Saber, muy poco sabemos,
por muy sabios que seamos.
La verdad que más importa
se sabe sin ser un sabio.
Saber, muy poco sabemos,
por muy sabios que seamos.
La verdad que más importa
se sabe sin ser un sabio.
Al presidente mexicano no le ha salido bien la metáfora, o imagen, o comparación que ha hecho entre el muro que quiere levantar Bush en la frontera con México y el “muro de la vergüenza” berlinés, de tan triste recordación.
La comparación no tiene nada de exacta, ni siquiera de aproximada. Aquel muro de Berlín, materialización y evidencia del telón de acero, era para impedir que las gentes escaparan. Que escaparan del paraíso socialista. Éste es para impedir que penetren ilegalmente en el paraíso capitalista. Que es adonde medio México quiere ir.
Si alguna vergüenza hay en este muro, esa vergüenza cae, en todo caso, del lado de los políticos mexicanos, que, en más de medio siglo de revolución institucional, o sea, de socialismo corrupto, de estatalismo depredador, han sido incapaces de crear la prosperidad suficiente para que miles de mexicanos no tengan que escapar a otro país para escapar a la miseria.
A los políticos mexicanos (y, en general, latinoamericanos) no se les cae la cara de vergüenza. Ni con muro ni sin muro. Para ellos, la culpa de todo lo malo la tienen siempre los demás. Y así les va.
“Todo lo sabemos entre todos”. No recuerdo ahora quién dijo o a quién se le atribuye esta consoladora frase. Y es cierta en cierto sentido. Ahí están las bibliotecas, las enciclopedias, los buscadores de la red… Ahí está lo que envarada y pomposamente llaman “la comunidad científica”. Puede que el especialista X no lo sepa, pero el especialista Y sí que lo sabe, y los saberes de ambos, X e Y, se complementan. Si yo no sé algo, lo pregunto, lo busco, lo consulto. Todo lo sabemos entre todos. Trabajamos en equipo. El hombre no sabe casi nada, pero la Humanidad sí que lo sabe casi todo. Qué bien, menos mal.
Pero no. El saber, todo saber, todo verdadero saber, es siempre un saber personal. Adquirido con esfuerzo y con sesgo, en un aquí y un ahora, en una carne perecedera instalada en la celdilla de su circunstancia. O sea, un saber relativo, contigente, insuficiente. Personal.
La vida de un hombre tiene plazo fijo, generalmente no muy largo. Y además, esa vida transcurre en unas circunstancias muy precisas, que la limitan como fronteras, aunque estas fronteras sean siempre porosas y llenas de mugas. Un hombre se adentra por la maraña de la filosofía. ¿Adónde llegará? ¿Con quién se quedará? ¿Qué proposiciones llegará a formular como evidentes?
No todos los pescadores pescan los mismos peces. Ahí está el mar, sí, y su zoología infinita, pero unos pescan pargos y otros sardinas. Unos traen marisco y otros vuelven a puerto con las redes vacías.
No existe la filosofía, sino la filosofía de Platón o la de Aristóteles, la de Kant o la de Hegel, la de Marx o la de Nietzsche.
Este mundo no tiene ventanas, las ventanas son los hombres. Y vemos el mundo a través de Newton o de Vico, de Marcel o de Sartre. Los filósofos nos abren ventanas al mundo, pero desde cada ventana se ven paisajes diferentes, perspectivas distintas. Podemos recorrer todas las estancias, asomarnos a todas las ventanas, pero, al final, tendremos que elegir, decidir cuál de todas ofrece las mejores vistas.
Ahora bien, si el saber es personal, ¿es también intransferible? El saber, cree uno, es comunicable. Pero, al comunicarse, se transforma. Ya no es exactamente el mismo. No se derrama sobre un recipiente vacío y aséptico. No se derrama, se conquista. No cae sobre un recipiente, sino sobre un hombre. Y el hombre nunca es tabula rasa. Se conquista, y en toda conquista hay daños colaterales, desperfectos indeseados, aunque también mejoras y renovaciones. Lo digiere un hombre, que hace mejor o peor sus digestiones, que tiene mejor o peor dentadura.
