LA FRASE

"Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad."

Sir Arthur Conan Doyle

domingo, 31 de julio de 2005

¿Alquiler o propiedad?

En todas las ciudades españolas hay millares de pisos vacíos, y millares de personas que buscan vivienda. Existe una oferta potencial, existe una demanda real. Sólo hay que conseguir que la oferta potencial se convierta asimismo en oferta real. La receta es muy sencilla: libertad. Otorguemos a los firmantes de un contrato la potestad de pactar libremente sus cláusulas. Se alquilará por tres meses o por tres años, con renovación o sin renovación automática. Los juzgados resolverán rápidamente cualquier incumplimiento. Y se acabó el problema de la vivienda.
Pero, esto, tan sencillo, es muy complicado. Supone creer en la libertad. Más aún, supone creer que los ciudadanos saben mejor que nadie lo que les conviene, lo que desean. Que no necesitamos que ningún Estado ni ningún Gobierno se meta en nuestras vidas.
Pero aquí vamos en sentido contrario, creando Ministerios de la Vivienda, Agencias Estatales de Alquiler... Sólo nos falta, o no, un Plan Quinquenal.

viernes, 29 de julio de 2005

Memento mori

Nos vamos a morir todos. Como se han muerto todos los que vivieron. Nos vamos a morir, y es ésta la única certeza de que disponemos. Menos en eso, en todo lo demás hay opinión. Aunque sea ésta una certeza ciega, que nos nos dice nada más allá de eso, que nos moriremos sin remedio. Luego, sobre el sentido de la muerte, los filósofos, los moralistas, los teólogos, dicuten y discrepan. Vale, que filosofen, pero la muerte está ahí, agazapada, aguardándonos. Sin certeza del plazo ni del modo, pero con la seguridad del hecho duro y frío como el hueso descarnado.
No creo estar enfermo, no sufro depresión, ni siquiera siento el gusto -que lo hay- de lo fúnebre y tenebrario. No estoy más cerca de la muerte de lo que lo está un niño de tres años: todos, y en todo momento, estamos al alcance de su filo acerado e implacable. Pero pienso en la muerte. No quizás, por miedo, sino por higiene. Pensar en la muerte, cuando se hace en dosis adecuadas, resulta casi medicinal. Hace que veamos las cosas como más relativas y, sin embargo, como más esenciales. Los hombres no son ricos ni pobres, ni jóvenes ni viejos, ni blancos ni negros, ni de izquierdas ni de derechas. Los hombres, todos los hombres, son mortales, como propone el viejo silogismo.
Cuando los monjes trapenses se cruzaban por el claustro silencioso se recordaban su condición de mortales con sólo dos palabras, memento mori.
Yo, lectores que cruzáis por este claustro sin bóveda ni hábitos, he querido recordaros hoy vuestra muerte inevitable, tan inevitable al menos como la mía. Pensar en la muerte es pensar en la vida. Tratar de encontrar su sentido. Buscarlo, por lo menos. Y amar la vida con un amor más tierno y exigente. Viva la vida, sí: memento mori.

jueves, 28 de julio de 2005

Los espejos del río. Divagaciones de un paseante sentado (y VII)

El sitio de San Francisco

Quedan los nombres. A veces quedan sólo los nombres. San Francisco, por ejemplo. Ahora, si preguntáramos, nos señalarían una torre de pisos, “los pisos de San Francisco”, una torre de pisos perfectamente anodina, como tantas otras de la geografía urbana, una ínsula de ladrillo que se yergue casi sobre la misma orilla del río. Ha quedado el nombre, y en el formol del nombre se ha conservado lo que fue antaño. Y fue convento, naturalmente que de frailes franciscos, fundado hacia la mitad del siglo XVI. Entre las reliquias que conservaba, cuenta el padre Leandro José de Flores «una cabeza de las Once Mil Vírgenes, un pedazo de cráneo de San Liborio, obispo y mártir, dos huesos de San Celestino, Papa y confesor, otros dos, el uno de San Antonio Mártir, y el otro de San Marcelo, Papa y mártir, todas las cuales son dádivas de la Serenísima Señora Doña María de Austria, Emperatriz de Alemania». ¿Adónde habrán ido a parar todos estos huesos de vírgenes y mártires? La crónica cuenta sólo que los contratiempos del claustro comenzaron con la invasión de las tropas francesas, que lo saquearon y derribaron parcialmente. Luego, las exclaustraciones y desamortizaciones liberales acabaron de darle la puntilla, y lo que fue convento se convirtió en propiedad particular; la antigua iglesia, en molino de aceitunas. Pero el nombre del lugar persistía; mueren las cosas, se transforman, pero el nombre, lo más frágil, continúa. Continúa y se hereda, y en lo que fueron huertas y jardines del antiguo monasterio llega y se instala el progreso, es decir, el ferrocarril, y San Francisco pasa a ser la estación y apeadero de San Francisco. Se inaugura la línea férrea entre Sevilla y Alcalá de los Panaderos en 1873. Luego el ramal se prolongaría hasta Gandul y llegaría hasta Carmona. El tren de los Alcores. El tren de los panaderos. Sí, pero también el tren de los pintores, porque en él llegarían los paisajistas, que más de una vez fijaron en sus lienzos la propia estampa de la vía férrea. Y el tren de los aceituneros, pujante industria transformadora y exportadora. Llegaba el tren a San Francisco después de horadar la montaña del castillo, y Luis Montoto, el amigo de Demófilo, cantaba la irrupción en el paisaje arcádico del nuevo símbolo del progreso, capaz de salvar el formidable obstáculo del castillo feudal y medieval, a través de la obra ingenieril del túnel:
Súbito retiembla el cerro,
y el castillo se estremece,
y resoplando aparece
gigante monstruo de hierro.
Enmudece la canora
ave, repuesta en el nido,
y llena el aire el silbido
de la audaz locomotora.
Horada el monte, le abrasa
el corazón con su fuego;
corre y desparece luego
¡Es el Progreso que pasa!

Ahora parece que ese Progreso, decimonónico y con mayúsculas, ya ha pasado, para no volver más. El tren se detuvo y ya no volverá a pasar más por aquí. Durante mucho tiempo los raíles siguieron tendidos en paralelo al curso del río, oxidándose bajos los soles y las lluvias. Dicen ahora que la antigua vía férrea de Sevilla a Carmona se convertirá en una vía verde, que no sabemos muy bien que es, pero que suena mejor que una vía roja o una vía amarilla, así no sea más que porque el verde es el color de la esperanza.
Pero quedan dos restos ferroviarios sobre los que el paseante sentado reflexiona. Uno es el viaducto sobre el puente romano, otro el talud que se rellenó para salvar la pendiente y sobre el que estuvo situada la estación. Ambas cosas estorban porque impiden el encuentro de la ciudad con el río. A pesar de discurrir por varios términos municipales, donde el Guadaíra se hace río urbano es en Alcalá, y sólo en Alcalá. Pero Alcalá, por lo visto, y a pesar de la retórica, parece como que no quiere enterarse. Los paisanos del paseante sentado, o del peripatético sedente, padecen la manía funesta del conservacionismo a ultranza, aunque luego se les vayan las mejores. Y han dado en decir que el viaducto ferroviario es una seña de identidad, sacro y definitivo palabro. Una obra pública de antier por la mañana, sin más historia ni más arte, ni más nada. Una cosa funcional… para cuando algo, el tren, funcionaba. Pero el tren ya no volverá a pasar por allí. Y ahora viaducto y talud para lo único que funcionan es para impedir la vista del río desde la margen derecha. Para incomunicar visualmente, y quizás no sólo visualmente, las dos orillas en que el río parte la ciudad. Que vuelva el talud a su cota primitiva, que se derribe el horrible —sí, horrible— viaducto. Tal como Sevilla hizo en la calle de Torneo, recuperando un río que también le estorbaban y robaban unas instalaciones ferroviarias obsoletas. Claro que Sevilla es ciudad, y Alcalá pueblo. Y de lo pueblerino líbreme Dios, y no digo más.

