En los tiempos más duros del paro (lo siento, y no quiero señalar, pero eran los tiempos gloriosos de Felipe González), a un jubilado de mi pueblo, algo orate pero inofensivo y bonachón (el jubilado, no el pueblo), se le ocurrió una brillante fórmula para acabar con el desempleo, y llegó, creo, a escribirle una carta al Presidente del Gobierno aconsejándosela, cual arbitrista quijotesco. La cosa era muy sencilla: que se obligase a las empresas a que en cada camión que circulase, además del conductor, fuese otro conductor suplente o ayudante. Así, en el sector del transporte de mercancías al menos, se duplicarían como por arte de magia los puestos de trabajo.
La cosa era de risa, claro, y perteneciente al género de la economía recreativa, no de la economía real.
Pero, al cabo de tanto tiempo, me entero vía Carlos Rodríguez Braun, que Keynes había escrito
en la Teoría General de 1936 que bastarían las inversiones más absurdas, como enterrar botellas viejas con billetes dentro, para acabar con el paro.
O sea, que el jubilado sevillano estaba a la altura de Keynes. O, peor, al revés.