Si este fuese un país como tendría que ser (vamos, como se imagina uno que tendría que ser), ya se habría escrito un libro titulado más o menos así, Sociología de los premios literarios. Con tantos libros como se publican, todavía quedan libros por escribir, libros que nadie escribe. Este que digo parece desde luego que no lo va a escribir nadie, porque ya han pasado de moda los enfoques sociológicos de la literatura, y Lukács, Goldmann, Escarpit y demás compañeros mártires ya no se llevan. Pero un libro así, si estuviera bien escrito y mejor concebido, nos revelaría muchas cosas sabrosas sobre la literatura, pero también sobre la antropología, sobre la psicología, sobre nosotros mismos.
De todos modos, aunque el libro no llegue, lo que sí llegan son algunos apuntes. José Luis García Martín insistía hace poco en su teoría cuántica de los premios literarios, según la cual, uno o dos sientan bien, pero más de tres resultan tóxicos o mortales de necesidad. "Los premios de poesía —escribe el crítico asturextremeño—suelen estar gafados: quien después de los cuarenta sigue concursando ya no juega en la misma división que Valente o Brines, sino en la de los muy respetables Ángel García López o Carlos Murciano". La frase encierra una verdad estadística, pero no una verdad de principio. Suele ser así, pero no necesariamente tiene que ser así. De hecho, la frase es casi tautológica: la mayoría de los poetas no alcanzan la cima de los Brines y los Valentes. Ya lo sabíamos. Incluso más: la mayoría de los poetas realmente existentes no alcanzan las cimas de Ángel García López o Carlos Murciano.
También Álvaro Valverde escribe sobre premios literarios, a raíz de su amarga experiencia como jurado de alguno de ellos, fallado recientemente en Almendralejo, villa natal de Espronceda. Incluso los premios “limpios”, y quizás preferentemente estos, los suelen ganar los cazapremios profesionales. Para estos señores, a los que Valverde califica de ludópatas, “el objetivo no es tanto publicar una nueva obra (en rigor no la hay: a determinado ritmo, la reiteración es inevitable), cuanto seguir ganando dinero a costa de esta curiosa lotería.”
Todos conocemos ejemplos de estos curiosos ciudadanos de la república de las letras. Yo he oído hablar de una señora jubilada que todos los años da la vuelta a España recogiendo premios y flores naturales por villas, villorríos y lugares. Ella no necesita del INSERSO para viajar. Y una vez me contaron lo que exclamó el presidente de un jurado al abrir la plica del que resultó galardonado: ¡Jo, otra vez Manuel Terrín Benavides!
Es verdad que a veces los jurados no tienen dónde elegir. Pero también es cierto que a veces, muchas veces, no aciertan porque sencillamente no saben leer.
Yo no creo que la calidad de un poeta se pueda medir por el hecho de que gane premios o deje de ganarlos. Ni de que escriba mucho o escriba poco. Balzac escribió muchísimo, y siempre para ganar dinero, pero esto no quiere decir nada, y ahí está su obra, irregular, sí, pero irregular como una cordillera.
Todo esto es muy complejo, y por eso haría falta que alguien se animase a escribir ese libro que falta.
Ahora bien, de lo que sí soy partidario es de que siga habiendo premios literarios. Porque, si no, ¿de qué íbamos a hablar? Como cuando nos encontramos al vecino del quinto en el ascensor y cambiamos impresiones sobre el tiempo. Un tema de conversación. Un bonito tema de conversación. Así que seguiremos, porque aún queda mucha tela que cortar. Por cierto, que hoy parece que está más fresco que ayer. —Sí, pero llover no llueve.