Sí, también el saber es una propiedad privada. Todo saber es siempre saber personal. Aunque pueda haber bienes comunales. Pero éstos siempre han rendido poco.
Al viento la cabellera,
pasas, belleza veloz,
montada en tu bicicleta.
Por los oros de la tarde,
te abren los árboles paso
en el sendero del parque.
Y yo, peatón parado,
a un lado de tu camino,
en mi banco solitario.
Dos ruedas y una cadena
y un manillar con que guías,
¿hacia dónde? tu belleza.
Un momento dejo el libro,
para leer en tu pelo
todo lo que el viento ha dicho.
Cadena que no encadena,
sino que disfraza de alas
a las que parecen ruedas.
Yo le he preguntado al viento
y el viento claro lo ha dicho.
Ya has pasado; yo me quedo.
¿Para qué necesitamos la filosofía, si ya tenemos el sentido común? Pues por eso, porque no tenemos el bastante sentido común.
*
¿Para qué necesitamos del sentido común? Porque sabemos que toda filosofía, llevada hasta sus últimas consecuencias, acaba en delirio.
*
Cada mañana, cuando abro los ojos, tengo la sensación de que inauguro un mundo muy viejo.
*
Dudas de un estudiante: "¿cómo lo hacían cuando no había Google"?
*
Soy como el árbol, que vive y muere donde lo plantaron.
*
Soy como el árbol, fiel a sus raíces, continuamente alejándose de ellas.
*
Aprender a vivir consiste esencialmente en esto: en aprender a morir.
*
El seductor, arrepentido: “He incendiado un corazón, y ahora no sé cómo apagarlo”.
*
La había atrapado al vuelo, mientras me afeitaba. Pero entonces no la fijé en el papel. Y así, volando, volando, esta volatería se me escapó.
¿Qué es la poesía popular? La poesía impersonal. No porque no tenga autor, aunque la mayor parte de las veces no nos sea conocido. Siempre hay un autor, o varios, porque por generación espontánea no surge. Sino porque la voz que nos habla no es la de Fulano Fulánez o la de Zutano Zutánez, sino la de todos y de nadie. Por eso, muchas veces, el nombre del autor se pierde… en el río multitudinario de la lengua. El autor es lo de menos.
Veamos estos poemillas, y el diminutivo se refiere exclusivamente a su brevedad:
Se asomaba a la ventana
de sus sueños y veía
lo que le daba la gana.
*
¡La felicidad!
Cuando está no estoy,
cuando estoy no está.
*
Para el gusano de seda
el universo consiste
en su hoja de morera.
*
Su ambición era tan grande
que sólo le interesaba
lo que no puede comprarse.
*
¡Hago lo que quiero!
-decía un hormiga
en el hormiguero.
*
No sé qué me ocurre
con los espejos.
En unos me miro,
en otros me veo.
Puede que su autor no importe, puede que Francisco Díaz Velázquez, autor de estas Mínimas y Coplas que publican las ediciones de La Carbonería (sí, ésa que publicó los 25 años de éxito Juan Bonilla), no llegue a figurar en ningún ranking, antología ni canon de los que agora se usan, pero estos poemillas, coplas, humoradas o doloras han entrado ya en una tradición acogedora, que trae siglos atrás, que tiene siglos por delante, mientras el castellano exista y a la gente le guste la poesía y a la vez se desentienda, con buen seso y mejor gusto, de los poetas, esos sacos harineros cargados de vanidad y viento.
“La buena lectura no se ha de leer una vez, sino muchas; ni se ha de leer de priesa, sino con reposo, rumiando y meditando lo que se lee.”
Y la clave de todo está en eso, en qué sea y cuál sea “la buena lectura”. Y eso tendrá que decidirlo y descubrirlo cada cual por sí mismo, aunque no necesariamente por sí solo.
