LA FRASE

"Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad."

Sir Arthur Conan Doyle

jueves, 5 de mayo de 2011

JULIO ROMERO DE TORRES, DEL PASODOBLE AL OLVIDO


“Julio Romero de Torres/ pintó la mujer morena,/ con los ojos de misterio/ y el alma llena de pena...” rezaba la letra del famoso pasodoble. Para muchos, hoy, Romero de Torres no es más que el pintor de los almanaques de la Unión Española de Explosivos Río Tinto. En su época, y durante bastante tiempo después, fue más, muchísimo más.
Para empezar, la pintura le venía de casta: había nacido en un museo. Exactamente, el 9 de noviembre de 1874. Su padre, Rafael Romero Barros, también pintor, dirigía a la sazón el de Bellas Artes de Córdoba, instalado en el viejo caserón del antiguo Hospital de la Caridad, frente a la Plaza del Potro. Allí tenía habilitada su vivienda la familia. Allí nacieron los siete hermanos de Romero de Torres. En un museo.
Su primer triunfo le llegaría a los 23 años, con un cuadro titulado Conciencia tranquila: mostraba a un juez practicando un registro en la habitación de un obrero anarquista, que se ve con los brazos atados, mientras su mujer llora al fondo y un niño asustado y semidesnudo se agarra a la camisa de su padre, mientras mira con desconfianza al funcionario. Ganó la tercera medalla de la Exposición de Bellas Artes de 1899, y el joven Romero de Torres quedó ya consagrado como pequeña gloria local en su ciudad natal. Pero el salto a la fama madrileña se lo dio Vividoras del amor, de 1906, un cuadro donde mostraba un burdel con cuatro furcias en espera de los clientes. Esta vez no ganó ninguna medalla: el cuadro fue rechazado por inmoral. Romero de Torres, con otros dos pintores cuyas obras habían sido también rechazadas por el mismo motivo, organizó una exposición en la calle de Alcalá, por la que desfiló una multitud atraída por el título “Rechazados por inmorales”, que campeaba encima de la puerta.
En 1907, el pintor viajó por Italia, Marruecos, Francia, Países Bajos e Inglaterra. Volvió con ojos nuevos, impregnados de visiones modernas, empapados del nuevo simbolismo que se estilaba, pero también impresionados por la lección antigua de Leonardo da Vinci, a quien tanto debe su pintura. Cuadros como Amor sagrado, amor profano, de 1908, o Retablo de amor, de 1910, revelan a las claras que Romero de Torres había abandonado ya los viejos temas y formas del realismo costumbrista para entregarse de lleno a una pintura nueva, simbolista y modernista, religiosa y profana. Una pintura que expresaba la compleja relación entre Eros y Thanatos, entre el Amor y la Muerte, que se daban la mano de una forma ambigua y maliciosa en la hembra humana, en la Mujer: con mayúscula lapidaria, con “M” de misterio. Romero de Torres, que las amó y las frecuentó toda su vida, fue el pintor de las mujeres.
Pero era también el pintor de los literatos. Amigo íntimo de Valle Inclán, de Manuel Machado, de Emilio Carrere, de Francisco Villaespesa, Romero de Torres frecuentó las tertulias modernistas, las del Ateneo o la del Café Pombo, donde pastoreados por Ramón, acudían Solana, Bergamín, Maeztu o Guillermo de Torre. Autores como Ramón Pérez de Ayala, Valle Inclán, los hermanos Álvarez Quintero o Rafael Cansinos Asséns escribían sobre su pintura. También a Antonio Machado le gustaba su pintura: después de todo, ambos eran simbolistas; después de todo, ambos compartieron velador en el Café Levante.
Pero fue quizás Valle Inclán el escritor del 98 que más se adentró en la pintura del cordobés. Comentando una exposición, escribía en 1908:
“Julio Romero de Torres... sabe que la verdad esencial no es la baja verdad que descubren los ojos, sino aquella otra que sólo descubre el espíritu unida a un oculto ritmo de emoción y de armonía, que es el goce estético. Este gran pintor, emotivo y consciente, sabe que para ser perpetuada por el arte no es la verdad aquello que un momento está a la vista, sino lo que perdura en el recuerdo. Yo suelo expresar en una frase este concepto estético, que conviene por igual a la pintura y a la literatura.
Nada es como es, sino como se recuerda.