Las ortopedias del río
Hay el mito roussoniano de lo natural, el mito del buen salvaje. Pero lo natural, si existió, ya dejó de existir. No hay nada que sea enteramente natural, empezando por el hombre. No siempre lo natural es bueno: un huracán, una erupción volcánica son fenómenos naturales, pero catastróficos. La naturaleza hemos de ir domeñándola, encauzándola, con gran respeto, eso sí, de sus leyes, pero a la conveniencia y medida del hombre.
El río es fenómeno natural, pero ya tampoco ni de todo en todo. Empezando por los molinos, que represaron su caudal, que fijaron amplias láminas de agua, que retardaron la huida tal vez alocada e inútil del río chico hacia el río grande. Y siguiendo por los puentes, que permitieron vadearlo. El puente por excelencia de los que cruzan el Guadaíra es el romano, o de origen romano, que en esto tampoco hay que exagerar, que nombran de Carlos III, que es quien verdaderamente lo tendió. Luego, en años aciagos, y como este puente ilustrado se quedaba pequeño, tendieron otro al lado, cejado y no paralelo, sin gracia y tal vez sin mucha funcionalidad, por mor del dichoso talud y viaducto, que impedían un trazado más racional. Ahora diz que pronto tendremos otro puente sobre el Guadaíra, a la altura del Zacatín y del Adufe. Ya lo cruzaremos, si lo cruzamos. Mientras tanto, soñemos con que el más viejo de todos, el romano, o dieciochesco, pueda quedar reservado a uso exclusivo de peatones y ciclistas, y restituido a su prístina forma, sin barandillas metálicas, con su antigua mampostería.
Presas y puentes son lo que pudiéramos llamar la ortopedia del río. Como también es ortopedia el encauzamiento artificial que sufre el río a partir de su paso por los terrenos de la Universidad de Pablo de Olavide, o el desvío de su desembocadura natural frente a Gelves a otra más abajo, ya cerca de las Marismas. Natural, a esta alturas del siglo XXI, ya casi no queda nada. Hay sobre el río muchos planes de ortopedia, que quieren devolverle caudal y arboledas, limpidez a sus aguas. El paseante sentado sólo espera a poder verlas, esas mejoras y remedios que se nos anuncian, que no acaban de llegar, que vamos ya perdiendo la esperanza de alcanzar a ver.

El paseante se levanta
Cae la tarde despacio, tarde de primavera prolongada. Como estamos en horario de verano —otra cosa que ya no es natural— aún quedan horas de sol. El paseante sentado, cansado de fijar la vista en el papel blanco o en la pantalla luminosa, se levanta del sillón frailuno y sale a dar un paseo, a tomar el fresco. Y baja hasta la orilla del Guadaira, muy cerca de su casa. Para mirarse en el espejo de este río que, como él, como cualquiera, corre en busca de un mar lejano. Para escuchar la canción soñolienta del agua. Para recordar eso, tan sabido, tan olvidado, que nuestras vidas son los ríos. Para aprender la única lección que nos importa.

miércoles, 27 de julio de 2005

Los espejos del río. Divagaciones de un paseante sentado (VI)

Pavones en el bosque

Aunque no paseamos, paseamos por la memoria. La del Parque de Oromana, en la ribera molinera. Se llamó primeramente, y otra vez damos vueltas a los nombres, Parque de Alfonso XIII, porque en su reinado se trazó, en tiempos de la Exposición Iberoamericana. En realidad es un bosque de ribera, en estado natural, salvo por los senderos abiertos, por el kiosko de la música, el merendero o los bancos de madera. Bosque modernista por el que se contoneaban los pavos reales, desplegando la cola multicolor y mayestática, de irisaciones metálicas. El grito del pavón aún suena en los oídos del paseante sedente. Pero ya no hay pavones que desplieguen su cola en el bosque o parque de Oromana. No los respetarían. Signos de los tiempos.
Y, también en la memoria, siguen navegando los peces de este río: carpas, barbos, anguilas, sábalos, bogas, lucios… Y seguirán cantando sus pájaros por las enramadas: ruiseñores, andarríos… Lo que existió una vez, existirá por siempre.

martes, 26 de julio de 2005

Los espejos del río. Divagaciones de un paseante sentado (V)

