Lepanto (1911) es quizás el más conocido y celebrado poema de Chesterton. Nada más por este poema, escribe el especialista en Chesterton Dale Ahiquist, para quien se trata de una obra maestra del ritmo y de la aliteración, “Chesterton debería ocupar un lugar entre los inmortales de la literatura.” La fortuna de Lepanto en español no ha sido escasa, aunque sí desigual. Conocemos versiones de Borges (1938, en el primer número de la revista argentina Sol y luna), Luys Santamarina (Barcelona, 1948, en Solidaridad Nacional), Santiago Magariños (Barcelona, 1953, en Entregas de poesía) y, últimamente, la traducida en colaboración por Luis Alberto de Cuenca y Julio Martínez Mesanza (Lepanto y otros poemas, Renacimiento, Sevilla, 2003).
Paradójicamente, este magno poema
puede parecer, hoy, el más políticamente incorrecto de los salidos de la pluma
del escritor británico, aunque no sea más que porque actualmente tendemos a
mirar al mundo islámico con mayor cercanía y comprensión. Pero sería absurdo
ignorar las circunstancias históricas del hecho de que trata el poema. En 1571,
fecha de la batalla naval, el Turco amenazaba no ya sólo las costas italianas,
sino con tomar la mismísima Roma. Cervantes, como sabemos, calificó aquella
batalla como “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni
esperan ver los venideros”. Al margen de
exageraciones, y al margen incluso de los concretos hechos históricos, resulta
innegable la vigencia del Lepanto chestertoniano, con su defensa de la
libertad contra el destino, del valor frente al sometimiento, del héroe frente
al verdugo. Pero no descenderé a comentar el poema; ya otros lo han glosado con
más pericia y mayor espacio de los que pudiera disponer yo aquí.
De mi versión, nada diré, salvo que
no he pretendido remedar en absoluto la tediosa y no obstante imprescindible
labor de un traductor jurado. Quiere ser la recreación poética de un poema
en una lengua muy distinta de aquella en que su autor concibió su obra. Si
funciona como poema en castellano, al margen del irreemplazable poema inglés,
habrá logrado su principal objetivo. Aun
así, el mérito será únicamente de Chesterton. Yo sólo me he divertido un
poco traicionándolo, digo, traduciéndolo.
En los cerrados patios los
surtidores vierten
su luz en el palacio. El Sultán se
divierte.
Como esos chorros ríe su rostro,
tan temido,
y su barba se agita, que es un
bosque oscurísimo,
y como media luna de sangre son sus
labios.
En un mar que era nuestro, hoy
campean sus barcos.
Hostigan las repúblicas de las
costas de Italia.
Se atreven a alcanzar a la Venecia
adriática.
Previendo ya esta pérdida, el Papa
abre sus brazos
implorando sus armas a los reyes
cristianos.
La reina de Inglaterra se mira en frío
espejo.
De los Valois, en misa, se escuchan
los bostezos.
A las islas no llegan los cañones
de España.
El señor de Bizancio se ríe en
nuestras barbas.
Ya se escuchan tambores desde
montes lejanos
y un príncipe sin nombre su cetro
ha abandonado,
de la pared descuelga las europeas
armas
y oye el canto del pájaro y los
gritos de alarma
que otros tiempos bajaron hacia el
Sur denodados
cuando el mundo era joven y los
hombres, soldados.
Por los caminos suenan los gritos
de Cruzada.
Y atruenan los cañones y redoblan
las cajas.
Ya se marcha a la guerra, ya se va
don Juan de Austria.
Alzados estandartes desafían el
viento,
la púrpura en la noche, la luz del
oro viejo,
y las rojas antorchas, y los claros
timbales.
Y suenan los clarines porque don
Juan ya sale,
en la barba florida, pintada una
sonrisa
de quien rechaza tronos, y a los
libres inspira.
¡Larga vida a la España!
¡Y muerte para el África!
Y don Juan hacia el mar derecho se
encamina.
Mahoma en su edén sueña la estrella
de la tarde
(mientras que don Juan de
Austria para la guerra parte),
dormita en el regazo de una de sus
huríes,
con su turbante enorme de colores
añiles,
tejido por los mares que no han
visto su ocaso.
De la siesta despierto, es más alto
que un árbol
y espanta así a los pavos reales
del jardín,
y es su voz como un trueno de uno a
otro confín
invocando a Azrael, a Ariel y al
negro Amnón,
al genio abogador
de cien alas y ojos,
por cielo, sus antojos,
reinando Salomón.
Bajan de nubes rojas en el alba
rojiza,
Acuden de los templos de deidad
amarilla.
