Que la vida no tenga dirección ni término, que el hombre no tenga destino, esto es lo que soy incapaz de creer, como lo soy también de rechazar el testimonio del pensamiento, de la palabra, del rostro, tomados en sí mismos, y más aún, tal vez, de su expresión en el arte humano. El arte sería para mí el testigo irrecusable del Dios que es Amor, si no hubiera este otro testigo en mi interior, esta conciencia que me juzga, a la que interrogo y que me responde, y de la que depende el pensamiento más oculto. Esto puede parecer muy lamentable al filósofo: no pretendo aquí deslumbrar con aduladoras razones a los que me lean, sino darles las razones verdaderas de mi Fe.
François Mauriac, Lo que yo creo, Madrid, Taurus, 1963.