Los dos nombres del río

Se pregunta la gente que cómo se ha de pronunciar el nombre de este río. ¿Guadaira? Tres sílabas. ¿O Guadaíra? Cuatro sílabas avisadas por el acento y el hiato. Sobre este asunto, menor desde luego, pero en lo menor se encuentra siempre el meollo de las cosas, ha habido hasta dictámenes académicos y pronunciamientos corporativos.
Perdido entre las páginas de la prensa local encontramos un instructivo y sugerente artículo, que si no fuera la verdad, se le acerca bastante. Su autor, Fernando Soler Cruz, es licenciado en Letras y catedrático de Instituto, pero catedrático de los de antes de las rebajas y del todo a cien. Escribe sin faltas de ortografía y conoce la gramática histórica. Más aún, se entiende perfectamente lo que escribe. Antiguallas en desuso.
«Guadaira —nos explica— no es una palabra compuesta del nombre común árabe wad- (río) y el nombre propio del río (-Aíra o -Ira), sino una palabra derivada de la raíz árabe wad- mediante el sufijo mozárabe –aira, que procede del latín –ariam. Su formación es similar a Guad-iel (“río pequeño”), que también lleva un sufijo mozárabe. La palabra Guadaira, por tanto, comienza en árabe y termina en mozárabe, como Alconchel (la fuente de Mairena) o esos poemas árabes donde se han conservado las jarchas mozárabes. Constituye un espléndido testimonio de la fusión de culturas que nos ha dado origen, y es la vertiente lingüística de esos edificios que, como la Mezquita de Córdoba o la Giralda, están formados por estratos artísticos de diferentes culturas.
Como su vecina Buhaira –castellanizada en otros lugares como Albuera (Badajoz) o Albufera (Valencia)–, también Guadaira resistió la castellanización. En la Primera Crónica General de Alfonso X aparece tanto Guadayra como Guadeyra e, incluso, Guadera. Estas son, precisamente, las tres fases por las que pasó el sufijo latino –ARIAM en castellano hasta terminar en –era.
¿Qué significa Guadaira? Pues aquello que en la Alcalá medieval era imprescindible nombrar; el lugar al que tenían que acudir los molineros, los agricultores, los hortelanos, los aguadores, las lavanderas... El lugar cantado por los poetas, celebrado por su belleza: la rib-era, la orilla del río. Ya lo “tradujo” la Crónica de Alfonso X: Guad-era. El Guadaira es un río al que sus orillas le han dado nombre.»
Pero, ¿por qué entonces aparece el nuevo nombre, Guadaíra, ahora con cuatro sílabas? El licenciado Soler nos lo explica:
«Los intelectuales del Renacimiento, conscientes de la relación entre el castellano y el latín —y orgullosos de esta relación, que ellos creían ennoblecedora—, se entregaron a la etimología sin demasiadas exigencias científicas. En nuestro caso fue Nebrija quien, al tener que incluir la palabra Guadaira en una obra latina la “ennobleció” traduciendo al latín la parte de la palabra que conocía (Guada-) y suponiendo que Ira era el nombre propio del río. De esta forma escribió fluvium Iram, y propuso así una etimología hasta hoy irresuelta, pues no hay inscripción conocida que pueda fundamentar la existencia de este supuesto Ira. Luego, el merecido prestigio de este gramático y su influencia entre la llamada escuela sevillana del Siglo de Oro y, de manera más concreta, sobre escritores como Juan de la Cueva, Mal Lara, Rodrigo Caro o Cristóbal de Monroy hicieron el resto. Muy a comienzos del siglo XVI ya se creía que dentro de la palabra Guadaira había dos nombres y, por tanto, dos acentos (Guada-ira). Así la pronunciación Guadaíra prendió como una de tantas intervenciones hipercultistas en los topónimos».
Misterio aclarado. Asunto concluido.
¿Deberemos, por tanto, volver de manera exclusiva a la antigua pronunciación, la del origen mozárabe, eliminando y rechazando el topónimo hipercultista? No, en absoluto:
«El otro nombre del río, Guadaíra —nos argumenta Soler—, representa también una parte importante de la historia de este topónimo. Refleja los intentos realizados por comprender su significado, y vincula el nombre de la ciudad con el de Antonio de Nebrija y con una serie de escritores e intelectuales sevillanos que se ocuparon de realzar el papel de Alcalá en la conquista de Sevilla, su importancia como suministradora del pan y el agua de la capital o la belleza de su entorno».
¿Puede acaso eliminar el nombre nuevo al nombre viejo, el latinizado Guadaíra al mozárabe Guadaira?
«Pese a la extensión de la etimología cultista —recuerda de nuevo nuestro licenciado—, la vieja palabra Guadaira ha seguido existiendo todo este tiempo. ¿Cómo demostrarlo? La única manera es documentarlo en la poesía, donde se pueden contar las sílabas y, por tanto, saber si se trata de Guadaira o de Guadaíra. Aunque, ¿cómo esperar que a un escritor de los siglos XVI o XVII, conocedor obligado de Nebrija, en plena redacción de un endecasílabo, se le escapase un Guadaira? Pero supongamos que el río, queriendo transmitir a la posteridad el origen de su nombre, se disfraza de mujer y aparece en forma de princesa: la princesa Alguadayra. A Juan de la Cueva, poeta de la escuela sevillana de siglo XVI, le ocurrió precisamente esto: se le escapó. Se le escapó la pronunciación vulgar. Leamos estos dos endecasílabos de su épico poema La conquista de la Bética:
Muertos dexando a todos los Paganos
Que a la bella Alguadayra acompañaban».
Gusta la gente de que las cosas sean blanco o negro, que se diga una cosa o la contraria, que a cada objeto le corresponda un nombre, y sólo uno. Pero la realidad es más compleja: Guadaíra y Guadaira.
Por eso, en estas divagaciones, escribiremos indistintamente Guadaíra o Guadaira, según nos convenga, o según nos pete. Atención, tipógrafos. Mucho ojo, lectores.

domingo, 24 de julio de 2005

Los espejos del río. Divagaciones de un paseante sentado (IV)

Nombrar es recordar

Vivir es ver volver. Lo que se fue regresa. Hay cristianos y moros que vuelven al río. Pintores y lavanderas. Panaderos, barqueros, molineros. Lienzos, fotografías, impresos, leyendas orales o escritas. En lo pequeño, en lo pequeño de este río, podemos hacer calas y calas y siempre se nos mostrará inagotable. La misma toponimia actúa de fijador de la memoria. Nombres que ayer se pronunciaban y que ya apenas si dicen nada. Otros que perduran, resistentes al tiempo.
Con los nombres del río, de sus arroyos y sus fuentes, de sus molinos y huertos, se puede rezar una letanía inacabable, una oración fervorosa de invocaciones a la memoria y al tiempo que huye irreparable.
Molinos que se nombran de Cerrajas, Arrabal, Pelay Correa, la Aceña, Realaje, Benaharosa, Vadalejos, las Eras y Oromana, San Juan, el Zacatín, el Algarrobo, el Álamo, la Mina y el Adufe y Tragahierro, el Fraile y las Aceñas de Doña Urraca…
Estos molinos ya no muelen, y es cierto que muchas, muchísimas fuentes que corrían ya no corren, pero siguen sonando en sus apelativos: la fuente de la Judía, la de la Fuensanta, la del Concejo, la de Santa Lucía, venero originario de los Caños de Carmona…
Revuelve uno estos nombres, y en los nombres mismos —Pelay Correa, Doña Urraca— está la información de su linaje. En los nombres, el detalle evocador. Se dice de Realaje a uno de estos molinos, y así lo escribe el mismísimo Leandro José de Flores, canónigo de la catedral e historiador de su villa en el primer tercio del siglo XIX, y así lo sigue pronunciando el pueblo hasta hoy mismo. Pero basta con abrir el diccionario, el de la Real Academia sin ir más lejos, sin necesidad de etimologías fantásticas del género arabesco, a las que tan aficionados son tantos, sin entender ni poco ni mucho de la lengua arábiga, y acudir a la voz rebalaje, que allí viene, y nos cuenta que significa «remolino que forman las aguas al chocar con un obstáculo cualquiera». Y ahí tenemos a nuestro Rebalaje convertido en Realaje, por mor de la querencia romance a la caída o pérdida de la consonante entre vocales. Y ahora, ¿querremos restaurar la grafía y la pronunciación ortodoxa o mantendremos la vulgar? A uno, peripatético sedente, tanto le da lo uno como lo otro, y se conforma con saber que nuestro extraño Realaje, donde el río da un giro violento, diciendo ya adiós a Alcalá, ya camino de Sevilla, es, en realidad de verdad, un auténtico rebalaje.
Otras veces los nombres son sugerentes, pero no pasan de la sugerencia, sin llegar a la revelación. El sitio del Adufe, muy cerca del molino de Rebalaje o Realaje, es lugar ameno, como una playa del río después de las violencias del famoso rebalaje. Pero, ¿qué significa Adufe? Aquí, sí; ahora sí que sí que nos encontramos con un verdadero arabismo, aunque Rodrigo Caro la supusiese voz de origen griego. Adufe significa pandero. ¿Acaso se celebraban aquí fiestas o romerías en que se tocase el adufe? No podemos saberlo. Pero es curioso que exista un cuadro de Manuel Barrón, de aproximadamente hacia 1840, titulado Fiesta en la venta: vista de Alcalá con el Molino del Realaje, propiedad actualmente de un coleccionista sevillano, que nos presenta una vista de este sitio. La escena recoge un atardecer de luces sonrosadas. Al fondo se divisa la fortaleza y el campanario de la ermita de Nuestra Señora del Águila, a cuyos pies discurre, casi invisible, el río, paralelo al camino de Sevilla por donde cabalgan jinetes y transitan acémilas. La zona más iluminada de la composición es la del molino mismo y sus inmediaciones. Se distinguen allí varios grupos de personajes populares, el más nutrido de los cuales se divierte bailando, jaleado por… un pandero. Fernández Lacomba, en su mentado estudio sobre la escuela paisajística sevillana, halla raro y contradictorio que se llame venta a lo que es un molino, y explica que «fruto de una identificación superficial, se ha confundido el molino representado con una rústica venta». Pero tal vez no, tal vez Barrón no se confundiera ni superficial ni apresuradamente, sino que pintara lo que veía o lo que había visto más de una vez. Uno mismo recuerda que en algún molino, en los días de la canícula, expendían bebidas y refrescos a los bañistas y los excursionistas que acudían a la umbrosa corriente del Guadaíra. Era, si mal no recuerdo, el molino de la Aceña. ¿Por qué éste de Rebalaje, en el sitio del Adufe, no pudo funcionar asimismo como venta? En todo caso, el nombre de Adufe y la venta del cuadro casan, casan, unidos por el vínculo de este pandero danzante de Manuel Barrón. Sin que sepamos más.
Pero, para los alcalareños de hoy, el Adufe no les suena para nada a pandero. Para ellos, preguntadlo si no, el Adufe es el edificio de arquitectura inglesa que, justo allí donde Barrón situaba en su cuadro a un caballista, construyó la Seville Water Works Company, es decir, la compañía inglesa que a partir de 1885 se haría cargo del abastecimiento de aguas a Sevilla. Esta casa de máquinas ha caído en desuso, como otrora el molino. El tiempo, que huye, va dejando restos y escorias de su huida, abandonados a merced de los que vengan detrás.

