierto mar de la eternidad o de la nada, es el tema de este libro, cuyo título es ya una advertencia, y por eso los relojes van apareciendo periódicamente, con su marcha acompasada, en sucesivos poemas que dan unidad rítmica y formal al conjunto, sabiamente construido.
Porque estamos ante un libro unitario, que casi podría considerarse un solo poema en varias partes. Pero también ante un libro variado en métrica y en tonos y hasta en vetas temáticas, dentro de ese gran tema que lo vertebra. Encontramos el tono juguetón de “Reloj de cuco”:
El niño boquiabierto
ni pestañea.
“Ahora va a salir. Falta un minuto”
(que, claro, se hace eterno).
De pronto se anticipa
un sonido de muelles.
Se abre –cucú- y se cierra
la ventanita.
Visto y no visto.
Qué larga fue la espera
y qué breve el prodigio.
Pero también el tono meditativo, elegíaco, que no desdeña sin embargo la ironía, de la mayoría de los poemas. “Cementerio” comienza con una analogía insólita:
Se abre la cancela de hierro y, a la vista,
en distintos niveles alineada,
la mayor colección de biografías.
En este cementerio-biblioteca existen, como en la vida, diferencias:
Unas lujosamente encuadernadas
en mármol de Carrara y letras de oro
que mienten “no te olvidan”
e ilustradas algunas con un ángel…
Otras con encuadernación en rústica
tierra de malvas; una cruz anónima
como una daga hincada
en el oscuro pecho del olvido
y el homenaje rojo de un grito de amapolas.
Y, por fin, otras muchas ya descatalogadas
definitivamente del recuerdo.
Esta engañosa variedad de los iguales adquiere un inesperado giro metafísico en el soberbio epifonema, e imagen, que concluye el poema:
En la tarde piadosa, todo ese
sustrato y sedimento,
a través del ciprés, perfora el cielo.
Detenerse en más ejemplos sería hacer esta reseña inacabable, porque no hay un solo tropiezo o caída en Tiempo al tiempo, libro de plena madurez poética y vital, que mezcla sin disonancia el coloquialismo con la cultura. A José María Morón, por citar otro poeta onubense, le bastó un solo libro, el celebérrimo Minero de estrellas (1933), para pasar a la dudosa posteridad. A Carlos Sánchez Rodríguez le queda aún tiempo –tiempo al tiempo- para escribir nuevos libros. Pero sólo con éste le bastará para quedar, no sé si en el canon-arcano, pero sí en la memoria agradecida de los buenos lectores de poesía.
(Por si gustan, les dejo las señas adonde pueden dirigir sus pedidos: c./ Cruz de Mármol, 16 (21200 - Aracena), o bien islamoya@wanadoo.es: se harán con una primera edición que un día puede valer lo suyo).