Pero, una vez encontrada, “no se ha de leer una vez, sino muchas, etc…”
Por muy pocos euros he vuelto a casa con un pequeño botín. Desde el cauce terreno (1956) y La tierra traslúcida (1958) son, respectivamente, el segundo y el tercer libro de versos de José Miguel Ibáñez Langlois. Aparecen en Adonais, y son los dos ejemplares intonsos, a cuya lectura accedo mediante el abrecartas. En las solapas se le califica de “joven poeta chileno”. Aún no había escrito sus mejores poemas, sus mejores libros. Pero están aquí anunciados. A veces, ya, con logro definitivo.
De Ibáñez Langlois tendremos que hablar pronto, espero, cuando Enrique García-Máiquez publique la antología que prepara.
La otra parte del breve botín, también en la Adonais de los cincuenta, y también sin abrir, es el Cancionero amoroso de Luisa Labé. La espléndida versión me lleva a fijar mi curiosidad en la solapa, en donde algo se nos dice sobre la traductora:
“Ester de Andreis —copio—, que ha realizado esta versión castellana del Cancionero, nació en Génova, de padres italianos. Educada en Italia e Inglaterra, reside desde hace muchos años en Barcelona, haciendo frecuentes viajes por Europa. Últimamente ha viajado por Grecia.
Ester de Andreis —sigo copiando— es autora de un libro de poemas en castellano, Prímula, y de una biografía lírica de Santa Clara, en italiano. Ha publicado, además, versiones castellanas de varias obras de Katherine Mansfield —el Diario, La casa de muñecas y Felicidad—, y de los Sonetos del Portugués de Elisabeth Barret Browning.”
La solapa no dice nada más, no puede decirlo. En esta traducción de la Adonais de 1956, la biografía de la misteriosa Ester de Andreis está parada, incompleta. Aún le quedarían, tal vez, años que vivir, libros que publicar. De momento, sólo sabemos eso, que últimamente, a la altura del 56, ha viajado por Grecia…
A uno le hubiera encantado conocer a Ester de Andreis. Y se queda aquí, esperando que Ester de Andreis vuelva algún día de algún otro viaje. Esta vez, quizás, del vastísimo país del olvido.
Alguien ha llegado a mi blog buscando en Google, así, entre comillas, “Vida sexual de Francisco Brines”. Naturalmente, mi blog no contiene ninguna información sobre la vida sexual del poeta de Elca, aunque sí trae en algún apunte la expresión “vida sexual”. Y también, por supuesto, se menciona a Brines en alguna ocasión, creo que con motivo de su discurso de ingreso en la Academia. Y claro, Google, al fin y al cabo, no es más que una máquina.
Que ese alguien no se preocupe, no sé su nombre, ni su dirección, ni me interesan. Tampoco considero nada monstruoso ni perverso ese interés por la vida sexual de los poetas. La curiosidad es como una veleta, que gira según el aire de cada cual.
Y ahora que caigo, la próxima vez que el anónimo internauta busque en Google la “vida sexual de Francisco Brines”, Google le volverá a traer a esta bitácora. Y esta bitácora volverá a decepcionarlo.
Reconozco que como profesor de literatura española he entrado en crisis. Otra más. Ya no creo en las épocas, ni en los movimientos, mucho menos en las generaciones, tampoco en el Barroco ni en la Edad Media… Por no creer, no creo siquiera que exista una literatura española, sino acaso una universal, no importa en qué lengua… Y además, he llegado a saber que nada se sabe, que es la sabiduría más terrible de todas, como si fuera una sabiduría mendicante y desnuda.
Entonces, ¿qué le enseño a mis alumnos? Quizás sólo pueda enseñarles a leer; pero, eso, ¿se enseña? ¿Y qué es enseñar? Seamos modestos, enseñar es eso, nada más que enseñar. Como el viajante enseña su género, sus muestrarios, y el cliente compra lo que le peta o lo que puede alcanzar a pagar.