viernes, 22 de julio de 2005

Los espejos del río. Divagaciones de un paseante sentado (III)

La cebolla de la historia

Pero el río no es éste de hoy. No es el que mira este hombre que ahora está sentado en sus orillas, pensativo y silencioso. Todo río posee sus fantasmas, las sombras fantasmáticas de todos aquellos que pasaron, que quizá no dejaron huella, o fue esta huella perfectamente anónima, y también de aquellos otros que sí, que dejaron sus nombres inscritos en la memoria clara del paisaje. Pienso en las generaciones y generaciones de molineros anónimos, a través de los siglos, viviendo y faenando cabe el río, empolvados de blanquísima harina, aunando en su labor el agua con la piedra. Ubi sunt. ¿Dónde están? Aquí, aquí siguen, en estos muertos molinos de ahora, ya sin piedra solera, sin muela y sin sonido, abandonados a su lenta ruina y condenados por la ociosidad. Aquí siguen sus fantasmas, poblando las azudas y atarjeas, escondidos, pero dispuestos a hablar para quien sepa escucharlos.
La molinería medieval, renacentista, barroca, ilustrada, romántica, se acabó con la llegada del realismo y del naturalismo y del positivismo, o se empezó a acabar, porque no fue de un solo golpe el cese, sino gradual y progresivo. El vapor es el progreso del siglo XIX, y la máquina formidable sustituyó al consuetudinario molino. Demófilo, en su colección de cantes flamencos, hacía la testamentaría del molino y la fe de bautismo de la máquina:
Yo te estoy queriendo más
que granos de trigo muele
la máquina de Alcalá.
Y ahí están todavía esos molinos, sin que nadie sepa darles nuevos usos ni qué hacer con ellos que no sea asistir a su ruina implacable. Pero de la máquina ya no queda ni rastro. Vapor efímero. Eternidad del agua. Firmeza de la piedra.
Los fantasmas no son sólo molineros, sino pescadores y barqueros, areneros y arrieros, hortelanos de ribera, vaqueros y pastores, lavanderas, gente menuda de las que ya no queda memoria, o ya sólo el río la guarda en su fondo turbio y lodoso.
Más rastro queda, y menos fantasmático, de aquellos que se acercaron al río con el pincel o con la pluma. Cuadros y versos hacen volar al río algo más lejos que su propio y monótono cauce. Lo llevan a recónditas bibliotecas, a remotos museos, a la casa particular del comprador, indígena o extraño.
¿Cuándo llegan los pintores a las orillas del Guadaira? Llegan primero los románticos ingleses, como David Roberts, luego los románticos hispalenses, como Joaquín Domínguez Bécquer, y luego de todas partes, en aluvión de paletas impresionistas, paletas de aire libre, de plenerismo barbizoniano. Llegan los Sánchez Perrier, los Pinelo, los Gonzalo Bilbao, los José Arpa, los Nicolás Alpériz, los Javier Winthuyssen, los Rico Cejudo, los Hohenleiter… nombres innumerables que ha catalogado con cuidado y acierto Juan Fernández Lacomba en su libro La escuela de Alcalá de Guadaíra y el paisajismo sevillano, 1800-1936. En uno de estos cuadros, El molino del Arrabal, de Francisco Hohenleiter, se conserva la imagen, entre sombras moradas y luces anaranjadas de atardecida, la estampa de un molino infelizmente desaparecido, que sólo la fotografía y la pintura nos pueden devolver a la memoria. Y si el pintor testimonia en su lienzo el bulto colorista del molino derribado, el escritor testimonia del pintor, de ese pintor que ya tampoco queda, ese que montaba el caballete en la lancha, ese que en la misma orilla manejaba los pinceles.
«Siempre hay la sorpresa —contaba Eugenio Noel en uno de sus artículos—, entre los árboles de las riberas, de uno de esos graciosos puestos de pintor rodeados de picaruelos. ¡Son tan deliciosas las riberas del Guadaira!... Parecen ideadas exclusivamente para uso de pintores. Allí no sucede jamás cosa alguna que pueda interesar a un literato; todo lo que puede pasar allí es que cada año haya menos árboles porque propietarios desaprensivos se los coman».
Se ve que don Eugenio estuvo in situ, compartiendo fonda y excursiones con los artistas pintores, y seguro segurísimo que también juergas y cante —él, el antiflamenquista— con Joaquín el de la Paula en la Venta de Platilla, muy cerca de su cueva en el Castillo. Eugenio Noel, en los felices veinte del desgraciado veinte, se lamentaba ya de la amenaza de destrucción que se cernía sobre la vegetación y sobre los molinos. Árboles que se talan, molinos que se hunden, o que se dejan hundir:
«A veces pasa también que desaparece un molino y entonces la égloga de las riberas se enturbia con el cuartilleo de los yambos. Es lo peor que puede suceder, que uno a uno caigan como los pinos estos molinos, tan bellos como si los hubiera ido colocando un poeta excelso para desesperación de los pintores.»
La desesperación de los pintores…
«Es curioso —escribe Eugenio Noel— sentarse al lado de uno de ellos y verlos dejar en el césped su paleta, cruzarse de brazos y mover la cabeza con pena. Tan sencillas como parecen esas pocas líneas emergiendo de las aguas claras sobre el fondo de los alcores, y tan difícil como es la realidad de proyectar sobre esas masas blanquísimas los matices de un cielo azul, pero azul de veras, y unas cabezuelas y mamelones verdes, de un verdor desesperante de piedra preciosa. Hace reír su fatiga y el tártago con que mezclan sus pinturas para dar… un blanco. Sí, sí; aquella pared del molino es blanca, cal viva, y, sin embargo, ese blanco furioso es un rabioso azul y un violeta absurdo y el resultado de combinar mil colores con días y días de contemplación».
Días y días de contemplación… Y volvemos a lo mismo, al tiempo intenso del escenario conocido, a los trabajos y los días de la costumbre, a la complejidad inabarcable de ese río menor y provinciano, con sus molinos de colores indefinibles.
Los que escriben, por su parte, al igual que los que pintan, también se aferran a la memoria. Y a veces a la leyenda. No todos son como Noel, que habla de lo que ve, de lo que tiene al lado. Manuel María del Mármol, poeta sevillano de la escuela neoclásica, se imagina el río y sus alrededores como un locus amoenus, idílico y bucólico:
Hay un escondido valle
cercado de altas montañas,
vestidas de madreselvas
y coronadas de hayas.
El plácido Guadayra
en torcidos giros pasa,
besando los verdes mirtos
que descuellan en sus sargas.
Riega avellanos y olmos
que en las cristalinas aguas
pintan su tremante imagen
que hienden ánades mansas.
Y las pajizas gayombas
y rosas rojas y blancas
tienden delicados tallos
entre verbenas y gramas.
Allí el aterido soplo
del Bóreas jamás alcanza
ni el aburante Solano
con su ardiente soplo abrasa.
A las aves la frescura
y la mansa luz halaga
y de dulce primavera
siempre el alegre son canta.
En tan encantado circo
sus muros alza un alcázar
que al de Bagdad asemeja
y émulo es del de la Alhambra.