Es verdad, no obstante, creo yo, que a veces Romero de Torres se sale del marco simbolista para decaer en el puro alegorismo. A veces sus símbolos tienen más de simbólicos que de la cosa simbolizada. Son casi alegorías. Pero cuando sabe mantenerse en un certero medio, acierta plenamente. Hay un cuadro que se titula “A la amiga” (hoy tendríamos que traducir: “A la escuela de párvulos”). Lo pintó don Julio en 1906. Una mujer (cómo no) morena —criadita de servir, joven madre o hermana mayor— lleva a dos niños a la amiga. Es el único personaje que mira hacia el espectador. Los niños, uno de ellos, el más pequeño va en brazos de la muchacha, mira hacia abajo, otro mira hacia un jardín que aparece al fondo... Todos van tristes, camino de la escuela. La muchacha, que estrena su maternidad o su pubertad (acaso casi las dos cosas a un tiempo); los niños, que estrenan edad... Todos estrenan y todos van tristes... Es un cuadro desatendido, de los menos conocidos y glosados de Romero de Torres. Yo creo que es uno de los mejores suyos.
Valle Inclán, sin embargo, en su artículo de 1908 prefería la alegoría de El Amor Sagrado y el Amor Profano...
Mientras tanto, sin dejar los cenáculos intelectuales, Julio Romero de Torres, ya su nombre exacto octosílabo de romance y de copla, exaltaba el toreo de Machaquito y de Juan Belmonte, bajaba a las tabernas, escuchaba con recogimiento a Manuel Torre en el colmado de los Gabrieles, se mezclaba con las cocottes y los golfos en su palco del Kursaal, entre aires de charleston y aromas de cuplé. Está ya instalado en Madrid, con un piso en la Carrera de San Jerónimo y un estudio en la calle Pelayo, pero manteniendo el de Córdoba. Allí, en ese estudio de Córdoba, lo visita S. M. el rey Alfonso XIII; la reina, Doña Victoria Eugenia, hará lo propio en el estudio madrileño.
En sus cuadros de encargo, Romero de Torres es pintor de damas acomodadas y señoras distinguidas, pero también, y a lo largo de toda su carrera, lo será de sastras y modistillas, de cantadoras y bailadoras, de modelos cuidadosamente escogidos entre el vulgo. Las mujeres protagonizan sus cuadros: La consagración de la copla, Nuestra Señora de Andalucía, El pecado, Salomé, La nieta de la Trini, Poema de Córdoba, La muerte de Santa Inés, y tantos otros cuadros inolvidables para la retina. Todas sus mujeres son la misma mujer, ambigua y misteriosa. La puta y la virgen. La mística y la erótica, tanto más erótica cuanto más mística. Se habla de la carnalidad de las mujeres de Romero de Torres, pero es una carnalidad traspasada por la conciencia de la muerte. Naranjas y limones (1928) es el título de uno de sus cuadros más célebres: naranjas del amor encendido, limones del amor apagado. Lo dulce y lo agrio. La muerte compañera inseparable de la vida. El amor, que oscila como una desorientada barquilla entre la tierra firme de la carne y el aire alborotado del espíritu. De esta tensión sacó toda su fuerza la pintura de Romero de Torres.
Romero de Torres es a la pintura lo que García Lorca es a la poesía. Ambos practican la relectura de viejos temas: el flamenquismo, la torería, la Andalucía agitanada y romántica. Lorca vivió unos años más, y pudo escribir Poeta en Nueva York. No sabemos cómo habría evolucionado Romero de Torres. Murió en 1930, un año antes de la proclamación de la República. Su última obra, y acaso la mejor de todas, es La chiquita piconera, donde regresa a la temática de uno de sus primeros cuadros, Vividoras del amor. Otra vez es una puta con alma. “En una humilde vivienda de la ribera cordobesa —nos lo describe así la profesora Lily Litvak—, inclinada sobre el brasero de cobre, que tiene aquí una significación abiertamente sexual, colocado bajo sus piernas abiertas, con la badila de cobre en la mano derecha, la Chiquita piconera hace su oferta. Echada hacia delante, el hombro desnudo muestra el incitante nacimiento de los pechos y las bien torneadas piernas abiertas embutidas en medias de seda y presionadas por ligas de color naranja. Unos modernísimos zapatos de tacón de tonos cobrizos con tiras de lamé completan el detalle provocador de las medias, que marcan la frontera del sexo, y contrastan por su lujo con la pobreza del resto de su atuendo. A lo lejos, por el dintel de la puerta, se percibe Córdoba, bajo un cielo de anochecer, cercana y distante, un ideal de belleza reflejado en la mujer, mezcla de ardor y frialdad, de dulzura y desencanto, de nostalgia y presencia”.
Romero de Torres cometió un delito imperdonable en un pintor de nuestros días: fue popular. Consiguió lo que ningún pintor abstracto ha podido jamás conseguir: emocionar. La complicidad con su público —plural: plebeyo y señorial, intelectual y analfabeto— fue total. Pocos meses después de su muerte, Concha Piquer lograba la vibración del público del Romea con su canción “Adiós a Romero de Torres”. Su entierro fue una gran manifestación de duelo en Córdoba. “Sobre el féretro —sigue contando Lily Litvak— se colocaron la paleta y los pinceles del maestro y fue llevado a hombros por obreros bajo una lluvia de flores que caía de todos los balcones”. Romero de Torres murió de cirrosis hepática, una enfermedad flamenca. La República, sobrevenida un año después de su fallecimiento, en uno de sus primeros decretos, acordó la creación de un museo con su nombre en la Plaza del Potro de Córdoba. En 1953, el nuevo Estado Nacionalsindicalista puso en circulación un célebre billete de cien pesetas con su vera efigie...
Un artista que no muere bajo los fusiles, sino víctima de sus propios excesos; un pintor más preocupado de la vida que de la política; un pintor ensalzado por el rey, por el presidente de la República y por el Caudillo... además de por las mujeres de Bilbao, que en 1923 le habían regalado una almohada rellena con rizos de sus cabellos; un pintor así tiene muy mal pronóstico. Ningún bando puede reclamarlo como suyo; no es de nadie; es de todos; es de ninguno. Es, como sucede hoy, del olvido. De ese olvido ha querido rescatarlo Lily Litvak en una breve pero enjundiosa monografía (Julio Romero de Torres). No sabemos si tendrá éxito; quizá no, como parece que no ha tenido mucho éxito otro intento anterior, el de Francisco Calvo Serraller, con aquel ensayo, “La hora de iluminar lo negro: tientos sobre Julio Romero de Torres”. Leemos en la Litvak: “Su pintura —nos dice la autora— en vida y después de su muerte produjo antagonismos extremos. Fue defendido por los clasicistas y atacado por los abstractos, considerado revolucionario en su época, y conservador medio siglo más tarde”. No sabe uno si esto es un elogio, o lo contrario, o tal vez las dos cosas. Pero tal vez la mejor crítica pictórica que se haya hecho de su obra siga siendo la letra de aquel pasodoble: “pintó a la mujer morena, con los ojos de misterio y el alma llena de pena”.

2 comentarios:

Viñamarina dijo...

"De luto, las mujeres buenas´
de luto, las mujeres malas,
y Manuela, Carmen, Trini, María de los Dolores...
Toas las jembras de luto.
Toas lloran los primores
que se fueron con las manos
del mejor de los pintores.

Mora Fandos dijo...

Qué bueno, ¡olé!