Y surgen de las verdes cavernas de
la mar
donde hay cielos caídos, ciegos
seres del mal,
sepultos en moluscos y en marinas
praderas.
Vienen envenenados del morbo de la
perla,
salen color zafiro de grietas en
las lomas,
y dan adoración al genio de Mahoma,
que les grita: partid de un rayo al
ermitaño,
de día ni de noche dad tregua a los
cristianos,
los huesos de los santos sepultad
bajo arena,
porque vuelve Occidente a
sembrarnos de pena.
De Salomón el sello impusimos al
orbe,
con su sabiduría y su destino
acorde,
pero oigo un runrún, de las
montañas baja,
el que hace cuatro siglos ya nos
asolara,
quien no dice “¡está escrito!”, no
conoce el destino,
y es Ricardo, Raimundo, y es
Godofredo mismo,
es quien arriesga y pierde, y ríe
cuando pierde,
¡abatidlos y en paz nuestra tierra
se quede!
¡De cañón y tambores ya oigo el
redoblar!
(Y es que ya don Juan de Austria
para la guerra va).
Y un repentino ¡ya!
voceado
en España,
y es que
ya don Juan de Austria,
parte
desde Alcalá.
San
Miguel en el Norte, dormido en su montaña
(mientras
ya don Juan de Austria, pertrechado, se marcha)
donde la
mar es gris y las olas de plata,
donde los
marineros sus rojas velas alzan,
blande ya
los aceros en sus alas de piedra.
Su grito
en Normandía las tierras atraviesa.
Pero el
grito va solo, nadie lo oye en los libros,
el Norte
anda confuso, nadie quiere el martirio
si no es
el de un cristiano por otro que es su hermano,
y Cristo
es implacable y María no es nada.
Pero ya
don Juan de Austria hacia la mar cabalga.
Y en sus
labios un grito, un grito de sus labios,
que, como
una trompeta, desgarra los espacios.
Y ese
grito es de ¡ya!,
de Dios
sea la acampada.
Y exclama
don Juan de Austria,
¡las
naves a la mar!
Mira el
rey don Felipe, su Toisón sobre el pecho,
(y ya
está don Juan de Austria en cubierta dispuesto)
las
estancias de negro terciopelo vestidas,
por luto
y por pecado, y enanos recorridas,
sosteniendo
un cristal del color de la luna,
con que
escruta el futuro lleno de veladuras,
de muerte
y de derrota, y de negros presagios.
Pero ya
don Juan de Austria al Turco hace pedazos.
Ha salido
de caza, y sus lebreles ladran.
El fragor
de aquel trueno se oye ya en toda Italia.
Cañón
contra cañón,
el que
acierte, acertó,
valor,
valor, valor,
ordena
don Juan de Austria.
El Papa
en su capilla, y antes que todo empiece
(pero
ya a don Juan de Austria el humo le oscurece),
en la
casa de un hombre donde Dios siempre vive,
por su
ventana mira este mundo indecible
y como en
un espejo ve ya el mar misterioso
y ve la
media luna, la crueldad en sus fondos,
y la Cruz
y la Roca que amenazan sus sombras
y oculta
los leones de San Marcos la fronda
de naves
que comandan hombres de negra barba
y
encierran en su seno prisiones agobiadas
de
cautivos cristianos enfermos y sin sol
y aun
peor que en las minas sus fatigas ahí son.
Son como
los esclavos de aquella tiranía
que
alzaban las pirámides para dioses del día.
Son
muchos y son mudos, sin esperanza cierta,
cual los
que en Babilonia tallaban duras piedras.
Más de
uno ha enloquecido en este bajo infierno
siempre
con vigilancia de un esbirro en su encierro.
Más de
uno ya ha perdido su fe, que nada espera.
(Pero
ya don Juan de Austria ha abierto una gran brecha)
Cañonea
don Juan desde el puente de muerte,
y rojo
vuelve el mar que al pirata sostiene.
Corre la
sangre ya por la plata y el oro,
abriendo
las bodegas, rescatando su fondo.
Por miles
los cautivos ya suben a cubierta,
aturdidos
de sol y libres por sorpresa.
Gloria, a
la España, gloria
y a Dios
aun mayor gloria.
Que ya
por don Juan de Austria
es
devuelta la afrenta.
Y Miguel
de Cervantes, deja caer su espada
(don
Juan de Austria ya vuelve, laureles y guirnaldas)
y ve en
sueños a un flaco caballero errabundo
los
caminos de España cruzar meditabundo.
Aunque
exhausto, sonriendo, ve en la vaina su espada.
(Porque
ya don Juan de Austria volvió de esta Cruzada).
[Pulicado en la revista El Ciervo, núm. 718, 2011]