Mármol se acuerda también de la inevitable leyenda de la mora prócer y el cristiano cautivo:
Aquí lloró Alguadayra,
la princesa sevillana,
por imperio de su padre,
amores que no le igualan.


Donde Mármol se suelta de la leyenda, con su mínimo pero creíble asidero, para perderse de todo en todo por los vericuetos de la fantasía inverosímil, es en el relato de la supuesta navegación del Rey Santo por el curso del Guadaíra, rumbo a Gelves, «do el humilde río paga/ tributo al Guadalquiviro/ que lo lleva a la mar cana»:
Surca ya del Guadayra
las corrientes sosegadas
que entoldan verdes alerces
y defienden altas hayas.
Sobre los claros raudales
las verdosas sombras nadan
y las rompen los grumetes
de los remos con las palas.

¿Y cómo salvaba la supuesta escuadra de San Fernando, con su grumete y todo, los obstáculos insalvables de las numerosas azudas que se interponían a lo largo del curso del Guadaíra? Era éste un río molinero, no un río navegable. Como no fuera a trechos, de un molino a otro, y no en todos los trechos. Ahora, ¿qué tiene que decir la geografía, o la historia, o la pura evidencia, ante la imaginación de las cosas pasadas que sostiene un poeta? Dejemos, pues, que el fantasma de San Fernando siga navegando estas plácidas aguas, e inquietándolas con sus remos guerreros.
La Historia, ese río que nos lleva, no es más que una cebolla de muchas capas, y todas juntas forman la cebolla, por acumulación de sus láminas de molineros, lavanderas, soldados, panaderos, pescadores, artistas y hasta santos. Capas y capas sepultadas bajo la superficie, pero capas que no borra el tiempo, aunque las oculte y las aleje, aunque para encontrarlas tengamos que recurrir a la mondadura y a la excavación, al ejercicio espiritual de la memoria, y al repaso de la fotografía y de los libros.

jueves, 21 de julio de 2005

Los espejos del río. Divagaciones de un paseante sentado (II)

Nuestras vidas son los ríos

Tengo muy cerca el río. Bastaría con salir de mi casa y dar unos cuantos pasos para llegar hasta su orilla. Pero no lo hago. Lo hice ya, hace años, cuando escribí aquel libro del Viaje al Guadaíra, y para el que di, no unos cuantos pasos, sino muchos, porque era libro andariego y transeúnte. Lo que hago ahora es pensar, dejar libre la mente en su divagación imaginaria, y rasgar con la pluma unos cuantos pliegos de papel, aunque ya, por mor de la industria —no milagro, milagro, sino industria, industria, que dijera Basilio, el que le robó a Camacho la bella Quiteria—, ni necesite pluma ni precise papel. Tecleo sobre un teclado, y las letras, las frases, los párrafos van surgiendo mágicamente —pero no milagro, milagro…— sobre una pantalla luminosa. Blanco papel o pantalla luminosa, para el caso es lo mismo. El caso es discurrir, sacar a flote lo que cubre y oculta el agua cenagosa de los pensamientos dormidos. Y al correr de la pluma o al sonar del teclado, va uno pensando en el río menor y provinciano. Sostenía Unamuno que los ríos son la conciencia del paisaje, tal vez por lo que tienen de espejos fluyentes. Tal vez por lo que tienen de metáfora humana. Nuestras vidas son los ríos, marmorizó Manrique. Con ellos compartimos el nacimiento, el discurrir serpeante por los meandros de la vida, las avenidas caudalosas y los estiajes esqueléticos, el dar flores y frutos por las tierras ribereñas, el mover molinos, el apagarse o diluirse o confundirse en el mar inmenso de la muerte, donde todos, los caudales, y medianos, y más chicos, allegados son iguales. Y otro rasgo metafórico comparten los ríos con los hombres. Y es esa junta de aguas, de manantiales, de arroyos y regatos, esa capilaridad del territorio que hace que el individuo, el río, se enriquezca y se nutra de otros, que el individuo no se pueda explicar sólo por el individuo, sino por algo más denso y extenso y de mayor calado y hondura. El río no es tan sólo el río, sino todo lo que rodea y escolta su cauce, todo lo que en él desemboca, todo lo que alimenta y sostiene. Hasta llegar al mar.