Así que uno enseña su muestrario. Pero, a diferencia del viajante, nunca sabe qué es lo que el cliente ha comprado. Nunca sabe con qué se queda, qué es lo que rechaza, qué es en realidad lo que no ve aunque lo mire, lo que le pasa desapercibido, lo que nunca comprará jamás. Lo que quizás descubrirá después, cuando ya esté muy lejos, cuando repare y caiga en la cuenta de que…
El maestro es como un labrador que siembra pero que nunca o rara vez ve la cosecha, ni siquiera la granazón de las espigas…
Se me dirá: ¿y los exámenes, no miden los exámenes lo que el alumno aprende, lo que consigue saber? Puede que en una asignatura que se denomine “Cálculo de resistencia de materiales” o “Anatomía humana” o “Geografía física de Europa” los exámenes midan algo, algo importante. Pero en una asignatura que se denomina “Literatura española”, o “Metafísica”, quizás midan también algo, pero ese algo nunca será lo importante.
Sí, quizás uno no sea profesor, ni maestro, ni docente, sino sólo enseñante. Un enseñante que, a falta de otras cosas que enseñar, se enseña a sí mismo. Lo cual no deja de ser un espectáculo lamentable de exhibicionismo intelectual. Un espectáculo, quizás, inevitable, en el que incurrimos todos los que nos subimos a un estrado, a unas tablas, a representar un papel, por mucho que ese papel esté lleno de cifras y de datos, de fechas y de nombres.
Si las autoridades académicas se interesaran por lo que ocurre dentro de las aulas, por lo que enseñan los enseñantes, me retirarían la venia docendi, por corruptor de la juventud, por disolvente, por ineficaz. Sueño con ello muchas noches. Pero ya sé por experiencia que mis sueños casi nunca se cumplen. Sobre todo si dependen del arbitrio de alguna autoridad.
[Ilustración: Aula de Antonio Machado en el Instituto de Baeza]
Recojo un certificado de empadronamiento, con vistas a renovar el DNI (o como se llame ahora, porque seguro que la N de nacional ya se la habrán quitado) y veo que en el apartado “sexo” me atribuyen la condición de “hombre”. Yo les quedo en mi ánimo muy agradecido a las autoridades municipales y espesas por reconocerme esta condición de hombre y no perro, o simio semihumano, o quién sabe si ciervo o cacatúa. Siempre será un consuelo que no te consideren animal, aunque así te traten, sino hombre. Pero tenía entendido que, en cuanto al sexo, era yo varón. O macho, aunque esto pueda sonar fuerte o resulte hiriente para determinados oídos o resulte, como en mi caso, algo, si no mucho, pretencioso. Ya sé que ahora tampoco suena bien lo de hembra, por lo que tiene de asimilación con el reino animal.
Según mi pobre y cortísimo entender, las parejas lingüísticas en lo tocante a sexo serían:
Varón, mujer (exlusivamente para el género humano)
Macho, hembra (para cualquier especie, incluida la humana)
Pero hombres somos todos. El único género, al que pertenecemos todos, es el género humano.
De todos modos, habría que revolver la etimología y el diccionario, que parece que no está bien hechos. Por ejemplo, hembra es etimológicamente, si no me equivoco, el masculino de hombre, pero en el Casares trae que es ‘animal del sexo femenino’, o sea, que no implicaría específicamente género humano. ¿O es hembra derivado de foeminam? No sé, ahora no tengo tiempo de pararme a comprobarlo. Varona sería el femenino de varón, pero ha adquirido una connotación de mujer hombruna.
En fin, de una cosa estoy seguro. Soy hombre (en cuanto al género). Y varón (en cuanto al sexo). Aunque muchas veces no ejerza. Ni de lo uno ni de lo otro.
"Los misterios son femeninos: gustan de ocultarse, pero, sin embargo, quieren ser vistas y descubiertas."
Un crítico insobornable sería aquel que no sólo resiste las presiones de las empresas, las editoriales, los gurús, los poderosos, etc., sino, y sobre todo, el que no está dispuesto a dejarse sobornar tampoco por él mismo.