Desear unos brazos y no tenerlos. Abrazar el aire. Desear una piel y acariciar tan sólo el sonido silbante del viento al cruzar por una ventana desvencijada. Hablar a solas en una habitación sin muebles y sin cortinas y sin televisor. Vacía. Desnuda. Cuatro paredes. ¿Es esto la soledad?
Hay soledades y soledades. Maravillosa y embarazosa imperfección y ambigüedad del lenguaje. O, mejor dicho, de las palabras, que son barajas de significados, surtidos de posibilidades expresivas. Porque el lenguaje sólo se torna preciso en el texto, en la frase, cuando las palabras se acompañan unas a otras, se iluminan mutuamente, se organizan para la acción. Tal vez a eso se refiriera Goethe cuando decía que en el principio era la acción. Las palabras son como soldados; pero para dar la batalla, para ganarla, es preciso un general que las dirija, que agrupe a estos soldados en el escuadrón disciplinado del texto.
Pero, sí, hay soledades y soledades. La elegida, la soledad solidaria, la de la escondida senda, la de la vida retirada, tal vez no sea verdadera soledad, sino, acaso, la mejor compañía. Uno tiene a los otros lejos y en la mano. Basta cruzar una puerta, marcar un número, abrir un libro. Y el hambre de otredad desaparece.
La soledad verdadera es, quizás, la otra, la implacable, la atroz, la involuntaria. Cuando el otro no está, no puede estar, no estará ya nunca. Cuando es inútil que crucemos una puerta o marquemos un número, cuando abrir un libro supone un ejercicio doloroso y pesado, para el que es preciso acumular fuerzas, echarle valor. Porque en cada página puede haber un precipicio que nos hunda.
Maravillosa y terrible ambigüedad del lenguaje. Soledad. Soledad. Dos soledades. Distintas y contrarias. Vasos comunicantes que unen esas dos soledades. La de la plenitud y la de la carencia. La dulce y la amarga. La encumbrada y la terrible. Porque, sí, se unen, se comunican.
Yo busco la soledad como una cura homeopática y preventiva de la soledad. Practico en mis soledades ejercicios de soledad.