miércoles, 20 de julio de 2005

Los espejos del río. Divagaciones de un paseante sentado

El átomo provincial

En tiempos de romanos, cuando los ríos eran dioses, el dios de este río debió de ser un dios menor, y éste debió de ser un río sin ninfas siquiera. Pero no, no hay río pequeño, por más pequeño que sea, no hay fuente despreciable, no hay curso o nacimiento de aguas que carezca de patronazgo divino, de protectorado mitológico, de sombra, de sueño y de misterio.
Porque éste, en efecto, es un río pequeño, un río menor. Al revés que otros, que surcan continentes y países, éste nace y desagua en una misma provincia, en un curso que no alcanza los ciento diez kilómetros de largo, que ya no contamos en leguas, sino en kilómetros, menos esos obstinados anglosajones que se mantienen en los ancestros del sistema métrico decimal, quién sabe si por residuo de su enemiga contra el Emperador Bonaparte, o por simple y llano apego a la tradición, y nos siguen hablando en galones, en pies, en millas y en otras antiguallas. Pero este río, en leguas o en kilómetros, se reduce a una provincia. La provincia, otra invención napoleónica, que nos trajo, o quiso traernos, el rey intruso, José Bonaparte, aunque más que rey fuese virrey, según los designios de su imperial hermano. España, sobre el papel, porque es sabido que nunca se llevó a la práctica, quedaría dividida en treinta y ocho departamentos. La redacción del proyecto quedó a cargo de Juan Antonio Llorente, el clérigo afrancesado, el celebérrimo autor del libro sobre la Inquisición española, tan atiborrado de noticias como plagado de disparates y desmesuras. Llorente, además de otras, padecía la manía fluvial, e ideó estos departamentos a la francesa según la geografía de los ríos españoles. El Departamento del Tajo, el del Duero, el del Llobregat, y así. Luego el rey José, por decreto del año 1810, dio orden de que estos departamentos se denominasen prefecturas, nombrada cada una con el nombre de la capital respectiva. También muy francés esto de las prefecturas. Pero el rey o visorrey José, por mal nombre Bonaparte, tuvo que hacer las maletas, o los baúles, según nos contó Galdós en su episodio nacional El equipaje del rey José, y marcharse a la Francia, a todo correr, con su pequeña cohorte de afrancesados y su gran cargamento de botín y de rapiña. Pero los otros, los que no eran afrancesados pero sí liberales, los reunidos en Cádiz a título de representantes legítimos del pueblo español, barruntaban también sus reformas territoriales. Un cierto diputado en Cortes, en aquellas Cortes de Cádiz, un tal Foronda, proponía dividir España «en dieciocho secciones cuadradas, que se nombrarán 1, 2, 3… que quitaría los nombres de Vizcaya, Andalucía, etc… como origen de disputas crueles, pueriles y funestas, pues los españoles —decía el diputado en cuestión— debemos ser todos unos». Sin llegar tan lejos, otro diputado, de nombre Pelegrín, afirmaba que «era llegado el momento de olvidar los nombres de los señoríos y reinos que componen la Monarquía española y de que no se volvieran a oír las denominaciones de catalanes, aragoneses, castellanos, etc…, adoptando otras aun para la denominación de las provincias o, al menos, dividiendo el territorio sin consideración a sus antiguos límites». Pero ni siquiera la propia Constitución del año doce tomó en consideración estas propuestas, y se limitó a proclamar un deseo o previsión, la de que «se hará una división más conveniente del territorio español por una ley constitucional». Claro que regresó Fernando VII a Madrid, y lo primero que hizo El Deseado fue declarar nula la Constitución de Cádiz y todas sus normas dimanantes.
Lo que hizo el hijo de Carlos IV fue conseguir un tiempo muerto en el reló de la Historia, pero no pararlo, que eso no lo puede ni siquiera un rey absoluto, ni siquiera mediante la alianza del Trono y el Altar. Así que volvieron los liberales, que en el pequeño trienio del que disfrutaron, de 1820 a 1823, les dio tiempo a reformar de nuevo la cosa territorial. Las quince regiones históricas se dividieron en cincuenta y dos provincias. Se suele considerar a Javier de Burgos el inventor o el diseñador del mapa provincial español. Pero lo es y no lo es: lo que hace Javier de Burgos, año de 1833, siendo ministro de la Reina Regente, es nada menos, pero nada más, que adaptar y retocar esa división ya concebida en el trienio liberal, unos diez u once años antes. Retoques nimios y no de gran calado: suprimir provincias como las de Calatayud, Játiva o El Bierzo, establecer la capital en Pontevedra en vez de en Vigo, cosas así. Invención liberal, pero liberal a la española, es decir, al modo cauteloso y sin hacer demasiado desgarro en la tradición, el sistema administrativo de Javier de Burgos se conserva, casi sin alteración, hasta hoy mismo.
Pero… nos hemos alejado de nuestro asunto. ¿Nos hemos alejado? No; hablábamos de un río provincial, y eso nos ha llevado a hablar de la provincia. Que es una división administrativa… que hoy nos parece natural. Porque lo artificial, andando el tiempo, con el concurso y ayuda de los años y los siglos, se nos va convirtiendo en natural. Hay algo en la provincia que no se ha resaltado lo bastante. Y eso que no se ha resaltado lo bastante no es otra cosa que la proporción. Al contrario que las regiones históricas (pero, ojo, que las provincias, ya son también historia), entre las provincias no existen desigualdades extremas, sobre todo en cuanto a la extensión de su territorio. Todas se nuclean en torno de la capital, polo de atracción e imán de sus energías. La provincia está hecha a la medida del individuo, que la puede recorrer y conocer de cerca y al por menor y por lo menudo. Y esa es la proporción, la divina proporción, viejo ideal renacentista que plasmó en su famoso libro De divina proportione el matemático y fraile italiano Luca Pacioli, con la no menos famosa ilustración de Leonardo da Vinci, en su dibujo del hombre perfecto, corriente el año de 1509.
En ese cálculo de proporciones, cada provincia tiene su ración de sierras, de ríos, de llanuras… y las marítimas, su ración de litoral, con sus puertos y playas. Porque la provincia es mundo pequeño, microcosmos. Microcosmos no es simplicidad, por más que no sea vastedad. Lo pequeño no es sinónimo de simple. Lo pequeño es complejo, variado, plural, polimórfico. El átomo, que en lo antiguo se creía porción indivisible, se descubrió más complejo de lo que se pensaba, y no bastando la división en núcleo y electrones, se alcanzó a averiguar que también había protones y neutrones, sin contar con que los físicos actuales nos hablan de una verdadera fauna subatómica, hadrones, fotones, leptones, piones, bosones, neutrinos, quarks, gluones, y otras palabrejas y terminachos que para los profanos de la ciencia física resultan poco menos que inalcanzables.
La provincia es el átomo español. La partícula teóricamente indivisible, pero insospechadamente compleja, rica de matices y sobrada de electrones. Con partes y partículas. La provincia es un mundo. Un mundo a la medida del ser humano. Ésta, la de Sevilla, carece de costa, es provincia interior, pero, sin embargo, no está cerrada al mar. Al contrario, se abre a él por el Guadalquivir, ancho río, el único navegable de los españoles, que nace en la provincia de Jaén, discurre por la de Córdoba, riega las de Sevilla y Cádiz, y viene a morir junto al Coto de Doñana, en Sanlúcar de Barrameda. Porque la provincia no es una isla, ni siquiera las provincias que son islas. Hay ósmosis, relaciones, interdependencias. Ya lo dijo Fernando Villalón, que el mundo se divide en dos: Cádiz y Sevilla. Pero en algo se quedó corto, porque Sevilla, la provincia, guarda algo aún de aquel antiguo reino de Sevilla, que se extendía hacia el Algarve. Y así Sevilla, la provincia, no se entiende sin la Sierra de Aracena, ni sin la franja sur de la provincia de Badajoz… Bueno, la provincia tiene también sus relaciones exteriores.
Pero este río pequeño no las tiene, es un río interior, un río meramente provincial. Que ni siquiera alcanza a toda la provincia, un marco demasiado amplio que no logra a cubrir, que le viene, incluso, demasiado grande. Es más bien el Guadaíra un río comarcano. Desde la Sierra de Esparteros, en Morón de la Frontera, hasta Gelves, en el Guadalquivir, donde desagua, o desaguaba, pasando por los pueblos de la calcárea cornisa de los Alcores y otros aledaños, fertiliza las tierras de Marchena, Utrera, Paradas, Arahal, Mairena y El Viso del Alcor, Alcalá de Guadaíra, Dos Hermanas, la propia Sevilla. Él o sus afluentes, aún más pequeños: Guadairilla, Alameda, Salado, Saladillo, Gandul… Partes de un todo que es a su vez parte de otro todo, que a su vez…
Porque todo es cuestión de perspectiva y de punto de mira y de distancia. Depende de si empleamos la lupa o el catalejo, el microscopio o el telescopio. El universo mundo, con todas sus esferas y astros desconocidos, no es mucho mayor que la provincia, que nunca acabaremos de conocer si de verdad queremos conocerla. El mundo es ancho y ajeno, que dijo Ciro Alegría, el novelista peruano. Todo mundo es ancho y ajeno, sí, incluso éste pequeño, pueblerino, comarcal, provinciano del Guadaíra y sus riberas.
Emplea ahora uno la lupa, no el catalejo. Hace la miniatura, no el óleo de gran formato. Sin duda es muy hermoso eso de sentirse ciudadano del mundo, gran cosmopolita, viajero frecuente de trenes y aeroplanos, eso de estar familiarizado con el jet-lang, con los husos horarios, y lo mismo con la nieve que con el desierto. Pero habla ahora uno de la vida de todos los días, y la vida de todos los días no es ésa de las ciudades que recorremos con las prisas del cazador furtivo, de las habitaciones de hotel, de la visita apresurada, incluso de la estancia temporal. La vida de todos los días es la de los paisajes de la infancia, la de la monotonía de una jornada, y otra, y otra… La monotonía de la costumbre y del hábito, no la monotonía del ya visto (déjà vu), que es un soplo, sino de lo que siempre se ve.

Baño

"Ayer por la tarde volví al molino y me bañé solo en el estanque. Como siempre, al entrar, ese baño me pareció el primero. Como siempre, al salir, tuve la sensación de que era el último."
Cuando toda España es un incendio, cuando todo el mundo está crispado, convulso, sofocado (y no sólo por las altas temperaturas), yo me detengo en estas líneas que Álvaro Valverde escribe en su blog.
¿Por qué me refrescan el alma, por qué me la enervan y me la descrispan, estas pocas líneas, estas tres frases apenas? ¿Quizás porque yo también me he bañado en el estanque de un molino? Hace mucho, hace demasiado tiempo. Álvaro aún puede sumergirse en sus aguas. Mi molino, que no era mío, ya no existe. ¿O sí? He aquí la utilidad de la literatura. Vuelvo a dar brazadas en las aguas gélidas y oscuras.

martes, 19 de julio de 2005

El clítoris, la circuncisión y la alianza de civilizaciones

No hace mucho discutí con un antropólogo, catedrático universitario de antropología social por más señas, porque me sostenía que la ablación del clítoris era una "costumbre" o "tradición" en ciertas "culturas", que había que respetar, como se respetaba la circuncisión entre los judíos. Ambas prácticas eran equiparables, hechos "culturales", señas de identidad.
O el mentado antropólogo, buen amigo mío por otra parte y hombre sensato en tantos otros temas, desconocía por completo la anatomía femenina, o bien la asunción de ciertas pintorescas teorías consigue borrar toda huella de sentido común, incluso en personas de coeficiente intelectual apreciable.
El caso es que la ablación del clítoris, como sabe cualquiera, es una mutilación o extirpación de un órgano, quien la sufre se ve privada de experimentar placer sexual, y si a algo se le puede comparar (comparar, no igualar) es a la emasculación (pensemos por ejemplo en los castrati, tanto tiempo consentidos, cuando no promovidos, por el Vaticano), y no a la circuncisión, práctica absolutamente inocua.
Es posible que la ablación sea una tradición, pero es una tradición aberrante, que repugna a cualquier mente ilustrada y choca con toda idea de civilización.
Una cosa es la civilización y otra la barbarie. Y no es cuestión de pueblos, ni de razas, ni de religiones. En todas partes cuecen habas y barbaridades se han hecho y se siguen haciendo por doquier: ¿habrá que recordar las de la, otrora, cristianísima Europa?
Pero visto lo visto, y dado el progresismo tolerante de nuestros catedráticos con cualquier cosa que se llame tradición o cultura, me asaltan las dudas y me formulo esta pregunta: ¿Consistirá la alianza de civilizaciones, entre otras cosas, en que permitiremos en nuestros hospitales la práctica de la ablación del clítoris, con cargo al presupuesto y realizada por médicos españoles (sin que quepa la objeción de conciencia)? Zapatero, responde. Digo, como teórico de la cosa.

Preguntas que a uno se le ocurren a esta hora

¿Quién inventó la herradura? ¿En qué siglo? ¿En qué país?
Joder, mira que es uno ignorante.

lunes, 18 de julio de 2005

Lo que pensaba don Juan

"No es fácil averiguar lo que, en lo íntimo, pensaba, sentía Valera", escribe Azorín en su "Nota a Valera", un artículo publicado en el ABC del 6 de junio de 1952, luego recogido en el libro misceláneo De Valera a Miró (Madrid, Afrodisio Aguado, 1959). "Hay textos de Valera -añade Azorín- en pro y en contra de una idea, de una cosa, de un hombre, de una institución."
Pues esa misma es la tesis que Andrés Amorós sustenta en su reciente libro, La música de la vida, consagrado al escritor egabrense. Sólo que más de medio siglo después de que ya lo dijera Azorín. Lo que pasa es que Amorós lo ejemplifica. Véanse por caso las páginas 97 a 102, sobre el pensamiento religioso. ¿Era Valera agnóstico? ¿Creyente? ¿Acaso ateo? ¿Católico liberal o católico de boquilla y por conveniencia? Amorós amontona las citas para todos los gustos.
¿Era Valera un hombre que pensaba tanto que no pensaba nada?
Me resisto a la paradoja.
A alguien que a estas altura diese en la feliz idea, y la llevase a cabo, de escribir un libro sobre don Juan Valera se le debería exigir algo más que acumular citas contradictorias. Tendría que cernirlas y discriminarlas, contextualizarlas y jerarquizarlas. Cruzar los datos. En suma, interpretar. Reconstruir una vida, su sentido. Dentro de una época.
¿Tiene el mismo valor una observación al vuelo en una carta privada (y luego, habría que ver a quién va dirigida, porque a veces decimos lo que al otro le gustaría escuchar) que un artículo o un discurso o una novela? ¿No se ha de notar el paso del tiempo?
Andrés Amorós, brillante divulgador (su Introducción a la literatura aún me sigue pareciendo de lo mejorcito), es también profesor noticioso y erudito. Aficionado a la tauromaquia, es fino con el capote, pasable con la muleta, desesperante con la espada.
Me temo que después de Amorós (peor aún: después de Lombardero) don Juan Valera tendrá que seguir esperando el libro que nos lo explique de veras.

domingo, 17 de julio de 2005

Izquierdas y derechas

¿Por qué somos de izquierda? ¿Por qué somos de derecha? Sostienen algunos que esta es cuestión genética. Todos hemos escuchado alguna vez la expresión "fascista biológico", que llegó a estar de moda durante cierto tiempo. Pero no debe de ser cuestión de nacimiento y genes, porque vemos constantemente no sólo que en el seno de una misma familia se da el pluralismo ideológico más variopinto, sino que un mismo individuo se posiciona de distinta forma con el tiempo, es decir, cambia, evoluciona, a veces con giros de 180 grados.
Y luego que el contenido conceptual de los términos varía, según tiempos y lugares. La derecha de hoy no es la derecha de ayer; la izquierda de aquí no es la izquierda de allí. Pero, a través de estos cambios, ¿hay algo que permanece? Me inclino a creer que sí.
Lo que no me siento inclinado a creer es en los tópicos de brocha gorda. Por ejemplo, "la izquierda es generosa y solidaria; la derecha es egoista y sólo defiende privilegios". La propia experiencia me desmiente estos asertos.
Confieso no haber leido a Simone de Beauvoir (El pensamiento político de la derecha), ni a Norberto Bobbio, que creo también tiene un libro sobre el asunto. Será cosa de leerlos.
Lo que me inquieta es que, ante unos mismos hechos, la gente los interprete de forma radicalmente opuesta. Según su ideología. Según sus valores, quizás. No siempre de acuerdo con sus intereses (y esto es paradójico, pero real).
Y me inquieta en cuanto parece que lo que se busca no es la verdad de los hechos a través de la razón, sino simplemente la victoria contundente sobre el adversario. La política no es filosofía, sino sofística. Las verdades políticas, o no existen, o no pueden demostrarse (al menos como se demuestra un teorema matemático).
En fin, seguiré reflexionando sobre este asunto. Un asunto tan poco reflexivo, tan visceral, necesita por eso mismo de más honda reflexión.

sábado, 16 de julio de 2005

Entre Londres y Bagdad

En estos días en blanco ha sucedido el atentado de Londres. Pero también un nuevo atentado en Bagdad, con el resultado de treinta y dos niños irakíes muertos. Muertos cuando recibían golosinas de soldados norteamericanos. Esto, claro, ha tenido mucha menos repercusión mediática. Bagdad queda lejos y a casi nadie le importa mucho que allí sigan poniendo bombas, que mueran inocentes. Como tampoco importa que eso pase casi a diario en Israel.
Yo creo que la "alianza de civilizaciones" que predica nuestro presidente es una soberana majadería, se mire por donde se mire. Sólo hay este dilema: civilización (sólo una, "la" civilización) o barbarie (una sola también, "la" barbarie). Y entre estos dos extremos no puede haber alianza ni componendas.
En Irak hubo una intervención aliada para derrocar a un tirano genocida y dar paso a un estado democrático. Se han celebrado elecciones, y nadie ha dicho que no hayan sido limpias. Ahora se trata de reconstruir el país, de estabilizar y fortalecer su democracia. De limpiarla de terroristas, seguidores o aliados de Sadam Hussein. ¿Qué ocurría si Francia y Alemania decidieran ahora acudir con sus ejércitos a echar una mano a los aliados? ¿Qué pasaría si España enviara un contigente de la Guardia Civil especializado en contraterrorismo? ¿Cuánto tiempo tardaría en estabilizarse la joven democracia irakí? Pero no hayan temor mis amigo progres, que eso no sucederá. Ni siquiera Angela Merckel, próximo canciller alemán según todos los pronósticos, enviará tropas a Irak. Ya lo ha dejado claro, debido a la impopularidad del asunto. Así que seguirán lloviendo bombas sobre las mezquitas, sobre las comisarías, sobre las bodas... sobre los policías y los niños, sobre los diputados y sobre las patrullas. Y también sobre Londres, sobre Madrid, quizás sobre Roma... La ONU ya ha destinado una partida sustanciosa de su deficitario presupuesto para llevar adelante el proyecto de la kantiana y zapateril alianza de civilizaciones. Estamos salvados.

Nulla dies sine linea

Si hay algo que no puede permitirse un auténtico blogger es dejar de anotar un solo día. El clásico nulla dies sine linea deja de ser un desideratum para convertirse en un precepto. El visitante asiduo se decepciona si no encuentra la cotidiana ración de novedades, si no puede cortar la flor del día. Uno mismo pierde el ritmo, el hilo, la cosa, no sé. El ideal que habría que seguir sería el de Arcadio Espada, que todos los días a las once de la mañana, truene, ventee o diluvie, cuelga su comentario. Pero Arcadi es un profesional (como la copa de un pino) y uno, reconozcámoslo, no es más que un modesto dominguero, que anota cuando puede, cuando encuentra el hueco, cuando logra robarle a la vorágine de sus ocupaciones diez minutos de pausa.
Y luego, ¿qué es un blog? ¿Un diario? ¿Un artículo periodístico? ¿Unas nótulas de crítica literaria, o musical, o artística? ¿Un mero desahogo de grafómanos y exhibicionistas? Supongo que el blog como formato consiente todo eso, y más, aunque tampoco sea nada de eso. Se irá viendo, como todo, poco a poco.
En fin, prometo enmendarme, y anotar a diario. Llueva, truene, ventee o diluvie (ah, si diluviara), o, simplemente, la desgana me gane. Hay tantas razones para la desgana...

miércoles, 6 de julio de 2005

No sólo conde, sino marqués

Sigo leyendo -leyendo, no releyendo- a Agustín de Foxá. Ahora le ha tocado el turno, después de la poesía, después de su Madrid de corte a cheka, al teatro. Comienzo por la primera pieza, quizás la que presumo sea la mejor con diferencia: la delicada y poética chinoiserie titulada Cui-Ping-Sing, estrenada en 1938 en San Sebastián, pero probablemente escrita antes de 1936. Una historia de amor, de amistad, de traición. Es de lo mejor del teatro español del siglo XX -donde existen tantos autores sobrevalorados, tantas representaciones de las mismas obras inanes, tanta luz de bohemia infumable-, pero me extraña -o no, no me extraña- el silencio de la crítica sobre ella. En un artículo de Andrés Trapiello -en donde, por cierto, me entero de que Foxá no era sólo conde de lo mismo, sino también marqués de Armedáriz, lo cual desde leugo empeora mucho su caso-, se lee que "los escritores que fundaron la Falange se quedaron sin generación. Ganaron la guerra, pero perdieron las páginas de los manuales de literatura".
Será eso.
Pues a ver si ahora que están a punto de perder definitivamente la guerra ganan algún huequecito en los dichosos manuales.

El ambiente literario

"El ambiente literario de una ciudad lo crean los ingenios locales, no los que sobresalen y se marchan", dice Azorín en un artículo de 1947.

domingo, 3 de julio de 2005

¿Hay rosas sin espinas?

Lo contrario de la fe no es la duda, sino la certeza.
Es decir, la demostración, el conocimiento cabal, la tesis afirmada como indubitable.
La duda acompaña a la fe como la espina a la rosa.
Y no hay rosas sin espinas.

sábado, 2 de julio de 2005

Adagio for strings

Samuel Barber compuso su Adagio para cuerdas en 1936, aunque no se estrenó hasta 1938.
Yo lo escucho ahora, en una noche de verano, bajo las estrellas, y no hay nada en él que me recuerde los convulsos años treinta.
Su melancolía es eterna, su herida es mortal. Como nosotros mismos.

viernes, 1 de julio de 2005

Greguerías sofísticas

"La heterosexualidad es roja y gualda", escribe Gonzalo Hidalgo Bayal en su bitácora. Lástima que el ingenio, y no anda escaso de él Gonzalo Hidalgo Bayal, se deperdicie en construir sofismas.

Foxá

Si fuese un pedantuelo al uso, un hipócrita cultural de los que tanto abundan en estos tiempos que vuelan, diría que estoy releyendo a Foxá. Pero, no, no lo estoy releyendo, sino leyéndolo. Leyéndolo por primera vez.
La poesía de Agustín de Foxá me la ha descubierto, y vuelto asequible, Abelardo Linares, en su nunca bien ponderada colección de antologías de Renacimiento. La selección es del propio Abelardo, aunque el prólogo, y la inclusión de algún poema, se deban a Luis Alberto de Cuenca.
Y por ahí, por el hilo de su poesía, he llegado al ovillo de un magnífico prosista, de un escritor de raza, cuya valía aún no ha sido reconocida como merece.
Madrid de corte a cheka es, sencillamente, una de las mejores novelas españolas del siglo XX y desde luego, de las mejores sobre la guerra fratricida del 36.
Ahora continúo con el teatro, empezando, por orden cronológico, con Cui-Ping-Sing, estrenada en San Sebastián en 1938.
Por curiosidad, o por deformación profesional, echo un vistazo a los manuales que tengo en casa, a ver qué dicen de Foxá. Muy poco, como era previsible. A Foxá no se le estudia, ni entra en el canon, como no sea en el canon de la letra pequeña. Parece que la única bibliografía sobre es algo de Joaquín Entrambasaguas y algo de José-Carlos Mainer. O sea, entre Scila y Caribdis. Mala suerte la de este Foxá, que se murió en un lejanísimo Madrid de 1959. Tenía cincuenta y tres años.